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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2 (32 page)

«—¿P
or fin has venido a jugar? —Una sonrisa manchada de rojo—. Llegas tarde.

—Corre. —Una palabra rota—. Huye, Ellie.

El monstruo se echó a reír.

—No huirá. —Una sonrisa satisfecha mientras acercaba la boca al cuello de Ari—. Le gusta, ¿lo ves?

Algo enredado en su cuerpo, una mano invisible que la tocaba en los lugares más íntimos. Quiso gritar. Pero su boca no se abría, sus cuerdas vocales no vibraban... porque a su cuerpo le gustaba. Horrorizada, empezó a arañarse la piel en un vano intento por detener ese insidioso y aterrador placer. Algo cálido floreció entre sus piernas, y su mente joven no pudo soportarlo. Entre gimoteos, se arañó con más fuerza. Bajo sus uñas empezaron a aparecer rastros de sangre, líneas hinchadas que recorrían sus brazos.

Las caricias, la esencia, desaparecieron.

—Lástima que seas demasiado joven. Lo habríamos pasado en grande. —Se limpió una gota de sangre de los labios y la recogió con el dedo—. Pruébala. Te gustará. Te gustará todo.»

Rafael llegó a casa cuando caía la noche, y vio a Elena sobre el saliente del precipicio que había bajo su fortaleza. Tenía la mirada clavada en las luces diminutas que salpicaban las cuevas alineadas en el cañón. El viento sacudía su cabello suelto, plata dorada bajo la luz de la luna, y una ráfaga lo apartó de su cara cuando le dio la espalda al paisaje para verlo aterrizar junto a ella.

—¿Te ha contado Galen lo que me ha enviado Lijuan? —preguntó cuando se situó a su lado.

—Por supuesto. —Había escuchado el informe de Galen sobre la reacción de Elena, pero en esos momentos pudo verla pintada en su cara. La línea de su perfil era limpia; y sus labios, la única señal de suavidad. Era una guerrera, su guerrera, pensó Rafael mientras alzaba una mano para apartar un mechón que le rozaba la mejilla.

Elena dio un suspiro y cerró los ojos por un instante.

—Comprendo lo que está en juego. Una parte de mí se alegró muchísimo de que hubieras hecho lo que hiciste.

—¿Pero?

—Pero otra parte de mí desearía no haber conocido nunca este mundo.

El arcángel extendió las alas para protegerla del viento que había cambiado de dirección, y guardó silencio mientras ella contemplaba el río que corría mucho más abajo.

—Era inevitable, ¿verdad? —dijo ella al final—. Puesto que nací cazadora, era inevitable que mi vida estuviera llena de sangre y muertes.

—Hay algunos que logran evitarlo. —Le rozó el ala con la suya—. Pero para ti, sí, lo era.

La luz de la luna captó el brillo de su mejilla, y Rafael se dio cuenta de que su cazadora estaba llorando.

—Elena... —Tras acurrucaría entre sus alas, la abrazó y le acarició el pelo. ¿Qué la habría hecho llorar?—. ¿Hizo tu padre algo para herirte? —Si pudiera haber matado a ese hombre sin destruir a Elena, lo habría hecho mucho tiempo atrás.

Ella negó con la cabeza.

—Vino a por mí. —Fue un susurro desgarrado—. Slater Patalis atacó a mi familia por mi culpa.

—Eso no puedes saberlo.

—Pues lo sé. Lo he recordado. —Sus ojos eran diamantes cubiertos de lluvia cuando alzó la vista—. «Mi dulce cazadora» —repitió con un escalofriante canturreo—. «Mi dulce y preciosa cazadora. He venido a jugar contigo». —Soltó un pequeño grito y se dejó caer de rodillas.

Rafael se agachó con ella y la rodeó con las alas mientras estrechaba su cuerpo rígido.

—¿También te asaltan los recuerdos cuando no estás dormida?

—Estaba leyendo uno de los libros de Jessamy, esperando a que llegaras a casa. Mis ojos se cerraron un instante. Es como si los recuerdos estuviesen aguardando la más mínima oportunidad para aflorar. —Su cuerpo se sacudió con los sollozos—. Durante todo este tiempo he odiado a mi padre porque le advertí que el monstruo se acercaba, y él no me hizo caso, pero lo cierto es que Slater vino a por mí. ¡A por mí! ¡Fui yo quien lo atrajo hasta mi familia!

—No se puede culpar a un niño por esos actos de maldad. —Rafael no estaba acostumbrado a sentirse impotente, pero no podía hacer nada mientras el corazón de Elena se rompía en mil pedazos delante de sus narices. La estrechó con más fuerza aún y le murmuró palabras de consuelo al oído. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas contra el impulso de borrar sus recuerdos, de darle la paz que necesitaba con tanta desesperación.

Fue una de las batallas más duras que había librado jamás.

—Tú no tienes la culpa —repitió, y su cuerpo empezó a resplandecer a causa de una furia implacable.

