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Authors: Bram Stoker

Tags: #Clásico, Fantástico, Terror

Drácula (26 page)

Toda la escena fue una complicada mezcla de comedia y tragedia. El maligno lobo que durante un día y medio había paralizado a Londres y había hecho que todos los niños del pueblo temblaran en sus zapatos, estaba allí con mirada penitente, y estaba siendo recibido y acariciado como una especie de hijo pródigo vulpino. El viejo Bilder lo examinó por todos lados con la más tierna atención, y cuando hubo terminado el examen del penitente, dijo:

—¡Vaya, ya sabía que el pobre animal se iba a meter en alguna clase de lío! ¿No lo dije siempre? Aquí está su cabeza toda cortada y llena de vidrio quebrado. Seguramente que quiso saltar sobre algún muro u otra cosa. Es una vergüenza que se permita a la gente que ponga pedazos de botellas en la parte superior de sus paredes. Estos son los resultados. Ven conmigo,
Bersicker
.

Se llevó al lobo y lo encerró en una jaula con un pedazo de carne que satisfacía, por lo menos en lo relativo a la cantidad, las condiciones elementales de un ternero gordo, y luego se fue a hacer el informe.

Yo también me marché a hacer el informe de la única y exclusiva información que se da hoy referente a la extraña escapada del zoológico.

Del diario del doctor Seward

17 de septiembre.
Estaba ocupado, después de cenar, en mi estudio fechando mis libros, los cuales, debido a la urgencia de otros trabajos y a las muchas visitas a Lucy, se encontraban tristemente atrasados. De pronto, la puerta se abrió de golpe y mi paciente entró como un torbellino, con el rostro deformado por la ansiedad. Yo me sobresalté, pues es una cosa casi desconocida que un paciente entre de esa manera y por su propia cuenta en el despacho del superintendente. Sin hacer ninguna pausa se dirigió directamente hacia mí. En su mano había un cuchillo de cocina, y como vi que era peligroso, traté de mantener la mesa entre nosotros. Sin embargo, fue demasiado rápido y demasiado fuerte para mí; antes de que yo pudiera alcanzar mi equilibrio me había lanzado el primer golpe, cortándome bastante profundamente la muñeca izquierda. Pero antes de que pudiera lanzarme otro golpe, le di un derechazo y cayó con los brazos y piernas extendidos por el suelo. Mi muñeca sangraba profusamente, y un pequeño charco se formó sobre la alfombra. Vi que mi amigo no parecía intentar otro esfuerzo, por lo que me ocupé en vendar mi muñeca, manteniendo todo el tiempo una cautelosa vigilancia sobre la figura postrada. Cuando mis asistentes entraron corriendo y pusimos nuestra atención sobre él, su aspecto positivamente me enfermó. Estaba acostado sobre el vientre en el suelo, lamiendo como un perro la sangre que había caído de mi muñeca herida. Lo sujetamos con facilidad, y, para sorpresa mía, se dejó llevar con bastante docilidad por los asistentes, repitiendo una y otra vez:

—¡La sangre es la vida! ¡La sangre es la vida!

No puedo permitirme perder sangre en la actualidad; ya he perdido demasiada últimamente como para estar sano, además de que la prolongada tensión de la enfermedad de Lucy y sus horribles fases me están minando. Estoy muy irritado y cansado, y necesito reposo, reposo, reposo. Afortunadamente, van Helsing no me ha llamado, por lo que no necesito privarme esta vez de dormir; no creo que podría prescindir de un buen descanso esta noche.

Telegrama de van Helsing a Seward, en Carfax

(Enviado a Carfax, Sussex, ya que no mencionaba ningún condado; entregado con veintidós horas de retraso.)

17 de septiembre.
No deje de estar hoy por la noche en Hillingham. Si no observando todo el tiempo, visitando frecuentemente y viendo que las flores estén colocadas; muy importante; no falle. Estaré con usted tan pronto como posible después de llegada.

