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Authors: Bram Stoker

Tags: #Clásico, Fantástico, Terror

Drácula (22 page)

Más tarde.
Otro cambio en mi paciente. A las cinco de la tarde lo fui a ver y lo encontré casi tan alegre como solía estar antes. Estaba capturando moscas y comiéndoselas, y mantenía registro de sus capturas haciendo unas rayas con las uñas en el borde de la puerta entre los canales del relleno. Cuando me vio, se dirigió a mí y pidió disculpas por su mala conducta, y me suplicó de una manera muy humilde y atenta que le permitiera regresar otra vez a su cuarto y que le diera su libreta. Pensé que convenía complacerlo; de tal manera que está de regreso en su cuarto con la ventana abierta. Ha regado el azúcar de su té por el antepecho de la ventana, y está entregado otra vez a su colección de moscas. De momento no se las está comiendo, sino que las está poniendo en una caja, igual que antes, y ya está examinando los rincones de su cuarto para encontrar arañas. Traté de hacerle hablar sobre lo sucedido en los últimos días, pues cualquier pista sobre sus pensamientos me sería muy útil, pero él no quiso entrar en conversación. Durante unos momentos puso una expresión bastante triste, y dijo con apagada voz, como si más bien hablara consigo mismo en vez de hablar conmigo:

—¡Todo ha terminado! ¡Todo ha terminado! Me ha abandonado. ¡No tengo esperanza, a menos de que yo mismo lo haga!

Luego, repentinamente, volviéndose a mí de manera resuelta, me dijo:

—Doctor, ¿sería usted tan amable de darme un poquito más de azúcar? Creo que me haría muy bien.

—¿Y las moscas? —le pregunté.

—¡Sí! A las moscas les gusta también, y a mí me gustan las moscas; por lo tanto, a mí me gusta.

¡Y pensar que hay gente tan ignorante que piensa que un loco no tiene argumentos! Le di doble ración de azúcar y lo dejé feliz, como supongo que puede ser feliz un hombre en este mundo. Desearía poder penetrar en su mente.

Medianoche.
Otro cambio en él. Había ido yo a visitar a la señorita Westenra, a quien encontré mucho mejor, y acababa de regresar; estaba parado en nuestro propio portón mirando la puesta del sol, cuando escuché que el loco gritaba. Como su cuarto está en este lado de la casa, pude oírlo mejor que en la mañana. Fue una sorpresa muy fuerte para mí, y con desagrado aparté la vista de la maravillosa belleza humeante del sol poniente sobre Londres, con sus fantásticas luces y sus sombras tintáceas, y todos los maravillosos matices que se ven en las sucias nubes tanto como en el agua sucia, para darme cuenta de la triste austeridad de mi propio frío edificio de piedra, con su riqueza de miserias respirantes, y mi propio corazón desolado que la soporta. Llegué junto al paciente en el momento en que el sol se estaba hundiendo, y desde su ventana vi desaparecer el disco rojo. Al hundirse, el paciente empezó a calmarse, y al desaparecer por completo se deslizó de las manos que lo sostenían, como una masa inerte, cayendo al suelo. Sin embargo, es maravilloso el poder intelectual recuperativo que tienen los lunáticos, pues al cabo de unos minutos se puso en pie bastante calmado y miró en torno suyo. Hice una seña a los asistentes para que no lo sujetaran, pues estaba ansioso de ver lo que iba a hacer. Fue directamente hacia la ventana y limpió los restos del azúcar; luego tomó su caja de moscas y la vació afuera, arrojando posteriormente la caja; después cerró la ventana y, atravesando el cuarto, se sentó en su propia cama. Todo esto me sorprendió, por lo que le pregunté:

—¿Ya no va a seguir cazando más moscas?

—No —me respondió él—, ¡estoy cansado de tanta basura!

Desde luego es un formidable e interesante caso de estudio. Desearía poder tener una ligera visión de su mente, o de las causas de su repentina pasión. Alto: puede haber, después de todo, una pista, si podemos averiguar por qué hoy sus paroxismos se produjeron a mediodía y no al ocultarse el sol. ¿Sería posible que hubiera malignas influencias del sol en períodos que afectan ciertas naturalezas, así como la luna afecta a otros? Lo veremos.

Telegrama de Seward, en Londres, a van Helsing, en Ámsterdam

4 de septiembre.
Paciente todavía mejor hoy.

Telegrama de Seward, en Londres, a van Helsing, en Ámsterdam

5 de septiembre.
Paciente muy mejorada. Buen apetito; duerme bien; buen humor; color regresa.

Telegrama de Seward, en Londres, a van Helsing, en Ámsterdam

6 de septiembre.
Terrible cambio para mal. Venga enseguida; no pierda una hora. No enviaré telegrama a Holmwood hasta verle a usted.

X
Carta del doctor Seward al honorable Arthur Holmwood

6 de septiembre.

