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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (5 page)

Sintió una punzada de culpabilidad al darse cuenta de que su primera preocupación no había sido la seguridad de Brutus. Como soldado profesional, y sumamente valeroso, quizá resultara herido o incluso asesinado en las próximas luchas. Eso sería duro de sobrellevar, pensó, y ofreció otra plegaria. Aunque nunca se había permitido amar a nadie, Fabiola apreciaba a Brutus de todo corazón. Siempre se había mostrado cariñoso y amable con ella, incluso cuando la desvirgó. Sonrió. No se había equivocado cuando decidió desplegar todos sus encantos para seducirlo.

Anteriormente había tenido muchos clientes parecidos, todos ellos nobles poderosos cuyo mecenazgo podría haberle garantizado el ascenso en el escalafón social de Roma. Sin perder de vista ese objetivo, Fabiola se las había ingeniado para desmarcarse de lo degradante que era su trabajo. Igual que ellos se servían del cuerpo de Fabiola, ella los aceptaba por lo que pudieran darle: oro, información o, lo mejor de todo, influencia. Brutus se había diferenciado del resto de los clientes desde el principio, lo cual hacía que el sexo con él fuera más fácil. Lo que acabó inclinando la balanza a su favor fue el estrecho vínculo con César, un político que había suscitado el interés de Fabiola cuando escuchaba a hurtadillas las conversaciones que mantenían los nobles mientras se relajaban en las termas del burdel. Los secretos de alcoba que sonsacaba a sus clientes satisfechos también habían apuntado hacia la idoneidad de César. Quizás había sido Júpiter quien la había llevado a convertirse en amante de Brutus, pensó Fabiola. Durante un banquete al que asistió con él, vio una estatua del César que le recordó muchísimo a Romulus. Desde aquel momento, la sospecha la corroía.

Las palabras de Docilosa la devolvieron a la realidad:

Los optimates celebraron un banquete cuando la noticia de la rebelión de Vercingétorix llegó a Roma. Pompeyo Magno fue el invitado de honor.

—Por todos los dioses —masculló Fabiola—. ¿Algo más?

César tenía enemigos en todas partes y, sobre todo, en la capital. El triunvirato que gobernaba la República había quedado reducido a una sola persona tras la muerte de Craso y, desde entonces, daba la impresión de que Pompeyo no sabía cómo actuar ante los imparables éxitos militares de César, el gran beneficiado con esta situación. Pero ahora los optimates, el grupo de políticos que se oponía a él, cortejaban abiertamente a Pompeyo, su único rival. César seguía teniendo posibilidades de ser el próximo gobernante de Roma, siempre y cuando la revuelta de Vercingétorix fracasara y él mantuviera suficientes apoyos en el Senado. De repente, Fabiola se sintió muy vulnerable. En el Lupanar había sido un pez gordo en un estanque pequeño. Fuera, en el mundo real, no era nadie. Si César fracasaba, Brutus también. Y, sin su apoyo, ¿qué posibilidades tenía ella de triunfar en la vida? A no ser, claro está, que se prostituyera con algún otro hombre. A Fabiola se le revolvió el estómago sólo de pensarlo. Los años pasados en el Lupanar le bastaban para toda una vida.

Aquella situación exigía medidas drásticas.

—Tengo que ir al templo del Capitolio —declaró Fabiola—. A realizar una ofrenda y rezar para que César aplaste pronto la rebelión.

Docilosa disimuló su sorpresa:

—El viaje hasta Roma durará por lo menos una semana. O más, si hay mala mar.

Fabiola tenía una expresión serena.

—En ese caso, viajaremos por tierra —resolvió.

Entonces la mujer mayor sí que mostró su asombro:

—¡Acabaremos siendo violadas y asesinadas! ¡El campo está lleno de bandidos!

—No más que las calles de Roma —repuso Fabiola ásperamente—. Además, podemos llevarnos a los tres guardaespaldas que Brutus dejó aquí. Serán suficiente protección.

No tan buena como Benignus o Vettius, pensó al recordar con cariño a los imponentes porteros del Lupanar. Pese a la devoción que éstos sentían por Fabiola, Jovina los consideraba demasiado valiosos para venderlos también a ellos. Cuando regresara a la capital, volvería a plantearse esa posibilidad. Aquel par de hombres duros le resultarían muy útiles.

—¿Qué dirá Brutus cuando se entere?

—Lo comprenderá —respondió Fabiola con alegría—. Lo hago por él.

Docilosa suspiró. No iba a ganar aquella discusión. Y, dadas las escasas diversiones de Pompeya, aparte de las termas o el mercado cubierto, la vida se había vuelto muy prosaica en la villa, que estaba prácticamente vacía. Como siempre, Roma ofrecería un poco de diversión.

—¿Cuándo nos marchamos?

—Mañana. Informa al puerto para que el capitán prepare el
Ajax
. Por la mañana sabrá si el tiempo es lo bastante propicio para navegar.

