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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (8 page)

—¡Son lámparas de aceite! —exclamó Romulus, quien de repente comprendió lo que pasaba.

—¡Es Tarquinius! —respondió Brennus mientras colocaba otra asta en la cuerda del arco.

Romulus se volvió, con gran alegría, y se encontró al arúspice a escasos pasos de distancia.

—¿Por qué has tardado tanto?

—Tuve una visión de Roma —reveló Tarquinius—. Si podemos salir de aquí, todavía hay esperanza.

A Romulus se le levantaron los ánimos y Brennus se echó a reír.

—¿Qué has visto? —preguntó Romulus.

Tarquinius hizo caso omiso de la pregunta.

—Recoged a Pacorus —indicó—. Rápido.

—¿Por qué? —preguntó Romulus en voz baja—. Ese cabrón va a morir de todos modos. Huyamos.

—¡No! —respondió Tarquinius, lanzando dos lámparas de aceite más—. Con este tiempo no sobreviviríamos a un viaje hasta el sur. Tenemos que quedarnos en el fuerte.

Cada vez que una lámpara aterrizaba, los guerreros enemigos proferían gritos de terror.

—Éstas son las últimas.

Tenían que marcharse. Mascullando improperios, Romulus cogió a Pacorus por los pies, y Brennus por los brazos. Lo levantaron con sumo cuidado y lo colgaron al hombro de Brennus. Pacorus colgaba como un juguete, la sangre de las heridas empapaba la capa del galo. Brennus, con diferencia el más fuerte de los tres, era el único capaz de recorrer la distancia que fuera con semejante carga.

—¿Hacia dónde? —gritó Romulus, mirando en derredor. La pared del despeñadero quedaba a su espalda, por lo que sólo podían ir en dirección norte, sur o este.

Tarquinius señaló.

El norte. Como seguían confiando plenamente en el arúspice, ni Romulus ni Brennus pusieron ninguna objeción. Se adentraron en la oscuridad al trote, dejando atrás una estela de confusión.

Afortunadamente, el tiempo les ayudó en la huida. Empezaron a caer densas ráfagas de nieve que reducían la visibilidad en gran medida y cubrían su rastro. No los seguían, y Romulus supuso que los escitas sabían lo cerca que estaba su campamento. Aunque él también lo sabía, su buen sentido de la orientación enseguida le falló, por lo que le alegraba sobremanera que Tarquinius pareciera saber exactamente el camino a seguir. La temperatura bajó aún más cuando la nieve empezó a acumularse en el suelo. A poco que se desviaran del camino, tendrían muy pocas posibilidades de llegar al fuerte romano. Junto con los grupos de cabañas de barro y ladrillo que había cerca, eran las únicas construcciones en muchos kilómetros a la redonda. La población de Partia no era abundante, y menos de una décima parte de ésta vivía en los límites orientales más lejanos. Pocas personas decidían vivir aquí, aparte de las guarniciones de soldados y los cautivos que no tenían elección.

Avanzaban en silencio y se detenían de vez en cuando para ver si escuchaban a los escitas. Al final apareció una silueta rectangular en la penumbra que les resultaba familiar. Era el fuerte.

Romulus dejó escapar un ligero suspiro de alivio. No recordaba haber tenido jamás tanto frío. Pero, cuando estuvieran dentro y se hubieran calentado, quizá Tarquinius les revelaría lo que había visto en el Mitreo. El deseo de saber más era lo único que le había permitido seguir la marcha.

Brennus sonrió de oreja a oreja. Hasta él estaba ansioso por descansar.

A ambos lados de los imponentes portones delanteros, había una torre de vigilancia de madera. Y otras parecidas en las esquinas, así como puestos de observación más pequeños entre medio. Los muros eran de tierra compactada, un derivado útil de la construcción de tres fosos profundos que rodeaban el fuerte. Las
fossae
, llenas de abrojos de hierro, también se encontraban dentro del alcance de los proyectiles lanzados o disparados desde la pasarela de madera que discurría por el interior a lo largo de las murallas. El único espacio para pasar entre ellos era el pisoteado camino de tierra que conducía a la entrada en medio de cada lateral.

Lo recorrieron a trompicones esperando recibir el alto en cualquier momento.

Sorprendentemente, el enorme fuerte no era una estructura de batalla: los legionarios no se escondían tras la protección de los muros porque sí. Las impresionantes defensas sólo debían utilizarse en caso de ataque inesperado. Si se presentaba un enemigo, los oficiales congregarían a los hombres en el
intervallum
, la zona llana que rodeaba el interior de los muros, antes de marchar para tomar parte en la batalla. En terreno abierto, el legionario era el maestro de toda infantería. Y con las tácticas y la instrucción de Tarquinius, pensó Romulus orgulloso, podrían soportar el ataque de cualquier fuerza armada a pie o a caballo.

A la Legión Olvidada, no había enemigo que se le resistiera cuerpo a cuerpo.

—¡Espera! —Tarquinius se situó al lado de Brennus y le tomó el pulso a Pacorus.