Mi querido Art:

Mis noticias hoy no son muy buenas. Esta mañana Lucy había retrocedido un poquito. Sin embargo, una cosa buena ha resultado de ello: la señora Westenra estaba naturalmente ansiosa respecto a Lucy, y me ha consultado a mí profesionalmente acerca de ella. Aproveché la oportunidad y le dije que mi antiguo maestro, van Helsing, el gran especialista, iba a pasar conmigo unos días, y que yo la pondría a su cuidado; así es que ahora podemos entrar y salir sin causarle alarma, pues una impresión para ella significaría una repentina muerte, y esto, aunado a la debilidad de Lucy, podría ser desastroso para ella. Estamos todos llenos de tribulaciones, pero, mi viejo, Dios mediante, vamos a poder sobrellevarlas y vencerlas. Si hay alguna necesidad, te escribiré, por lo que si no tienes noticias de mí, puedes estar seguro de que simplemente estoy a la expectativa. Tengo prisa. Adiós.

Tu amigo de siempre,

J
OHN
S
EWARD

Del diario del doctor Seward

7 de septiembre.
Lo primero que van Helsing me dijo cuando nos encontramos en la calle Liverpool, fue: «¿Ha dicho usted algo a su amigo, el novio de ella?».

—No —le dije—. Quería esperar hasta verlo a usted antes, como le dije en mi telegrama. Le escribí una carta diciéndole simplemente que usted venía, ya que la señorita Westenra no estaba bien de salud, y que le enviaría más noticias después.

—Muy bien, muy bien, mi amigo —me dijo—. Mejor será que no lo sepa todavía; tal vez nunca lo llegue a saber. Eso espero; pero si es necesario, entonces lo sabrá todo. Y, mi viejo amigo John, déjeme que se lo advierta: usted trata con los locos. Todos los hombres están más o menos locos; y así como usted trata discretamente con sus locos, así trate discretamente con los locos de Dios: el resto del mundo. Usted no le dice a sus locos lo que hace ni por qué lo hace; usted no les dice lo que piensa. Así es que debe mantener el conocimiento en su lugar, donde pueda descansar; donde pueda reunirse con los de su clase y procrear. Usted y yo nos guardaremos como hasta ahora lo que sabemos…

Y al decir esto me tocó en el corazón y en la frente, y luego él mismo se tocó de manera similar.

—Por mi parte tengo algunas ideas, de momento. Más tarde se las expondré a usted.

—¿Por qué no ahora? —le pregunté—. Puede que den buen resultado; podríamos llegar a alguna conclusión.

Él me miró fijamente, y dijo:

—Mi amigo John, cuando ha crecido el maíz, incluso antes de que haya madurado, mientras la savia de su madre tierra está en él, y el sol todavía no ha comenzado a pintarlo con su oro, el marido se tira de la oreja y la frota entre sus ásperas manos, y limpia la verde broza, y te dice: «¡Mira!: es buen maíz; cuando llegue el tiempo, será un buen grano».

Yo no vi la aplicación, y se lo dije. Como respuesta extendió su brazo y tomó mi oreja entre sus manos tirando de ella juguetonamente, como solía hacerlo antiguamente durante sus clases, y dijo:

—El buen marido dice así porque conoce, pero no hasta entonces. Pero usted no encuentra al buen marido escarbando el maíz sembrado para ver si crece; eso es para niños que juegan a sembradores. Pero no para aquellos que tienen ese oficio como medio de subsistencia. ¿Entiende usted ahora, amigo John? He sembrado mi maíz, y la naturaleza tiene ahora el trabajo de hacerlo crecer; si crece, entonces hay cierta esperanza; y yo esperaré hasta que comience a verse el grano.

Al decir esto se interrumpió, pues evidentemente vio que lo había comprendido.

Luego, prosiguió con toda seriedad:

—Usted siempre fue un estudiante cuidadoso, y su estuche siempre estaba más lleno que los demás. Entonces usted era apenas un estudiante; ahora usted es maestro, y espero que sus buenas costumbres no hayan desaparecido. Recuerde, mi amigo, que el conocimiento es más fuerte que la memoria, y no debemos confiar en lo más débil. Aunque usted no haya mantenido la buena práctica, permítame decirle que este caso de nuestra querida señorita es uno que puede ser, fíjese, digo
puede ser
, de tanto interés para nosotros y para otras personas que todos los demás casos no sean nada comparados con él. Tome, entonces, buena nota de él. Nada es demasiado pequeño. Le doy un consejo: escriba en el registro hasta sus dudas y sus conjeturas. Después podría ser interesante para usted ver cuánta verdad puede adivinar. Aprendemos de los fracasos; no de los éxitos.

Cuando le describí los síntomas de Lucy (los mismos que antes, pero infinitamente más marcados) se puso muy serio, pero no dijo nada. Tomó un maletín en el que había muchos instrumentos y medicinas, «horrible atavío de nuestro comercio benéfico», como él mismo lo había llamado en una de sus clases, el equipo de un profesor de la ciencia médica. Cuando nos hicieron pasar, la señora Westenra salió a nuestro encuentro. Estaba alarmada, pero no tanto como yo había esperado encontrarla.

