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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (14 page)

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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Inmediatamente después de la picadura, el enfermo nota cómo el veneno de la abeja viaja en dirección a la zona exacta donde el organismo lo requiere.

Levanté la vista de aquellas páginas. Debí de fruncir el ceño sin darme cuenta porque el chico de la cabaña me dirigió una mirada cargada de curiosidad, como si esperara algún tipo de confesión o reflexión.

—¡Estúpidas abejitas! Dispuestas a sacrificar su vida… por nada.

Pensé en Abejita, mi madre, y me sentí muy triste.

En aquel momento fui consciente que de había estado a punto de reunirme con ella. Tal vez aquella noche mi salvador no debió desafiar a la muerte. Un ramalazo de pánico me sacudió por dentro.

El estruendo de un plato roto me trajo de vuelta a la cabaña. La versión de que hubiera resbalado sin más de sus manos me pareció extraña, dada la meticulosidad con la que le había observado fregando.

Pero mucho más extraño me pareció lo que ocurrió a continuación. El chico de la cabaña se sentó a mi lado. Sus ojos expresaban el mismo desconsuelo que los míos. Por un momento sentí todo mi temor y tristeza volcados en aquel chico, como un reflejo exacto de mis sentimientos. Bajé la cabeza conmocionada, pero él me obligó a alzar el mentón para que le mirara de nuevo.

Mi tristeza se fue disipando a medida que me fundía en la profundidad de sus ojos azules y cálidos. De repente, el mundo desapareció y me sentí desconectada de todo lo que no fuera aquel rostro, tan bello y masculino.

Cedí al deseo de enredar mi mano en su cabello y desafiar su boca acercándome peligrosamente a ella. Deseaba tanto que me besara… ¿Por qué no lo hacía?

Durante un instante eterno me perdí en su mirada.

Paralizada por la intensidad de mis emociones, no lograba reaccionar. Sentía el pulso en mis sienes animándome con su redoble a que tomara la iniciativa. Mi respiración se volvió pesada y mi corazón empezó a latir con impaciencia. Mi mano, inmóvil entre las ondas de su pelo, esperaba la orden de mi cerebro para acariciarlas y acercar su cabeza a la mía.

El chico de la cabaña se resistía a vencer el abismo de los escasos centímetros que nos separaban.

Podía sentir su aliento fresco en mi cara y el aroma dulzón que desprendía su piel. Superada por el deseo, cerré los ojos y me animé a recorrer yo misma esa distancia.

Apenas había rozado sus labios, cuando sentí sus manos sobre mis hombros.

Hubiera preferido que dos potentes alas frustraran aquel intento de beso, pero ocurrió algo mucho peor: mi ángel me empujó hacia atrás, rechazándome de forma delicada pero firme.

Me desplomé en el sofá con la cabeza dándome vueltas mientras él continuaba sentado mirándome con una expresión que no supe descifrar.

Sentí mucha vergüenza y la necesidad imperiosa de salir de aquella cabaña aunque fuera unos instantes.

La sangre bullía por mis venas quemándome por dentro. Necesitaba aire fresco. Me llamé mil veces tonta. ¿Cómo se me había ocurrido hacer algo así? La humillación de aquel rechazo amargaba y escocía. Me sentí ridícula. Lágrimas de frustración se agolparon en mis ojos, pero me resistí a dejarlas caer.

Con el orgullo maltrecho y el amor propio herido, me puse el abrigo y me dirigí a la salida cojeando…

Una bofetada de viento helado me sorprendió al abrir la puerta. Pero ni los fuertes latidos de mi corazón ni el ruido de la ventisca de nieve impidieron que escuchara con total nitidez la voz cristalina de mi ángel.

—No te vayas.

Ángeles caídos

S
u voz sedosa frenó en seco mis pasos. No podía creer que aquella frase hubiera salido de sus labios. Una mezcla de sorpresa y enfado me invadió por dentro al ver su sonrisa burlona.

—Está nevando y tienes un esguince en el tobillo. No hagas que tenga que salir de nuevo a rescatarte.

Ignoré su comentario irónico y le lancé una mirada acusadora.

—¡Puedes hablar!

—Nunca he dicho que no pudiera…

—Claro, ¡porque nunca has dicho una palabra!

Pasó por alto la hostilidad de mi respuesta y contestó con serenidad:

—No tenía nada que decir.

—¿Nada? —repetí confusa—. ¿Tienes idea de lo asustada que he estado? ¿De lo desorientada que me he sentido en esta cabaña…? ¿Del miedo que pasé en la trampa?

Tomé aire para reprimir la ira que me embargaba. Estaba tan molesta, que por un momento olvidé la frustración que me había provocado su rechazo.

—Créeme, lo sé. Hasta el último poro de mi piel lo sabe.

Sacudí la cabeza intentando aclararme. Aquella respuesta no tenía ningún sentido…

Sus ojos se clavaron en los míos antes de añadir:

—He hecho todo lo posible para que te sintieras mejor y dejaras de estar asustada.

—Pero yo necesitaba respuestas… —sollocé.

