—¿Le pega? ¿En serio?
—Sí, le pegaba hasta que le advertí que le arrancaría la cabellera con un cuchillo de trinchar si volvía a las andadas. Pero ya sabe él cómo hacerle la vida imposible sin necesidad de recurrir a la violencia física. Tiene un montón de años de experiencia.
—Bueno —dije, al ver que no había mucho más que discutir sobre el asunto—, por lo menos no puede obligarte a hacer algo que tú no quieras hacer.
Jamila me replicó enseguida.
—¡Naturalmente que puede! Conoces bien a mi padre, pero no tanto. Hay algo que todavía no te he dicho. Ven conmigo. ¡Vamos, Karim! —insistió.
Regresamos a la tienda y en un momento me preparó un
kebab
y
chapati
, esta vez con cebolla y guindillas verdes. El
kebab
rezumaba un jugo marrón sobre la cebolla cruda y el
chapati
me quemaba los dedos: aquello era dinamita.
—Tráetelo arriba, Karim —me dijo.
Su madre nos llamó desde la caja.
—¡No, Jamila, no le lleves arriba! —gritó Jeeta, asustando a un cliente al dar un golpetazo al mostrador con una botella de leche.
—Pero ¿qué ocurre, tía Jeeta? —le pregunté.
Le asomaban las lágrimas a los ojos.
—Vamos —dijo Jamila.
Y estaba tratando de tragarme la mayor parte del
kebab
haciendo esfuerzos por no vomitar cuando Jamila tiró de mí y su madre empezó a gritar: «¡Jamila, Jamila!»
En ese momento lo que quería era irme a casa, porque ya estaba harto de dramas familiares. De haberme apetecido un poco más de Ibsen, me habría podido quedar en casa perfectamente. Además, lo que yo quería era que Jamila me ayudara con el asunto de papá y Eva, que me aconsejara si debía ser o no más tolerante; pero, con todo eso, ya no habría manera de pensar.
A medio tramo de la escalera noté un olor abominable, a pies, a culo y a pedos, todo mezclado, una amalgama de hedores que se metía derechita por mi ancha nariz. Aquel piso siempre había sido como una tienda de trapero, con todos aquellos muebles desvencijados, marcas de dedos en todas las puertas, papel pintado con más de un siglo y colillas por todas partes, pero nunca olía a nada en especial, salvo a los maravillosos platos que Jeeta preparaba y que cocían permanentemente en grandes cacerolas requemadas.
Anwar estaba sentado en una cama en el salón, no era ni su cama ni el lugar habitual de ésta. Llevaba una chaqueta de pijama raída y de aspecto roñoso y reparé en que las uñas de los pies parecían anacaradas. Por alguna misteriosa razón, tenía la boca abierta y respiraba como si le faltara el resuello, y eso que era imposible que hubiera corrido por alcanzar el autobús en los últimos cinco minutos. Estaba sin afeitar y más delgado de lo que le había visto nunca. Tenía los labios resecos y descamados, la piel amarillenta y los ojos hundidos enmarcados de un tono violáceo. Junto a la cama había un orinal incrustado de porquería y lleno de pis. Nunca había visto morir a nadie, pero Anwar tenía todo el aspecto de ser un buen candidato para ello. Miraba el
kebab
humeante como si fuera un instrumento de tortura, así que me puse a masticar con ahínco para librarme de él cuanto antes.
—¿Por qué no me has dicho que estaba enfermo? —pregunté a Jamila en voz baja.
Pero no estaba seguro de que estuviera enfermo, pues su rostro traslucía más furia que compasión. Jamila lo miraba con odio, pero el anciano no hacía más que evitar sus ojos y los míos desde que habíamos entrado en la habitación. Tenía la vista clavada al frente, como solía hacer cuando miraba la televisión, sólo que el televisor no estaba encendido.
—No está enfermo —me corrigió Jamila.