Del diario del doctor Seward

18 de septiembre.
Acabo de tomar el tren para Londres. La llegada del telegrama de van Helsing me llenó de ansiedad. Una noche entera perdida, y por amarga experiencia sé lo que puede suceder en una noche. Por supuesto que es posible que todo esté bien, pero, ¿qué
puede
haber sucedido? Seguramente que hay un horrible sino pendiendo sobre nosotros, que hace que todo accidente posible nos frustre aquello que tratamos de hacer. Me llevaré conmigo este cilindro, y entonces podré completar mis apuntes en el fonógrafo de Lucy.

Memorando dejado por Lucy Westenra

17 de septiembre. Noche.
Escribo esto y lo dejo para que lo vean, de manera que nadie pueda verse en problemas por mi causa. Este es un registro exacto de lo que sucedió hoy por la noche. Siento que estoy muriendo de debilidad y apenas tengo fuerza para escribir, pero debo hacerlo, aunque muera en el intento.

Fui a la cama como siempre, cuidando de que las flores estuvieran colocadas como lo ha ordenado el doctor van Helsing, y pronto me quedé dormida.

Fui despertada por el aleteo en la ventana, que había comenzado desde aquella noche en que caminé sonámbula hasta el desfiladero de Whitby, donde Mina me salvó, y que ahora conozco tan bien. No tenía miedo, pero si deseé que el doctor Seward estuviera en el cuarto contiguo (tal como había dicho el doctor van Helsing que estaría), de manera que yo pudiera hablarle en cualquier momento. Traté de dormirme nuevamente, pero no pude. Entonces volvió la antigua angustia de antes de dormirme, y decidí permanecer despierta. Perversamente, el sueño trató de regresar cuando yo ya no quería dormir; de tal manera que, como temía estar sola, abrí mi puerta y grité: «¿Hay alguien allí?». No obtuve respuesta. Tuve miedo de despertar a mamá, y por eso cerré la puerta nuevamente. Entonces, afuera, en los arbustos, oí una especie de aullido de perro, pero más fiero y más profundo. Me dirigí a la ventana y miré hacia afuera, mas no alcancé a distinguir nada, excepto un gran murciélago, que evidentemente había estado pegando con sus alas contra la ventana. Por ello regresé de nuevo a la cama, pero con la firme determinación de no dormirme. Al momento se abrió la puerta y mi madre miró a través de ella; viendo por mi movimiento que no estaba dormida, entró y se sentó a mi lado. Me dijo, más dulce y suavemente que de costumbre:

—Estaba intranquila por ti, querida, y entré a ver si estabas bien.

Temí que pudiera resfriarse sentándose ahí, y le pedí que viniera y durmiera conmigo, por lo que se metió en la cama y se acostó a mi lado; no se quitó su bata, pues dijo que sólo iba a estar un momento y que luego regresaría a su propia cama. Mientras yacía ahí en mis brazos, y yo en los de ella, el aleteo y roce volvió a la ventana. Ella se sorprendió, y un poco asustada, preguntó: «¿Qué es eso?». Yo traté de calmarla; finalmente pude hacerlo, y ella yació tranquila; pero yo pude oír cómo su pobre y querido corazón todavía palpitaba terriblemente. Después de un rato se escuchó un estrépito en la ventana y un montón de pedazos de vidrio cayeron al suelo. La celosía de la ventana voló hacia adentro con el viento que entraba, y en la abertura de las vidrieras quebradas apareció la cabeza de un lobo grande y flaco. Mi madre lanzó un grito de miedo y se incorporó rápidamente sentándose sobre la cama, sujetándose nerviosamente de cualquier cosa que pudiera ayudarla. Entre otras cosas se agarró de la guirnalda de flores que el doctor van Helsing insistió en que yo llevara alrededor de mi cuello, y me la arrancó de un tirón. Durante un segundo o dos se mantuvo sentada, señalando al lobo, y repentinamente hubo un extraño y horrible gorgoteo en la garganta; luego se desplomó, como herida por un rayo, y su cabeza me golpeó en la frente, dejándome por unos momentos un tanto aturdida. El cuarto y todo alrededor parecía girar. Mantuve mis ojos fijos en la ventana, pero el lobo retiró la cabeza y toda una miríada de pequeñas manchas parecieron entrar volando a través de la rota ventana, describiendo espirales y círculos como la columna de polvo que los viajeros describen cuando hay un simún en el desierto. Traté de moverme, pero había una especie de hechizo sobre mí, y el pobre cuerpo de mamá que parecía ya estarse enfriando, pues su querido corazón había cesado de latir, pesaba sobre mí; y por un tiempo no recuerdo más.

