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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Clásico, drama, teatro

Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (6 page)

TÍA.—¡Y otros, tanto!

AMA.—Por eso siempre diré: ¡Malditos, malditos sean los ricos! ¡No quede de ellos ni las uñas de las manos!

TÍA.—¡Déjalos!

AMA.—Pero estoy segura que van al infierno de cabeza. ¿Dónde cree usted que estará don Rafael Salé, explotador de los pobres, que enterraron anteayer, Dios le haya perdonado, con tanto cura y tanta monja y tanto gori-gori? ¡En el infierno! Y él dirá: "¡Que tengo veinte millones de pesetas, no me apretéis con las tenazas! ¡Os doy cuarenta mil duros si me arrancáis estas brasas de los pies!"; pero los demonios, tizonazo por aquí, tizonazo por allá, puntapié que te quiero, bofetadas en la cara, hasta que la sangre se le convierta en carbonilla.

TÍA.—Todos los cristianos sabemos que ningún rico entra en el reino de los cielos, pero a ver si por hablar de ese modo vas a parar también al infierno de cabeza.

AMA.—¿Al infierno yo? Del primer empujón que le doy a la caldera de Pedro Botero hago llegar el agua caliente a los confines de la tierra. No, señora, no. Yo entro en el cielo a la fuerza.
(Dulce.)
Con usted. Cada una en una butaca de seda celeste que se meza ella sola, y unos abanicos de raso grana. En medio de las dos, en un columpio de jazmines y matas de romero, Rosita meciéndose, y detrás su marido cubierto de rosas, como salió en su caja de esta habitación; con la misma sonrisa, con la misma frente blanca como si fuera de cristal, y usted se mece así, y yo así, y Rosita así, y detrás el Señor tirándonos rosas como si las tres fuéramos un paso de nácar lleno de cirios y caireles.

TÍA.—Y los pañuelos para las lágrimas que se queden aquí abajo.

AMA.—Eso, que se fastidien. Nosotras, ¡juerga celestial!

TÍA.—¡Porque ya no nos queda una sola dentro del corazón!

OBRERO 1º.—Ustedes dirán.

AMA.—Vengan.
(Entran. Desde la puerta.)
¡Ánimo!

TÍA.—¡Dios te bendiga!
(Se sienta lentamente.)

(Aparece ROSITA con un paquete de cartas en la mano. Silencio.)

TÍA.—¿Se han llevado ya la cómoda?

ROSITA.—En este momento. Su prima Esperanza mandó un niño por un destornillador.

TÍA.—Estarán armando las camas para esta noche. Debimos irnos temprano y haber hecho las cosas a nuestro gusto. Mi prima habrá puesto los muebles de cualquier manera.

ROSITA.—Pero yo prefiero salir de aquí con la calle a oscuras. Si me fuera posible apagaría el farol. De todos modos las vecinas estarán acechando. Con la mudanza ha estado todo el día la puerta llena de chiquillos, como si en la casa hubiera un muerto.

TÍA.—Si yo lo hubiera sabido no hubiese consentido de ninguna manera que tu tío hubiera hipotecado la casa con muebles y todo. Lo que sacamos es lo sucinto, la silla para sentarnos y la cama para dormir.

ROSITA.—Para morir.

TÍA.—¡Fue buena jugada la que nos hizo! ¡Mañana vienen los nuevos dueños! Me gustaría que tu tío nos viera. ¡Viejo tonto! Pusilánime para los negocios. ¡Chalado de las rosas! ¡Hombre sin idea del dinero! Me arruinaba cada día. "Ahí esta Fulano"; y él: "Que entre"; y entraba con los bolsillos vacíos y salía con ellos rebosando plata, y siempre: "Que no se entere mi mujer." ¡El manirroto! ¡El débil! Y no había calamidad que no remediase… ni niños que no amparase, porque…, porque…, tenía el corazón más grande que hombre tuvo…, el alma cristiana más pura…; no, no, ¡cállate, vieja! ¡Cállate, habladora, y respeta la voluntad de Dios! ¡Arruinadas! Muy bien, y ¡silencio!; pero te veo a ti…

ROSITA.—No se preocupe de mí, tía. Yo se que la hipoteca la hizo para pagar mis muebles y mi ajuar, y esto es lo que me duele.

TÍA.—Hizo bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será hermoso el día que lo uses.

ROSITA.—¿El día que lo use?

TÍA.—¡Claro! El día de tu boda.

ROSITA.—No me haga usted hablar.

TÍA.—Ese es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar.
(A voces.)
¡Ama! ¿Ha llegado el correo?

ROSITA.—¿Qué se propone usted?

TÍA.—Que me veas vivir, para que aprendas.