—¿Ah, no? —me sorprendí y luego me dirigí al viejo—: ¡Hola, tío Anwar! ¿Cómo estás, jefe?
La voz le había cambiado: sonaba aguda y débil.
—Aparta ese puñetero
kebab
de mi nariz —dijo—. Y llévate de paso a esta condenada mujer.
Jamila me tocó el brazo.
—Mira —dijo. Se sentó en el borde de la cama y se inclinó hasta su padre—. Por favor, para, por favor.
—¡Largo! —soltó con un gruñido—. Ya no eres mi hija. No sé quién eres.
—¡Hazlo por nosotros, para! Karim, que te quiere mucho…
—¡Sí, sí! —dije.
—Te ha traído un estupendo
kebab
sabrosísimo.
—¿Y entonces por qué se lo está comiendo? —replicó Anwar, con toda la razón.
Entonces Jamila me arrebató el
kebab
, lo blandió con fuerza delante de su padre. En ese instante mi pobre
kebab
empezó a desintegrarse y una lluvia de carne, guindilla y cebolla salpicó toda la cama. Anwar se quedó impertérrito.
—Pero ¿qué pasa? —pregunté a Jamila.
—¡Mírale, Karim! ¡Lleva ocho días sin comer ni beber! ¡Si sigue sin comer se va a morir! ¿Verdad, Karim?
—Sí. Si no comes como todo el mundo la vas a palmar, jefe.
—Pues no pienso comer. Me moriré. Si Gandhi dejó de comer y consiguió echar a los ingleses de la India, yo también puedo conseguir que mi familia me obedezca.
—Pero ¿qué quieres que haga?
—Quiero que se case con el chico que mi hermano y yo le hemos elegido.
—Pero eso está pasado de moda, tío Anwar, estás anticuado —le expliqué—. Hoy en día, ya nadie hace esas cosas. La gente se casa con quien le da la gana… eso si se casa.
Sin embargo, mi sermón sobre la moral contemporánea no pareció convencerle precisamente.
—Esa no es nuestra costumbre, muchacho. Nuestras tradiciones son firmes. Así que hace lo que le mando o me moriré. Me habrá matado ella.
Jamila empezó a descargar puñetazos contra la cama.
—¡Qué idiotez! ¡Qué manera de desperdiciar el tiempo y la vida!
Anwar no se inmutó. Siempre me había gustado porque se lo tomaba todo con tranquilidad y no estaba permanentemente histérico como mis padres. En cambio, en aquel momento armaba un alboroto por un matrimonio que era una nadería y no alcanzaba a comprenderlo. Pero lo que sí sabía era que me entristecía ver cómo se hacía daño de aquel modo. No me cabía en la cabeza que la gente hiciera cosas así, que se amargara la vida y lo estropeara todo, como papá con Eva o Ted con sus depresiones, y en aquellos momentos tío Anwar seguía un régimen al estilo Gandhi. No me daba la impresión de que se hubieran visto abocados a aquellas chifladuras por circunstancias externas: no eran más que imaginaciones suyas.
La irracionalidad de Anwar me hacía temblar, os lo aseguro. No podía dejar de menear la cabeza al ver que se había encerrado en un lugar reducido, fuera del alcance de la razón, la persuasión y la lógica. Incluso la felicidad, ese factor a menudo fundamental en la toma de decisiones, parecía irrelevante en su caso; me refiero a la felicidad de Jamila. Al igual que Jamila, yo también deseaba expresarme físicamente de algún modo. Al fin y al cabo, era lo único que nos quedaba.