No pareció transcurrir mucho rato, sino más bien que fue muy, muy terrible, hasta que pude recobrar nuevamente la conciencia. En algún lugar cercano, una campana doblaba; todos los perros de la vecindad estaban aullando, y en nuestros arbustos, aparentemente muy cercanos, cantaba un ruiseñor. Yo estaba aturdida y embotada de dolor, terror y debilidad, pero el sonido del ruiseñor pareció la voz de mi madre muerta que regresaba para consolarme. Los ruidos parece que también despertaron a las sirvientas, pues pude oír sus pisadas descalzas corriendo fuera de mi puerta. Las llamé y entraron, y cuando vieron lo que había sucedido, y qué era lo que descansaba sobre mí en la cama, dieron gritos. El viento irrumpió a través de la rota ventana y la puerta se cerró de golpe. Levantaron el cuerpo de mi amada madre y la acostaron, cubriéndola con una sábana, sobre la cama, después de que yo me hube levantado. Estaban tan asustadas y nerviosas que les ordené fueran al comedor a tomar cada una un vaso de vino. La puerta se abrió de golpe unos instantes y luego se cerró otra vez. Las sirvientas gritaron horrorizadas, y luego se fueron en grupo compacto al comedor, y yo puse las flores que había tenido alrededor de mi cuello sobre el pecho de mi querida madre. Cuando ya estaban allí recordé lo que me había dicho el doctor van Helsing, pero no quise retirarlas, y, además, alguna de las sirvientas podría sentarse conmigo ahora. Me sorprendió que las criadas no regresaran. Las llamé, pero no obtuve respuesta, por lo que bajé al comedor a buscarlas.

Mi corazón se encogió cuando vi lo que había sucedido. Las cuatro yacían indefensas en el suelo, respirando pesadamente. La garrafa del jerez estaba sobre la mesa medio llena, pero había alrededor un raro olor acre. Tuve mis sospechas y examiné la garrafa. Olía a láudano, y mirando en la alacena encontré que la botella que el doctor de mi madre usa para ella (¡oh, usaba!) estaba vacía. ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer? Estoy de regreso en el cuarto, con mamá. No puedo abandonarla, y estoy sola, salvo por las sirvientas dormidas, que alguien ha narcotizado. ¡Sola con la muerte! No me atrevo a salir, pues oigo el leve aullido del lobo a través de la rota ventana. El aire parece lleno de manchas, flotando y girando en la corriente de la ventana, y las luces destellan azules y tenues. ¿Qué debo hacer? ¡Dios me proteja de cualquier mal esta noche! Esconderé este papel en mi seno, donde lo encontrarán cuando vengan a amortajarme. ¡Mi querida madre se ha ido! Ya es tiempo de que yo también me vaya.

Adiós, querido Arthur, si no logro sobrevivir esta noche. Que Dios te proteja, querido, ¡y que Dios me ayude!

XII
Del diario del doctor Seward

18 de septiembre.
Me dirigí de inmediato a Hillingham, y llegué temprano. Dejando mi calesa en el portón, corrí por la avenida solo. Toqué suavemente el timbre, lo más delicadamente posible, pues temía perturbar a Lucy o a su madre, y esperaba que me abriera la puerta sólo una sirvienta. Después de un rato, no encontrando respuesta, toqué otra vez; tampoco me respondieron. Maldije la haraganería de las sirvientas que todavía estuvieran en cama a esa hora, ya que eran las diez de la mañana, por lo que toqué otra vez, pero más impacientemente, sin obtener tampoco respuesta. Hasta aquí yo había culpado sólo a las sirvientas, pero ahora me comenzó a asaltar un terrible miedo. ¿Era esta desolación otro enlace en la cadena de infortunios que parecía estar cercándonos? ¿Sería acaso a una mansión de la muerte a la que habría llegado, demasiado tarde? Yo sé que minutos, o incluso segundos de tardanza pueden significar horas de peligro para Lucy, si ella hubiese tenido otra vez una de esas terribles recaídas; y fui alrededor de la casa para ver si podía encontrar por casualidad alguna otra entrada.