ROSITA.—
(Abrazándola.)
Calle.

TÍA.—Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija mía. No te hagas a la desgracia.

ROSITA.—
(Arrodillada delante de ella.)
Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aun a mí misma me asombraba. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo hubierais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie; muchachas y muchachos me dejan atrás porque me canso, y uno dice: "Ahí está la solterona"; y otro, hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: "A esa ya no hay quien le clave el diente." Y yo lo oigo y no puedo gritar, sino vamos adelante, con la boca llena de veneno y con unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón.

TÍA.—¡Hija! ¡Rosita!

ROSITA.—Ya soy vieja. Ayer le oí decir al ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y… con quien quiero. Todo está acabado… y, sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía…, ¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad? Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretase sus dientes por última vez.

TÍA.—¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no te casaste con otro?

ROSITA.—Estaba atada, y además, ¿qué hombre vino a esta casa sincero y desbordante para procurarse mi cariño? Ninguno.

TÍA.—Tú no les hacías ningún caso. Tú estabas encelada por un palomo ladrón.

ROSITA.—Yo he sido siempre seria.

TÍA.—Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir.

ROSITA.—Soy como soy. Y no me puedo cambiar. Ahora lo único que me queda es mi dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mi sola.

TÍA.—Eso es lo que yo no quiero.

AMA.—
(Saliendo de pronto.)
¡Ni yo tampoco! Tú hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y nos repartimos el sentimiento.

ROSITA.—¿Y qué os voy a decir? Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas; y si las hubiera, nadie entendería su significado. Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero nunca me podríais ni entender ni quitar esta mano oscura que no sé si me hiela o me abrasa el corazón cada vez que me quedo sola.

AMA.—Ya está diciendo algo.

TÍA.—Para todo hay consuelo.

ROSITA.—Sería el cuento de nunca acabar. Yo sé que los ojos los tendré siempre jóvenes, y sé que la espalda se me irá curvando cada día. Después de todo, lo que me ha pasado le ha pasado a mil mujeres.
(Pausa.)
Pero ¿por qué estoy yo hablando todo esto?
(Al AMA.)
Tú, vete a arreglar cosas, que dentro de unos momentos salimos de este carmen; y usted, tía, no se preocupe de mí.
(Pausa. Al AMA.)
¡Vamos! No me agrada que me miréis así. Me molestan esas miradas de perros fieles.
(Se va el AMA.)
Esas miradas de lástima que me perturban y me indignan.

TÍA.—Hija, ¿qué quieres que yo haga?

ROSITA.—Dejarme como cosa perdida.
(Pausa. Se pasea.)
Ya sé que se está usted acordando de su hermana la solterona…, solterona como yo. Era agria y odiaba a los niños y a toda la que se ponía un traje nuevo…, pero yo no seré así.
(Pausa.)
Le pido perdón.

TÍA.—¡Qué tontería!

(Aparece por el fondo de la habitación un MUCHACHO de dieciocho años.)

ROSITA.—Adelante.

MUCHACHO.—Pero ¿se mudan ustedes?

ROSITA.—Dentro de unos minutos. Al oscurecer.

TÍA.—¿Quién es?

ROSITA.—Es el hijo de María.

TÍA.—¿Qué María?

ROSITA.—La mayor de las tres Manolas.

TÍA.—¡Ah!

Las que suben a la Alhambra

las tres y las cuatro solas.

Perdona, hijo, mi mala memoria.

MUCHACHO.—Me ha visto usted muy pocas veces.

TÍA.—Claro, pero yo quería mucho a tu madre. ¡Qué graciosa era! Murió por la misma época que mi marido.

ROSITA.—Antes.

MUCHACHO.—Hace ocho años.

ROSITA.—Y tiene la misma cara.

MUCHACHO.—
(Alegre.)
Un poquito peor. Yo la tengo hecha a martillazos.

TÍA.—Y las mismas salidas; ¡el mismo genio!

MUCHACHO.—Pero claro que me parezco. En carnaval me puse un vestido de mi madre…, un vestido del año de la nana, verde…

ROSITA.—
(Melancólica.)
Con lazos negros…, y bullones de seda verde nilo.

MUCHACHO.—Sí.

ROSITA.—Y un gran lazo de terciopelo en la cintura.

MUCHACHO.—El mismo.

ROSITA.—Que cae a un lado y otro del polisón.

MUCHACHO.—¡Exacto! ¡Qué disparate de moda!
(Se sonríe.)

ROSITA.—
(Triste.)
¡Era una moda bonita!