Di un puntapié al orinal de Anwar con tanta energía que una ola de orines fue a romper contra las sábanas que colgaban de la cama. Anwar no se inmutó. Jamila y yo estábamos allí de pie, a punto de marcharnos. Pero ahora obligaba a mi tío a dormir sobre sus propios meados. A lo mejor pegaba la nariz o la boca a aquel pedazo de sábana. ¿No se había portado siempre bien conmigo tío Anwar? ¿Acaso no me había aceptado tal como era sin hacerme reproches? Me fui corriendo al lavabo a buscar una toalla húmeda y froté la sábana meada hasta estar seguro de que no apestaba. Era irracional por mi parte odiar su irracionalidad hasta el punto de rociarle pis sobre la cama. Sin embargo, mientras estaba ahí frotando la sábana, caí en la cuenta de que Anwar no tenía ni la menor idea de qué estaba haciendo de rodillas junto a su cama.
Jamila salió cuando estaba quitando el candado de la bicicleta.
—¿Y qué vas a hacer, Jammie?
—No lo sé. ¿Qué me aconsejas?
—No lo sé.
—No.
—Pero pensaré en ello —le dije—. Ya se me ocurrirá algo, te lo prometo.
—Gracias.
Entonces Jamila se puso a llorar, sin cubrirse la cara ni tratar de reprimir los sollozos. Normalmente, cuando las chicas se echan a llorar me siento incómodo. Pero Jamila estaba en un verdadero lío. Por lo menos debimos de estar allí media hora, delante de los Almacenes Paraíso, abrazados y pensando en nuestros respectivos futuros.
Me encantaba el té y me encantaba montar en bicicleta. Solía ir pedaleando hasta la tienda de té de High Street para ver qué mezclas tenían. En mi habitación guardaba cajas de té a montones y siempre me alegraba tener nuevas mezclas para elaborar combinaciones insólitas en mi tetera. Se suponía que tenía que prepararme para los estúpidos exámenes de Historia, Lengua Inglesa y Política, pero yo ya sabía de antemano que los iba a suspender. Me preocupaban demasiado otras cosas. A veces tomaba anfetaminas —pastillitas azules—, para mantenerme despierto, pero me deprimían, los testículos se me encogían y me hacían sentir siempre al borde del infarto. Así que, en lugar de eso, prefería beber té aromático a pequeños sorbos y pasarme la noche entera escuchando discos. Los que más desentonaban eran mis preferidos: King Crimson, Soft Machine, Captain Beefheart, Frank Zappa y Wild Man Fisher. Era fácil conseguir la mayoría de los discos que me gustaban en las tiendas de High Street.
En esas noches, cuando todo a mi alrededor era silencio —la mayor parte del vecindario se acostaba a las diez y media— entraba en otro mundo. Leía reportajes de Norman Mailer que hablaban de un escritor y hombre de acción involucrado en situaciones peligrosas relacionadas con la resistencia y el compromiso político: historias de aventuras no de un pasado lejano, sino de una época reciente. Había comprado un televisor en blanco y negro a los de la tienda de pescado frito y patatas fritas que apestaba a grasa y a pescado tan pronto se recalentaba, pero ya muy entrada la noche podía oír hablar de cultos y de formas de vida experimental en California, de Europa, donde grupos terroristas bombardeaban objetivos capitalistas y, a todo eso, los psicólogos londinenses aconsejaban que uno viviera la vida a su manera, a pesar de la familia, si no quería volverse loco. Ya en la cama leía la revista
Rolling Stone
. A veces tenía la sensación de que en aquella habitación minúscula convergía el mundo entero. Y, cuando más embriagado y frustrado me sentía, abría la ventana del dormitorio de par en par para ver despuntar el día y mis ojos recorrían los jardines, el césped, los invernaderos, los cobertizos y las ventanas con cortinas. Hubiera querido que mi vida empezara entonces, en aquel preciso instante, cuando estaba preparado para ello; pero había llegado la hora de ir a repartir los periódicos y luego a la escuela. La escuela era otra de las cosas de las que estaba harto.