La naturaleza, en uno de sus momentos de buena disposición, ha ordenado que hasta la muerte tenga algún antídoto para sus propios errores. Aquí, en un caso donde cualquier impresión podría ser fatal, los asuntos se ordenan de tal forma que, por una causa o por otra, las cosas no personales (ni siquiera el terrible cambio en su hija, a la cual quería tanto) parecen alcanzarla. Es algo semejante a como la madre naturaleza se reúne alrededor de un cuerpo extraño y lo envuelve con algún tejido insensible, que puede protegerlo del mal al que de otra manera se vería sometido por contacto. Si esto es un egoísmo ordenado, entonces deberíamos abstenernos un momento antes de condenar a nadie por el defecto del egoísmo, pues sus causas pueden tener raíces más profundas de las que hasta ahora conocemos.

Puse en práctica mi conocimiento de esta fase de la patología espiritual, y asenté la regla de que ella no debería estar presente con Lucy, o pensar en su enfermedad, más que cuando fuese absolutamente necesario. Ella asintió de buen grado; tan de buen grado, que nuevamente vi la mano de la naturaleza protegiendo la vida. Van Helsing y yo fuimos conducidos hasta el cuarto de Lucy. Si me había impresionado verla a ella ayer, cuando la vi hoy quedé horrorizado. Estaba terriblemente pálida; blanca como la cal. El rojo parecía haberse ido hasta de sus labios y sus encías, y los huesos de su rostro resaltaban prominentemente; se dolía uno de ver o escuchar su respiración. El rostro de van Helsing se volvió rígido como el mármol, y sus cejas convergieron hasta que casi se encontraron sobre su nariz. Lucy yacía inmóvil y no parecía tener la fuerza suficiente para hablar, así es que por un instante todos permanecimos en silencio. Entonces, van Helsing me hizo una seña y salimos silenciosamente del cuarto. En el momento en que cerramos la puerta, caminó rápidamente por el corredor hacia la puerta siguiente, que estaba abierta. Entonces me empujó rápidamente con ella, y la cerró.

—¡Dios mío! —dijo él—. ¡Esto es terrible! No hay tiempo que perder. Se morirá por falta de sangre para mantener activa la función del corazón. Debemos hacer inmediatamente una transfusión de sangre. ¿Usted, o yo?

—Maestro, yo soy más joven y más fuerte; debo ser yo.

—Entonces, prepárese al momento. Yo traeré mi maletín. Ya estoy preparado.

Lo acompañé escaleras abajo, y al tiempo que bajábamos alguien llamó a la puerta del corredor. Cuando llegamos a él, la sirvienta acababa de abrir la puerta y Arthur estaba entrando velozmente. Corrió hacia mí, hablando en un susurro angustioso.

—Jack, estaba muy afligido. Leí entre líneas tu carta, y he estado en un constante tormento. Mi papá está mejor, por lo que corrí hasta aquí para ver las cosas por mí mismo. ¿No es este caballero el doctor van Helsing? Doctor, le estoy muy agradecido por haber venido.

Cuando los ojos del profesor cayeron por primera vez sobre él, había en ellos un brillo de cólera por la interrupción en tal momento: pero al mirar sus fornidas proporciones y reconocer la fuerte hombría juvenil que parecía emanar de él, sus ojos se alegraron. Sin demora alguna le dijo, mientras extendía la mano:

—Joven, ha llegado usted a tiempo. Usted es el novio de nuestra paciente, ¿verdad? Está mal; muy, muy mal. No, hijo, no se ponga así —le dijo, viendo que repentinamente mi amigo se ponía pálido y se sentaba en una silla casi desmayado—. Usted le va a ayudar a ella. Usted puede hacer más que ninguno para que viva, y su valor es su mejor ayuda.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Arthur, con voz ronca—. Dígamelo y lo haré. Mi vida es de ella, y yo daría hasta la última gota de mi sangre por ayudarla.

El profesor tenía un fuerte sentido del humor, y por conocerlo tanto yo pude detectar un rasgo de él, en su respuesta:

—Mi joven amigo, yo no le pido tanto; por lo menos no la última.

—¿Qué debo hacer?

Había fuego en sus ojos, y su nariz temblaba de emoción. Van Helsing le dio palmadas en el hombro.

—Venga —le dijo—. Usted es un hombre, y un hombre es lo que necesitamos. Usted está mejor que yo, y mejor que mi amigo John.

Arthur miró perplejo y entonces mi maestro comenzó a explicarle en forma bondadosa:

—La joven señorita está mal, muy mal. Quiere sangre, y sangre debe dársele, o muere. Mi amigo John y yo hemos consultado; y estamos a punto de realizar lo que llamamos una transfusión de sangre: pasar la sangre de las venas llenas de uno a las venas vacías de otro que la está pidiendo. John iba a dar su sangre, ya que él es más joven y más fuerte que yo (y aquí Arthur tomó mi mano y me la apretó fuertemente en silencio), pero ahora usted está aquí; usted es más fuerte que cualquiera de nosotros, viejo o joven, que nos gastamos mucho en el mundo del pensamiento. ¡Nuestros nervios no están tan tranquilos ni nuestra sangre es tan rica como la suya!

Entonces Arthur se volvió hacia el eminente médico, y le dijo:

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