MUCHACHO.—¡No me diga usted! Pues bajaba yo muerto de risa con el vejestorio puesto, llenando todo el pasillo de la casa de olor de alcanfor, y de pronto mi tía se puso a llorar amargamente porque decía que era exactamente igual que ver a mi madre. Yo me impresioné, como es natural, y dejé el traje y el antifaz sobre mi cama.

ROSITA.—Como que no hay cosa más viva que un recuerdo. Llegan a hacernos la vida imposible. Por eso yo comprendo muy bien a esas viejecillas borrachas que van por las calles queriendo borrar el mundo, y se sientan a cantar en los bancos del paseo.

TÍA.—¿Y tu tía la casada?

MUCHACHO.—Escribe desde Barcelona. Cada vez menos.

ROSITA.—¿Tiene hijos?

MUCHACHO.—Cuatro.

(Pausa.)

AMA.—
(Entrando.)
Déme usted las llaves del armario.
(La TÍA se las da. Por el MUCHACHO.)
Aquí, el joven, iba ayer con su novia. Los vi por la Plaza Nueva. Ella quería ir por un lado y él no la dejaba.
(Ríe.)

TÍA.—¡Vamos con el niño!

MUCHACHO.—
(Azorado.)
Estábamos de broma.

AMA.—¡No te pongas colorado!
(Saliendo.)

ROSITA.—¡Vamos, calla!

MUCHACHO.—¡Qué jardín más precioso tienen ustedes!

ROSITA.—¡Teníamos!

TÍA.—Ven y corta unas flores.

MUCHACHO.—Usted lo pase bien, doña Rosita.

ROSITA.—¡Anda con Dios, hijo!
(Salen. La tarde está cayendo.)
¡Doña Rosita! ¡Doña Rosita!

Cuando se abre en la mañana

roja como sangre está.

La tarde la pone blanca

con blanco de espuma y sal.

Y cuando llega la noche

se comienza a deshojar.

(Pausa.)

AMA.—
(Sale con un chal.)
¡En marcha!

ROSITA.—Sí, voy a echarme un abrigo.

AMA.—Como he descolgado la percha, lo tienes enganchado en el tirador de la ventana.

(Entra la SOLTERA 3ª, vestida de oscuro, con un velo de luto en la cabeza y la pena, que se llevaba en el año doce. Hablan bajo.)

SOLTERA 3ª.—¡Ama!

AMA.—Por unos minutos no nos encuentra aquí.

SOLTERA 3ª.—Yo vengo a dar una lección de piano que tengo aquí cerca y me llegué por si necesitaban ustedes algo.

AMA.—¡Dios se lo pague!

SOLTERA 3ª.—¡Qué cosa más grande!

AMA.—Sí, sí; pero no me toque usted el corazón, no me levante la gasa de la pena, porque yo soy la que tiene que dar ánimos en este duelo sin muerto que está usted presenciando.

SOLTERA 3ª.—Yo quisiera saludarlas.

AMA.—Pero es mejor que no las vea. ¡Vaya por la otra casa!

SOLTERA 3ª.—Es mejor. Pero si hace falta algo, ya sabe que en lo que pueda, aquí estoy yo.

AMA.—¡Ya pasará la mala hora!

(Se oye el viento.)

SOLTERA 3ª.—¡Se ha levantado un aire!…

AMA.—Sí. Parece que va a llover.

(La SOLTERA 3ª se va.)

TÍA.—
(Entra.)
Como siga este viento no va a quedar una rosa viva. Los cipreses de la glorieta casi tocan las paredes de mi cuarto. Parece como si alguien quisiera poner el jardín feo para que no tuviésemos pena de dejarlo.

AMA.—Como precioso, precioso, no ha sido nunca. ¿Se ha puesto su abrigo? Y esta nube… Así, bien tapada.
(Se lo pone.)
Ahora, cuando lleguemos, tengo la comida hecha. De postre, flan. A usted le gusta. Un flan dorado como una clavellina.
(El AMA habla con la voz velada por una profunda emoción.)

(Se oye un golpe.)

TÍA.—Es la puerta del invernadero. ¿Por qué no la cierras?

AMA.—No se puede cerrar por la humedad.

TÍA.—Estará toda la noche golpeando.

AMA.—¡Como no la oiremos…!

(La escena está en una dulce penumbra de atardecer.)

TÍA.—Yo, sí. Yo sí la oiré.

(Aparece ROSITA. Viene pálida, vestida de blanco, con un abrigo hasta el filo del vestido.)

AMA.—
(Valiente.)
¡Vamos!

ROSITA.—
(Con voz débil.)
Ha empezado a llover. Así no habrá nadie en los balcones para vernos salir.

TÍA.—Es preferible.

ROSITA.—
(Vacila un poco, se apoya en una silla y cae sostenida por el AMA y la TÍA, que impiden su total desmayo.)

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