Elena no dijo nada, se limitó a llorar con tantas ganas que todo su cuerpo se sacudía. Rafael apretó los labios contra su sien y la meció mientras las estrellas brillaban, mientras las luces desaparecían en los salientes del cañón, mientras el viento se volvía gélido y salpicado de nieve. La abrazó hasta que las lágrimas desaparecieron y la luna besó sus alas como una amante rechazada. Luego se alzó con ella hasta los cielos.

Vuela conmigo, Elena
.

La cazadora desplegó las alas, pero siguió callada.

Sin dejar de vigilarla, Rafael le dio un paseo salvaje a través de riscos y grietas en los que el viento les azotaba las mejillas. Ella lo siguió con expresión seria, encontrando su camino para rodear los obstáculos cuando no podía moverse lo bastante rápido para atravesar los pequeños huecos que él utilizaba. Requería concentración, y eso era exactamente lo que Rafael deseaba.

Cuando aterrizaron, Elena se tambaleaba de agotamiento. Rafael tuvo que llevarla dentro y meterla en la cama, sumirla en un sueño sin pesadillas con un pequeño empujoncillo mental. Ella se enfadaría por eso, pero necesitaba descansar. Porque el momento se acercaba.

El baile de Lijuan se celebraría en una semana.

29

L
a mañana siguiente, Elena se quedó tumbada en la cama mientras Rafael se vestía, observando cómo se ponía una de esas camisas de diseño especial para las alas. Se sentía magullada, dolorida. Él la había abrazado durante toda la noche, pensó. Había mantenido a raya las pesadillas. Por él encontraría la fuerza necesaria para luchar contra una culpa que amenazaba con ahogarla.

Se sentó y tomó un sorbo del café que había junto a la Rosa del Destino.

—¿Cómo se cierra el bajo de tus camisas? —Nunca había visto botones bajo las ranuras de las alas. Al parecer, los ángeles más poderosos preferían esas camisas, con cierres diminutos y discretos, casi invisibles. Los ángeles más jóvenes, en cambio, parecían más inclinados por los diseños complicados, cada uno tan único como la persona que lo llevaba.

Rafael enarcó una ceja.

—¿Soy un arcángel y tú me preguntas cómo mantengo las camisas cerradas?

—Siento curiosidad. —Se concentró en esa distracción para mantener su mente alejada del pasado. Dejó el café en la mesilla y realizó un gesto con el dedo índice para pedirle que se aproximara.

Según parecía, el arcángel estaba de buen humor, porque la obedeció: dejó la camisa sin abotonar y se acercó a ella.

Rafael apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo y agachó la cabeza para besarla. El beso fue una reclamación absoluta. Largo, intenso y lento, un beso que le hizo doblar los dedos de los pies, que despertó sus terminaciones nerviosas y que le arrancó un gemido gutural.

—Provocador... —lo acusó en un susurro cuando él apartó la cabeza.

—Debo asegurarme de que nunca pierdas el interés.

—Ni aunque viviera un millón de años —replicó ella, atrapada por el azul eterno de sus ojos—. Creo que jamás encontraré a un ser tan fascinante como tú. —Una acuciante vulnerabilidad la abrumó un instante después, así que se apretó contra el calor de su pecho—. Enséñame la camisa.

Rafael le alzó la barbilla y le dio un beso que mostraba que esa mañana se sentía tierno.

—Lo que mi dama desee. —Se volvió para darle la espalda.

Tras apartar las sábanas, Elena se puso de rodillas.

—No hay costura —murmuró mientras examinaba la parte inferior de las aberturas—. Ni botones, ni cremallera. Casi esperaba ver una especie de velcro.

Rafael empezó a toser.

—Si no fueras mía, cazadora, tendría que castigarte por ese insulto.

Su arcángel estaba bromeando con ella. Era extraño, y eso hizo que el peso que sentía en su corazón se aliviara un poco.

—Vale, me rindo. ¿Cómo cierras las aberturas?

Le costó un verdadero esfuerzo apartar la vista de los maravillosos músculos de su pecho. Si no tenía cuidado, se dijo, ese arcángel la convertiría en su esclava. Abrió los ojos como platos en el instante en que se fijó en su mano.

—¿Es eso lo que creo que es? —Su mano desprendía un fuego azul, y eso le provocó un vuelco en el corazón.

—No es fuego de ángel. —Rafael cerró la mano y acabó con el juego de luces—. Es solo una manifestación física de mi poder.

Elena dejó escapar un suspiro.

—¿Utilizas eso para sellar los bordes?

—En realidad, los bordes no están sellados. Fíjate bien.

Elena los examinó con detenimiento, y esa vez alzó el bajo de la camisa casi hasta sus ojos. Fue entonces cuando los vio. Unos hilos del azul más claro, tan delgados que resultaban casi invisibles, se entrelazaban con el lino blanco de la camisa. Maravillada, se preguntó cuánto poder era necesario para crear algo así sin pensarlo. Él jamás le diría que ella era demasiado fuerte, demasiado rápida, demasiado dura.

—Supongo que nosotros, los simples peones, no podemos hacer algo así, ¿verdad?

—Requiere la habilidad de controlar el poder fuera del cuerpo. —Se dio la vuelta para acariciarle el labio inferior con el pulgar—. Por el momento, tienes muy poco poder, así que no puedes hacerlo.