—Estabas congelada y herida. Necesitabas cuidados, no palabras.

—¿Quién eres? —Mi voz se quebró de forma ridícula.

—Me llamo Bosco.

—¿Por qué vives solo en el bosque?

—No creo que eso sea de tu incumbencia.

—Lo es cuando me espías y saqueas mi casa…

—Yo no he saqueado tu casa… Solo he ido a buscar algo de ropa para que no anduvieras desnuda.

—No me refería a esta vez. —Bajé la cabeza avergonzada.

—No ha habido otra. Cada vez que he pisado tu casa ha sido para ayudarte, no para robarte.

En aquel momento recordé cada episodio paranormal que había vivido en la Dehesa. De pronto, todo adquiría un sentido lógico que escapaba al razonamiento mágico que había ocupado mi mente las últimas semanas.

—La cesta… Fuiste tú quien me hizo señales en el bosque para mostrarme el camino, ¿verdad?

—No debiste alejarte tanto —murmuró con suficiencia.

—Y la flor… Tú… tú me abriste la puerta cuando me quedé encerrada en el desván…

—Sí, de nuevo no fuiste muy hábil —rió entre dientes.

—Ya, pero, hay algo que no entiendo… Si no me espiabas, ¿cómo supiste que estaba en apuros? ¿Y por qué te escondías?

Su sonrisa se desvaneció y el tono de su voz se endureció.

—Es difícil de explicar.

—Inténtalo —le reté.

Alcé la vista hasta encontrarme con esos profundos ojos azules que me turbaban de un modo que no estaba dispuesta a reconocer desviando la mirada.

—Ha dejado de nevar —dijo finalmente mirando hacia la ventana—. ¿Por qué no te pones el abrigo? Creo que nos vendrá bien un poco de aire fresco.

Bosco no esperó una respuesta. Me levantó en brazos sin esfuerzo, cruzó la puerta y dirigió sus pasos hacia el lado este del monte. Pasé un brazo por su hombro a regañadientes mientras intentaba superar mi enfado. Me obligué a recordar que aquel chico me había salvado la vida. No parecía razonable enojarse solo porque lo hubiera hecho en silencio.

A pesar de que un palmo de nieve cubría el suelo, no sentí frío. De no ser por la tensión que me producía estar en sus brazos, me hubiera dejado seducir por la serena belleza del paisaje nevado.

Las ramas de los pinos empezaron a sacudirse la nieve a nuestro paso. Bosco esquivó con gracia el pequeño alud que provocó uno de ellos.

Apenas habíamos caminado unos cuantos pasos por el bosque cuando se detuvo junto a unas ruinas. A pesar de la proximidad de aquel lugar, resultaba imposible acceder a él sin conocer el camino. En aquel claro, oculto tras un frondoso pinar, yacían los restos de lo que debió de ser una hacienda en un pasado lejano.

Un pequeño cenador de piedra seguía intacto junto a las ruinas. Bosco me dejó junto a los escalones. Después se recostó en una de las columnas y me miró con expresión impasible.

—Siento que mi silencio te haya molestado —se disculpó—. Cuando vives aislado en el bosque, las palabras pierden todo su sentido. No estoy acostumbrado a tener invitados.

Sus labios se torcieron en una sonrisa fugaz.

—¿Qué edad tienes? —pregunté con curiosidad.

—¿Qué importancia tiene?

—Supongo que ninguna. —Me encogí de hombros.

La mirada de Bosco se perdió un instante entre las ruinas que nos rodeaban. Después de unos segundos de silencio, buscó mi mirada. Me gustó el tono de diversión que adquirió de repente.

—Quinientos diecinueve —dijo sin dejar de sonreír—. Son los años que el joven Rodrigoalbar vaga por estas tierras. —Y acompañó sus palabras con una graciosa reverencia—. Sed bienvenida a mi hacienda.

—¿Estas ruinas? —pregunté divertida—. Pensé que la cabaña del diablo…

—Esa cabaña no fue más que la casa del jardinero —sonrió ante la estupidez de mi suposición—. Es un milagro que aún siga en pie. Cuando los colmenareños quemaron a mi esposa por brujería y derribaron mis propiedades, se olvidaron de ese insignificante cobertizo, que hoy me sirve de hogar.

—En Colmenar se dice que tu espíritu habita en ella… pero creo que esa gente anda mal de la vista. Te describen como un viejo de barbas blancas que no duda en sacar su escopeta a cualquier curioso.

Bosco dejó escapar una sonora aunque breve carcajada.

—Mi abuelo no se andaba con remilgos.

—¿Tu abuelo?

—Es otra larga historia. —Sonrió.

—Pues ya me debes dos.

—Te he salvado la vida. No soy yo quien está en deuda.

—Eres el propietario de una rica y próspera hacienda —dije con tono teatral señalando aquellas ruinas—. ¿Qué podría ofrecerte yo?

Enarcó una ceja antes de responder.

—Tu alma.

Aunque sabía que bromeaba y que aquello no era más que un juego, esas dos palabras consiguieron que mi piel se erizara y que un escalofrío me recorriera por dentro.