—¿Sigue vivo? —preguntó el galo.

—Por bien poco —respondió Tarquinius frunciendo el ceño—. Debemos apresurarnos.

Romulus se dio cuenta de la gravedad de la situación al ver el rostro ceniciento de Pacorus. Había transcurrido tiempo suficiente para que el
scythicon
cumpliera con su mortífero cometido. Seguro que el comandante no tardaría en morir y, como únicos supervivientes, los responsabilizarían de ello. Ningún oficial parto de alto rango que se preciase habría dejado de castigar a quien hubiera permitido que eso ocurriese. Habían escapado de los escitas para enfrentarse a una ejecución segura.

Sin embargo, Tarquinius había querido salvar a Pacorus. Y Mitra le había revelado un camino de regreso a Roma.

Igual que un náufrago se aferra a un tronco, Romulus se aferraba a esas ideas.

En aquel momento se encontraban a menos de treinta pasos de la puerta y dentro del alcance de los
pila
de los centinelas. Todavía no les habían dado el alto para comprobar su identidad, lo cual no era normal. Nadie podía acercarse al fuerte sin identificarse.

—Esos perros perezosos están acurrucados alrededor del fuego —masculló Romulus.

Se suponía que los centinelas sólo podían permanecer un rato en los cálidos cuarteles del cuerpo de guardia situados en la base de cada torre; lo suficiente para hacer entrar en calor los dedos congelados de pies y manos. Pero, en realidad, permanecían allí todo el tiempo que el oficial subalterno les permitiera.

—¡Pues entonces ha llegado el momento de espabilarlos!

Tarquinius dio un paso adelante con el hacha alzada y golpeó varias veces con el mango los gruesos troncos de la puerta, lo cual produjo un ruido seco y grave.

Aguardaron en silencio.

El etrusco había alzado el arma para volver a llamar cuando, de repente, el sonido característico de las suelas claveteadas de las sandalias en contacto con la madera les llegó desde arriba. Tal como imaginaban, el centinela no estaba en su puesto de la torre. Al cabo de unos instantes, un rostro pálido asomó por encima de las murallas.

—¿Quién anda ahí? —La voz del hombre denotó temor cuando bajó la mirada hacia el pequeño grupo. Era raro que el fuerte recibiera visitas, y mucho menos en plena noche—. ¡Identificaos!

—¡Abre, imbécil! —gritó Romulus con impaciencia—. Pacorus está herido.

Se produjo un silencio fruto del descrédito.

—¡Pedazo de mierda! —exclamó Tarquinius—. ¡Muévete!

Resultaba obvio que el centinela estaba conmocionado.

—¡Sí, señor! ¡Ahora mismo! —Se volvió y bajó corriendo la escalera que conducía a las estancias inferiores, rugiendo a sus compañeros.

Al cabo de unos instantes levantaron la pesada barra que bloqueaba las puertas. Una de ellas crujió al abrirse, y entonces aparecieron varios legionarios y un
optio
angustiado. El retraso en la respuesta probablemente tendría como consecuencia algún castigo.

Pero Tarquinius se abrió camino sin mediar palabra. Romulus y Brennus iban a la zaga. Los centinelas adoptaron una expresión confusa al advertir la figura boca abajo que el galo llevaba al hombro.

—¡Cerrad las puertas! —aulló Tarquinius.

—¿Dónde están los guerreros de Pacorus, señor? —preguntó el
optio.

—¡Muertos! —espetó Tarquinius—. Los escitas nos tendieron una emboscada en el Mitreo.

Los presentes soltaron gritos ahogados de sorpresa.

Tarquinius no estaba de humor para dar más detalles.

—Avisad al centurión de guardia y luego regresad a vuestros puestos. Mantened los ojos bien abiertos.

El
optio
y sus hombres obedecieron rápidamente. Tarquinius también era centurión y podía haber castigado a algunos con tanta severidad como Pacorus. Después ya averiguarían qué había ocurrido.

Tarquinius bajó corriendo por la calle principal del fuerte, la Vía Pretoria. Romulus y Brennus lo seguían. A ambos lados había hileras paralelas de barracones de madera bajos y alargados, cada uno de los cuales alojaba una centuria de ochenta soldados. El interior era idéntico en todos: habitaciones grandes para el centurión y más pequeñas para los oficiales subalternos y mínimas para los soldados rasos. Diez contubernios, cada uno con ocho soldados, compartían el espacio apenas suficiente para dar cabida a unas literas, los pertrechos y alimentos. Al igual que los gladiadores, los legionarios vivían, dormían, se entrenaban y luchaban juntos.

—¡Romulus!

Se volvió a medias al oír el grito bajo. Romulus reconoció entre las sombras de dos barracones las facciones de Félix, que pertenecía a su primera unidad.

—¿Qué haces levantado? —preguntó.

—No podía dormir —repuso Félix con una amplia sonrisa, ya vestido y armado—. Estaba preocupado por vosotros. ¿Qué es lo que ocurre?

—Nada. Vuelve a la cama —respondió Romulus secamente. Cuantas menos personas estuvieran implicadas en aquello, tanto mejor.