Elena sujetó su muñeca y alzó la vista.

—Rafael, ¿algún día tendré que Convertir a la gente en vampiro?

—Eres un ángel creado, no de nacimiento. —La acarició con el pulgar una vez más—. Ni siquiera Keir conoce la respuesta a esa pregunta.

Y Keir, supo Elena sin necesidad de preguntarlo, era uno de los antiguos.

—Pero ¿y si...?

—En cualquier caso, no será pronto. —Una respuesta sólida como una roca—. Tu sangre estaba libre de toxinas cuando despertaste del coma. Se te harán pruebas periódicas varias veces al año, ahora que ya te has recuperado.

—¿Es duro? ¿Es difícil Convertir a alguien?

Rafael hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—La elección es difícil. La Cátedra tiene el deber de elegir a aquellos que no son débiles, que no quedarán destrozados, pero a veces comete errores.

Elena le dio un beso en la palma al oír algo que él jamás le había contado.

—No obstante, el acto en sí —dijo con un tono de voz algo más grave—, es tan íntimo como tú quieras que seas. Para algunos no es más que un proceso clínico similar al de donar sangre. Al humano se le induce un sueño farmacológico durante la transferencia.

Elena se estremeció de alivio.

—Creí que sería como cuando me besaste. —La intimidad de ese beso le había llegado al alma.

Fuego cobalto.

—Nada será nunca como ese beso.

Con el corazón desbocado, Elena se puso de pie en la cama y apoyó las manos en sus hombros. Rafael echó un vistazo a su cuerpo desnudo.

—Elena...

Ella lo besó. La reacción masculina fue incendiaria, pero la cazadora notó la tensión que yacía bajo la superficie.

—Tendremos que partir pronto, ¿no es así?

—Sí. —Le acarició el trasero con las manos, muy despacio—. Viajaremos hasta Pekín utilizando medios de transporte humanos.

—¿No causaría más impresión que llegáramos volando?

—Los vuelos largos requieren una fuerza muscular que tú no posees todavía. —Una respuesta práctica, pero sus manos descendieron más... y más—. Nos viene bien que ella nos considere débiles. Eso la volverá descuidada. Necesitaremos cualquier posible ventaja si es cierto que ha atravesado la frontera hacia la locura irreversible.

—Rafael... —Elena se estremeció y enterró las manos en su cabello—. Galen tiene razón. Yo te vuelvo vulnerable. Y ella conoce mi debilidad.

Yo también, Elena. Y aun así eres la dueña de mi corazón
.

Dos horas más tarde, Elena se encontraba de nuevo en la pista de tierra batida que se había vuelto tan familiar para ella como su propio rostro. Probablemente porque la había visto muy de cerca más de una vez.

—Vaya... —dijo mientras contemplaba los ojos de pupilas verticales de su compañero de lucha—, así que de vez en cuando te quitas el traje...

Veneno sonrió para mostrar los colmillos que segregaban las toxinas, y su rostro resultó a un tiempo hermoso y extraño. No solo se había quitado el traje: lo único que llevaba puesto eran unos pantalones negros holgados que se movían con cada uno de sus movimientos como si fueran líquidos. El cuerpo del vampiro era tan sinuoso como la serpiente que la observaba desde sus ojos.

Y ese cuerpo... Sí, estaba claro que merecía la pena mirarlo bien. Sin embargo, estaba más preocupada por la facilidad con la que manejaba esos cuchillos curvos de treinta centímetros que tenía en las manos. Le recordaban a ciertos sables cortos que había visto una vez, aunque eran algo más cortos, algo más curvos. No curvos como una hoz, sino con un arco más suave, más elegante. Unas hojas exquisitas y letales.

Por supuesto, identificar esos cuchillos no era lo importante. Lo que importaba era lo que Veneno podía hacer con ellos.

Elena enfrentó su sonrisa de desdén con una de cosecha propia.

—No pudiste atrapar la daga que te arrojé en Nueva York.

El vampiro se encogió de hombros, haciendo que su piel de color dorado oscuro se tensara sobre esos músculos grandes y esbeltos.

—Lo atrapé.

—Por la hoja. —Elena probó las hojas largas y delgadas que Galen le había dado. Eran más cortas que el estoque con el que había empezado, y estaban equilibradas para que también pudiera lanzarlas. Si las espadas de Veneno habían sido creadas para la elegancia, las suyas habían sido fabricadas para la fuerza y el mayor daño posible. Ambas tenían doble filo, así que podría destripar a cualquiera con una precisión quirúrgica si fuera necesario—. Una negligencia por tu parte.

—Supongo que hoy tendré que enmendar ese error. —Se inclinó un poco y empezó a rodearla en círculos con movimientos muy, muy lentos.

Elena se movió en el sentido opuesto, ya que quería observar su estilo. La mayor parte de la gente telegrafiaba su siguiente movimiento con algún tipo de señal. Ella conocía muy bien su propia señal: sus pies. Le había llevado años de entrenamiento asegurarse de que nunca apuntaran en la dirección en la que pretendía moverse. Veneno no telegrafiaba nada con sus pies.

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