Al momento, la sonrisa desapareció de su rostro y se puso serio.

—No te asustes. Solo bromeaba…

Me sorprendió su facilidad para saber cómo me sentía. Sonreí tratando de alejar mis miedos.

—No estoy asustada, más bien decepcionada —dije dispuesta a seguirle el juego.

—¿Decepcionada?

—Creí que eras un ángel, no un espíritu errante —confesé entre divertida y avergonzada—. Ya sabes, con alas y todo eso.

—Lo fui en un tiempo lejano… —dijo con total naturalidad—. Usaba las alas para seguir a los dioses y admirar junto a ellos la belleza absoluta… Pero se rompieron cuando caí en este bosque.

Su sonrisa reapareció iluminando su cara. Parecía disfrutar con aquella fantasiosa conversación.

—¿Qué es la belleza absoluta? —pregunté intrigada.

—No estoy seguro. El alma olvida aquello que vio más allá del cielo siendo un ángel.

Aquel discurso me sonaba familiar, pero no lograba entender adónde quería llegar.

—Un mundo más allá del cielo —repetí.

—Sí, tuve ocasión de verlo cuando era un ángel.

—¿Y cómo es ese mundo?

—Imagina un gran agujero sobre nuestras cabezas, justo donde termina el cielo, a través del cual pudieras contemplar la belleza en sí.

Alcé la cabeza instintivamente. Unas nubes oscuras se movían de forma lenta pero implacable, cubriendo el cielo de un intenso tono morado. Dos tímidos copos aterrizaron en mi cabeza.

—Solía pasear con mi carro por los confines del firmamento, deseando que los dioses me abrieran las puertas de su idílico mundo.

—¿Tenían el aforo limitado los dioses o se reservaban el derecho de admisión? —bromeé.

—En realidad, dependía de mi destreza para manejar a los dos caballos que tiraban de mi carro.

Al mencionar aquello, me di cuenta de que Bosco estaba hablando de Platón y del mito del carro alado que se explica en Fedro. Lo había estudiado no hacía mucho en clase de filosofía.

—Uno era noble y dócil. El otro, rebelde y mezquino —continuó—. El primero trataba de elevarme hacia los dioses, mientras que el segundo me desequilibraba hacia la tierra.

—Supongo que ganó el caballo malo…

—Y me precipité contra el suelo, partiéndome las alas. —Una teatral reverencia acompañó su última frase mostrando así el final de su actuación.

—Así que eres un ángel caído —reflexioné en voz alta con tono burlón.

—En realidad, todos lo somos. Incluso tú.

—Sí, eso dice Platón.

Bosco sonrió al constatar que había reconocido su discurso y me guiñó un ojo.

—¿Lo echas de menos? —pregunté divertida—. Ya sabes: codearte con los dioses, el mundo celestial, la belleza absoluta…

—No creas. Estaba un poco harto de mi existencia eterna. En el fondo quería dejar de flotar por las alturas y sentir el peso de mis huesos. Además, a veces mi alma descubre algo realmente hermoso en la tierra. —Su voz se volvió de pronto profunda y grave, y su mirada azul se perdió en la mía—. Algo que le recuerda esa belleza absoluta que vio siendo ángel. Cuando eso ocurre, un intenso cosquilleo sacude todo mi ser.

Nos miramos el uno al otro durante un rato mientras la nieve silenciosa aumentaba su cadencia. Mi salvador no era un ángel con alas como yo había fantaseado, pero sí un chico de belleza sobrenatural, capaz de parafrasear a Platón y bromear sobre ello con una gracia y una inteligencia deslumbrantes.

Impresionada, me pregunté si aquel rostro tan hermoso era un recuerdo para mi alma y si el cosquilleo que sentía tenía algo que ver con la belleza absoluta.

Luego, sin que ninguno de los dos desviara la mirada, alzó una mano para acariciarme la mejilla con las yemas de los dedos y fue descendiendo hasta rozarme los labios. Noté el temblor de sus dedos.

—Hay algo que todavía no me has explicado —dije casi en un susurro—. ¿Cómo me encontraste en la trampa? ¿Cómo supiste que estaba en peligro?

—Tengo un don.

Su boca dibujó una sonrisa, tan misteriosa como su propia respuesta. Y por primera vez desde que había roto su silencio, tuve la absoluta certeza de que mi ángel no bromeaba.

Pero antes de que pudiera preguntarle cuál era ese don, tres disparos tronaron desde diferentes partes del bosque.

La huida

—E
stán cerca.

El rostro de Bosco se contrajo en una mueca de preocupación.

Otro disparo, acompañado de ladridos, sonó próximo, confirmando sus sospechas.

Una sensación de angustia creció en mi pecho al deducir que me estaban buscando. Intuí que mi tío estaba detrás de aquello. Al no hallarme en la Dehesa tras salir del hospital, tal vez había organizado una batida por el bosque para dar con mis huesos. Me estremecí al pensar que, de no ser por Bosco, eso hubiera sido precisamente lo que habrían encontrado de mí en la trampa: los restos de un almuerzo frugal para los lobos.

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