No pude encontrar ningún medio de entrar. Cada ventana y puerta tenía echado el cerrojo y estaba cerrada con llave, por lo que regresé desconcertado al pórtico. Al hacerlo, escuché el rápido golpeteo de las patas de un caballo que se acercaba velozmente, y que se detenía ante el portón. Unos segundos después encontré a van Helsing que corría por la avenida. Cuando me vio, alcanzó a murmurar:

—Entonces era usted quien acaba de llegar. ¿Cómo está ella? ¿Llegamos demasiado tarde? ¿No recibió usted mi telegrama?

Le respondí tan veloz y coherentemente como pude, advirtiéndole que su telegrama no lo había recibido hasta temprano por la mañana, que no había perdido ni un minuto en llegar hasta allí, y que no había podido hacer que nadie en la casa me oyera. Hizo una pausa y se levantó el sombrero, diciendo solemnemente:

—Entonces temo que hayamos llegado demasiado tarde. ¡Que se haga la voluntad de Dios! —pero luego continuó, recuperando su habitual energía—: Venga. Si no hay ninguna puerta abierta para entrar, debemos hacerla. Creo que ahora tenemos tiempo de sobra.

Dimos un rodeo y fuimos a la parte posterior de la casa, donde estaba abierta una ventana de la cocina. El profesor sacó una pequeña sierra quirúrgica de su maletín, y entregándomela señaló hacia los barrotes de hierro que guardaban la ventana. Yo los ataqué de inmediato y muy pronto corté tres. Entonces, con un cuchillo largo y delgado empujamos hacia atrás el cerrojo de las guillotinas y abrimos la ventana. Le ayudé al profesor a entrar, y luego lo seguí. No había nadie en la cocina ni en los cuartos de servicio, que estaban muy cerca. Pulsamos la perilla de todos los cuartos a medida que caminamos, y en el comedor, tenuemente iluminado por los rayos de luz que pasaban a través de las persianas, encontramos a las cuatro sirvientas yaciendo en el suelo. No había ninguna necesidad de pensar que estuvieran muertas, pues su estertorosa respiración y el acre olor a láudano en el cuarto no dejaban ninguna duda respecto a su estado. Van Helsing y yo nos miramos el uno al otro, y al alejarnos, él dijo: «Podemos atenderlas más tarde». Entonces subimos a la habitación de Lucy. Durante unos breves segundos hicimos una pausa en la puerta y nos pusimos a escuchar, pero no pudimos oír ningún sonido. Con rostros pálidos y manos temblorosas, abrimos suavemente la puerta y entramos en el cuarto.

¿Cómo puedo describir lo que vimos? Sobre la cama yacían dos mujeres, Lucy y su madre. La última yacía más hacia adentro, y estaba cubierta con una sábana blanca cuyo extremo había sido volteado por la corriente que entraba a través de la rota ventana, mostrando el ojeroso rostro blanco, con una mirada de terror fija en él. A su lado yacía Lucy, con el rostro blanco y todavía más ojeroso. Las flores que habían estado alrededor de su cuello se encontraban en el pecho de su madre, y su propia garganta estaba desnuda, mostrando las dos pequeñas heridas que ya habíamos visto anteriormente, pero esta vez terriblemente blancas y maltratadas. Sin decir una palabra el profesor se inclinó sobre la cama con la cabeza casi tocando el pecho de la pobre Lucy; entonces giró rápidamente la cabeza, como alguien que escuchara, y poniéndose en pie, me gritó:

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