Al llegar al norte, Brutus había devuelto inmediatamente su preciada galera liburnia para que estuviera a disposición de su amada. Propulsada por cien esclavos que trabajaban en una única fila de remos, la galera corta y de armazón bajo era el tipo de navío más rápido que construían los romanos. El
Ajax
había estado anclado en el muelle de Pompeya y Fabiola no había previsto necesitar de sus servicios hasta la primavera siguiente. Ahora la situación había cambiado.

Docilosa hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Dejó a su señora cavilando.

La visita al templo también brindaría otra oportunidad a Fabiola de preguntar a Júpiter quién había violado a su madre. Velvinna sólo lo había mencionado de pasada; pero, por motivos obvios, no lo había olvidado. Descubrir la identidad de su padre era la fuerza motriz de su vida. Y en cuanto la descubriera, no dudaría en vengarse.

A toda costa.

El hecho de tener que ocuparse del degradado latifundio tras la marcha de Brutus había intimidado profundamente a Fabiola. Pero aquello también le proporcionaba cierta satisfacción. Ser la señora de la enorme finca que rodeaba a la villa era una prueba tangible de su venganza sobre Gemellus, su primer amo. Por tanto, se había entregado en cuerpo y alma a la labor desde un buen principio. La primera vez que visitó la casa le quedó claro que, al igual que en su residencia de Roma, Gemellus tenía un gusto ordinario y chillón. Le había producido un inmenso placer hacer redecorar todos y cada uno de los dormitorios, salones y despachos opulentos. Las numerosas estatuas de Príapo que tenía el comerciante habían quedado reducidas a pedazos; sus enormes miembros erectos eran un recordatorio demasiado poderoso del sufrimiento que Fabiola había visto a Gemellus infligir a su madre. La gruesa capa de polvo que cubría los mosaicos del suelo fue retirada; las fuentes se desatascaron y se eliminaron las hojas secas. Incluso había cambiado las plantas descuidadas de los patios. Lo mejor de todo era que las paredes de la zona de baños climatizada se habían vuelto a pintar con imágenes brillantes de dioses, criaturas marinas mitológicas y peces. Uno de los recuerdos más impactantes de su primer día en el Lupanar era el del momento en que vio aquellas imágenes en las termas. Había decidido que algún día ella disfrutaría del mismo entorno exuberante. Ahora, su deseo se hacía realidad.

De todos modos, le costaba no sentirse culpable, pensó más tarde ese mismo día. Mientras que a ella no le faltaba de nada, cabía la posibilidad de que Romulus estuviera muerto. Las lágrimas se le agolpaban en el rabillo del ojo. En el prostíbulo, no había dejado piedra sin mover para encontrarlo; por increíble que parezca, después de más de un año, había averiguado que su hermano mellizo seguía vivo. En la brutalidad de la arena donde luchaban los gladiadores, Júpiter lo había protegido. La otra revelación de que Romulus se había alistado en las legiones de Craso no desanimaba a Fabiola, pero entonces ocurrió una catástrofe. Hacía unos meses que la terrible noticia de Carrhae había llegado a Roma. Fabiola había perdido toda esperanza de un plumazo: sobrevivir a un horror para acabar en un ejército condenado al fracaso le parecía una crueldad sin parangón. Ansioso por ayudar, Brutus había hecho todo lo posible por averiguar más, pero todas las noticias eran malas. La derrota era una de las peores que había sufrido la República, con gran cantidad de bajas. Seguramente Romulus no se contaba entre los hombres de la legión que habían sobrevivido y huido con el legado Casio Longino. Habían repartido en vano mucho dinero entre los veteranos de la Octava. Fabiola suspiró. Probablemente los huesos de su hermano mellizo, descoloridos por el sol, siguieran desperdigados en la arena donde éste había caído. O eso o había logrado huir hasta los confines de la tierra, a un lugar llamado Margiana dejado de la mano de los dioses, el lugar adónde los partos habían enviado a sus diez mil prisioneros.

Y nunca nadie había regresado de allí.

Las lágrimas surcaron las mejillas de Fabiola, que raras veces lloraba. Mientras existiera la posibilidad, por ínfima que fuera, de volver a ver a Romulus, no se desesperaría por completo; sin embargo, ahora la tozudez empezaba a ganar terreno a la esperanza. «Júpiter
Optimus Maximus
, escúchame —pensó entristecida—. Haz que mi hermano siga con vida, como sea.» Decidida a no perder el control de sus emociones, Fabiola se secó los ojos y fue a buscar a Corbulo, el anciano vílico, o capataz, del latifundio. Como de costumbre, se lo encontró muy ajetreado supervisando a los trabajadores. Fabiola, que nunca había vivido en el campo, sabía muy poco de aquello y de la agricultura, por lo que pasaba la mayoría de los días en compañía de Corbulo. Las noticias procedentes de la Galia no iban a hacerle cambiar de costumbre. Ahora ella era la responsable del latifundio.