Hacía poco, un profesor me había arreado puñetazos y patadas hasta hacerme caer al suelo por haberle llamado maricón. Era el mismo profesor que me pedía que me sentara en sus rodillas y que después de hacerme preguntas del tipo: «¿Cuál es la raíz cuadrada de cinco mil seiscientos setenta y ocho y medio?», a las que no podía responder, me hacía cosquillas. De lo más educativo. Estaba harto de que cariñosamente me llamaran «Cara de Mierda» y «Cara de Curry» y de regresar a casa cubierto de escupitajos y mocos y tiza y virutas de madera. En la escuela hacíamos un montón de trabajos manuales con madera y los otros chicos se divertían de lo lindo encerrándonos, a mis compañeros y a mí, en el almacén y obligándonos a entonar a coro «Manchester United, Manchester United, somos los ultras», mientras nos amenazaban con rajarnos el cuello con formones y nos cortaban los cordones de los zapatos. En la escuela hacíamos un montón de trabajos manuales con madera porque no nos creían capaces de trabajar con libros. Un día el profesor de manualidades tuvo un ataque al corazón delante de nuestras narices cuando uno de aquellos tíos metió la polla de un chaval en una prensa de torno y empezó a darle vueltas a la manivela. A joderse, Charles Dickens, nada ha cambiado. Un chaval trató de marcarme el brazo con un pedazo de metal al rojo vivo, otro se meó en mis zapatos y lo único en que pensaba papá era que fuera médico. ¿En qué mundo vivía? Todos los días me consideraba afortunado por regresar de la escuela sin heridas de gravedad.
Así que después de pasar por todo esto pensé que lo único que me quedaba era retirarme. No había nada que me llamara especialmente la atención. Además, no tenía por qué hacer nada. Podía limitarme a dejarme arrastrar, a vagar y ver qué ocurría, lo cual, por lo demás, me iba al pelo, mucho más que convertirme en oficial de aduanas, futbolista profesional o guitarrista.
Y cruzaba el sur de Londres a toda velocidad montado en bicicleta y, a pesar de que los camiones estuvieran a punto de atropellarme varias veces, yo seguía con la cabeza gacha sobre el manillar de carreras, cambiando una y otra vez las diez marchas Campagnola, serpenteando entre el tráfico, subiéndome a veces a la acera, enfilando calles en dirección prohibida, frenando de sopetón, acelerando con el cuerpo despegado del sillín, espoleado por la velocidad y mis pensamientos.
Todo eso hormigueaba en mi cabeza. Tenía que salvar a Jamila del hombre que sentía debilidad por Arthur Conan Doyle. Quizá tendría que marcharse de casa, pero ¿adónde podía ir? La mayor parte de sus compañeros de escuela vivían con sus padres y la mayor parte de ellos eran pobres, así que no podían tener a Jamila viviendo con ellos. Con nosotros no podía quedarse, porque Anwar no volvería a mirar a papá a la cara. ¿Con quién iba yo a hablar de todo eso? La única persona que me podía ayudar, ser objetiva y estar de mi parte era Eva, pero se suponía que no tenía que gustarme, porque su amor con papá estaba a punto de mandar a mi familia a tomar por culo. Aun así, puesto que entonces tenía que tachar a Anwar y Jeeta de mi lista de personas normales, Eva era la única adulta que conocía con la cabeza sobre los hombros.
Era verdaderamente grotesco ver a tío Anwar comportarse como un musulmán. Nunca había pensado que tuviera ninguna creencia, de modo que para mí era toda una novedad ver cómo arriesgaba su vida por el sacrosanto principio de la autoridad paterna. Gracias al amor indulgente e inagotable de su madre (y también a las increíbles mentirijillas de su maravillosa imaginación) pero, sobre todo, gracias a la indiferencia de Anwar, Jamila se había salido siempre con la suya en cosas que sus compatriotas blancas no habrían podido soñar siquiera. Se había pasado años fumando, bebiendo, manteniendo relaciones sexuales y yendo a bailar aprovechando que la escalera de incendios daba a su habitación y que sus padres estaban siempre tan cansados que dormían como troncos.