Sin embargo, Félix corrió a situarse al lado de Brennus y se quedó boquiabierto al ver las flechas que sobresalían del cuerpo de Pacorus.

—¡Por todos los dioses! —susurró—. ¿Qué ha pasado?

Romulus se lo explicó mientras caminaban. Félix asintió y fue haciendo muecas al irse enterando de los detalles. Aunque era más bajito que Romulus y no tan fuerte como Brennus, el pequeño galo era un buen soldado. Y realmente tozudo. Cuando su cohorte de mercenarios había sido interceptada durante la batalla de Carrhae, Félix había permanecido junto a ellos. Rodeados como estaban de arqueros partos, sólo una veintena de hombres habían decidido permanecer con los tres amigos y Bassius, su centurión. Félix era uno de ellos. «El va por libre», pensó Romulus, contento de tenerlo a su lado.

Nadie más detuvo al pequeño grupo. Todavía estaba oscuro y la mayoría de los hombres dormían. Además, sólo un oficial de mayor rango se habría atrevido a dudar de Tarquinius, y no había ninguno a la vista. A aquellas horas de la noche también estaban en cama. Enseguida llegaron a la
principia
, el cuartel general. Se encontraba en la intersección de la Vía Pretoria con la Vía Principia, la carretera que discurría de la muralla este a la oeste y dividía el campamento en cuatro partes iguales. Aquí también se encontraba la lujosa vivienda de Pacorus y alojamientos más modestos para los centuriones jefe, los oficiales partos que estaban al mando de una cohorte. Había un
valetudinarium
, un hospital, así como talleres para carpinteros, zapateros, alfareros y muchos otros oficios.

Los romanos, que tanto hacían de comerciantes como de ingenieros y también de soldados, eran prácticamente autosuficientes. Esa era una de las muchas cosas que los hacía tan formidables, pensó Romulus. No obstante, Craso había conseguido poner de manifiesto la única debilidad del ejército de la República. Casi no le quedaba caballería, mientras que las fuerzas partas no consistían prácticamente en otra cosa. Tarquinius se había dado cuenta de ello mucho antes de Carrhae, y Romulus poco después. Pero los soldados rasos no tenían voz en las tácticas, reflexionó enfadado. Craso había marchado con arrogancia hacia el desastre, reacio a, o incapaz de, ver el peligro que corrían sus hombres.

Lo cual explicaba por qué la Legión Olvidada tenía nuevos mandos. Y además crueles.

Romulus exhaló un suspiro. Aparte de Darius, el comandante de su propia cohorte, la mayoría de los oficiales partos de alto rango eran totalmente despiadados. Sólo los dioses sabían qué ocurriría cuando vieran a Pacorus. Pero seguro que nada bueno.

Los muros elevados de la casa de Pacorus no estaban lejos de la
principia
. Siguiendo el modelo de una villa romana, estaba construida en forma de cuadrado hueco. Nada más traspasar los portones se encontraban el
atrium
, el vestíbulo de entrada, y el
tablinum
, la zona de recepción. De ahí se pasaba al patio central, bordeado por un pasillo cubierto que daba acceso a un salón de banquetes, dormitorios, baños y despachos. Tras haber visto Seleucia, Romulus se había dado cuenta de que sus captores no eran una nación de arquitectos e ingenieros como los romanos. Aparte del gran arco de entrada a la ciudad y del magnífico palacio de Orodes, las casas eran pequeñas y de construcción sencilla con ladrillos de arcilla. Todavía recordaba la reacción de asombro de su comandante al entrar por primera vez en la estructura terminada. Pacorus se había comportado como un niño con zapatos nuevos. Sin embargo, esta vez apenas se movió al llegar a los portones, vigilados por una docena de partos armados con arcos y lanzas. A los legionarios nunca se les encomendaba tal tarea.

—¡Alto! —gritó el oficial moreno que estaba al mando. Observó con suspicacia el cuerpo que colgaba del hombro de Brennus—. ¿A quién lleváis ahí?

Tarquinius no parpadeó.

—A Pacorus —contestó con voz queda.

—¿Está enfermo?

El arúspice asintió:

—Gravemente herido.

El parto se abalanzó hacia delante y soltó un grito ahogado al ver los rasgos cenicientos de Pacorus.

—¿Qué mal tiene? —exclamó. Vociferó una orden. Sus hombres se desplegaron de inmediato y rodearon al grupo con las lanzas en alto.

Romulus y sus amigos se cuidaron mucho de no reaccionar. Las relaciones con sus captores eran, como poco, tensas, y encima llevaban a Pacorus herido de gravedad.

El oficial se acercó a Tarquinius y sacó un puñal. Le colocó la hoja plana contra el cuello.

—¡Dime qué ha ocurrido! —susurró enseñando los dientes—. ¡Rápido!

No hubo una respuesta inmediata y al parto parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas a causa de la ira. Movió ligeramente la hoja bien afilada e hizo un corte superficial a Tarquinius, del que brotó un hilillo de sangre.

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