Gracias a Corbulo, Fabiola se había enterado de que los días en que los agricultores trabajaban sus propios campos estaban llegando rápidamente a su fin, ya que el grano barato procedente de Sicilia y Egipto los dejaba sin negocio. Durante más de una generación, la agricultura había estado reservada a quienes eran lo bastante ricos para comprar tierras y trabajarlas con esclavos. Por suerte para esa gente, las inclinaciones belicistas de la República habían suministrado un flujo interminable de almas desventuradas procedentes de todos los rincones del mundo que les generaban riqueza. La finca de Fabiola, antes propiedad de Gemellus, no era diferente del resto.

Fabiola, que recientemente había sido manumitida, odiaba la esclavitud. Al principio, ser la señora de varios cientos de personas —hombres, mujeres y niños— la angustiaba. Sin embargo, en la práctica poco podía hacer. Liberar a griegos, libios, galos y númidas supondría la ruina para su nueva propiedad. Así pues, decidió consolidar su posición como amante de Brutus, cultivar la amistad de los nobles en la medida de lo posible e intentar descubrir la identidad de su padre. Quizás en el futuro, con la ayuda de Romulus, pudiera hacer algo más. Fabiola recordaba que su hermano idolatraba a Espartaco, el gladiador tracio cuya rebelión de esclavos había hecho temblar los cimientos de Roma hacía tan sólo una generación.

Esa idea hizo sonreír a Fabiola cuando llegó al gran patio situado detrás de la villa. Allí, las barracas húmedas y deprimentes de los esclavos destacaban en marcado contraste con las sólidas construcciones de las zonas de almacenamiento. Y decidió que algo habría que hacer para remediar la situación en la que aquella gente se encontraba. También había cuadras, un molino de dos plantas y numerosos cobertizos de piedra, construidos sobre pilotes de ladrillo para permitir la circulación constante de aire por debajo e impedir el acceso a los roedores. Unos estaban llenos hasta el techo de grano y avena, mientras que otros eran el vivo ejemplo de la rica variedad de productos de la finca. Los tarros de aceite de oliva sellados con resina estaban apilados de manera ordenada. Había tarrinas de
garum
, una pasta de pescado muy solicitada que gozaba de gran aceptación, junto a toneles de mújol en salazón y recipientes de barro llenos de aceitunas. Manzanas, membrillos y peras preparados para ser consumidos durante el invierno se almacenaban en hileras sobre lechos de paja. Las terrosas cabezas de ajo estaban dispuestas en pequeñas pirámides. Los jamones curados colgaban de las vigas al lado de manojos de zanahorias, achicoria y hierbas aromáticas: salvia, hinojo, menta y tomillo.

El vino, uno de los mejores productos, se preparaba y almacenaba en la bodega de otro edificio. Primero fermentaba en las
dolia
, unas jarras enormes recubiertas de brea que se enterraban parcialmente en el suelo, el jugo de las uvas aplastadas se conservaba allí sellado y luego se dejaba envejecer. Sólo las mejores cosechas se decantaban en ánforas y se trasladaban al edificio principal, donde se colocaban en un depósito especial en el trozo de tejado que quedaba libre por encima de una de las chimeneas.

A Fabiola le encantaba visitar cada uno de los almacenes, porque todavía le asombraba que toda aquella comida le perteneciera. De niña, el hambre había gobernado su día a día. Y ahora tenía alimento suficiente para toda una vida. Era consciente de lo irónico de la situación, por eso se aseguraba de que la dieta de los esclavos fuera adecuada. La mayoría de los terratenientes apenas daban a los esclavos comida para subsistir, y mucho menos para sobrevivir más allá de la mediana edad. Si bien es cierto que Fabiola no pensaba liberarlos, estaba decidida a ser una señora humana. El empleo de la fuerza quizá fuera necesario en alguna ocasión para garantizar la obediencia, pero no a menudo.

Ya casi habían terminado las labores más importantes del año: sembrar, ocuparse de las tierras y cosechar. Aquel día, sin embargo, el patio era un enjambre de actividad. Corbulo iba de un lado a otro con paso resuelto dando órdenes a gritos. Fabiola vio a hombres que reforjaban arados rotos y arreglaban arreos de cuero gastados para los bueyes. A su lado, mujeres y niños vaciaban carretas de hortalizas que maduraban más tarde: cebollas, remolachas y la famosa col de Pompeya. Otros trabajaban en grupo la lana de las ovejas esquiladas durante el verano; ahora la cardaban y lavaban, para después hilarla.

Corbulo hizo una reverencia al verla:

—Señora.

Fabiola inclinó la cabeza de forma solemne, procurando adoptar la actitud de mando a la que tan poco acostumbrada estaba.

Su pelo castaño entrecano, el rostro redondo y la figura encorvada apenas llamaban la atención. Vestía de forma anodina. Lo único que revelaba que no se trataba de un mero esclavo agrícola eran el látigo de mango largo y el amuleto de plata que le colgaba de una cinta alrededor del cuello. Corbulo había sido capturado de niño en la costa del norte de África y desde entonces había pasado toda su vida en el latifundio.

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