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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Clásico, drama, teatro

Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores

 

Así describía Federico García Lorca al personaje de esta obra. Cada jornada transcurre en una época distinta, desde fines del siglo pasado hasta los felices años veinte. Mientras el tiempo huye irremediablemente, son los otros los que hacen solterona a una mujer que se pregunta de manera abierta si es que no tiene derecho a respirar con libertad.

Aunque se presenta y articula como una comedia es, en realidad, un drama, el drama de la cursilería española, de la mojigatería española, del ansia de gozar que las mujeres han de reprimir por fuerza en lo más hondo de su entraña enfebrecida.

Federico García Lorca

Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores

ePUB v1.3

Mística
16.02.12

Personajes

DOÑA ROSITA: es el protagonista, es el reflejo de la típica mujer solterona de la época.

AMA

TÍA

MANOLA 1ª

MANOLA 2ª

MANOLA 3ª

SOLTERA 1ª

SOLTERA 2ª

SOLTERA 3ª

MADRE DE LAS SOLTERAS

AYOLA 1ª

AYOLA 2ª

TÍO

SOBRINO

CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA

DON MARTÍN

MUCHACHO

DOS OBREROS

UNA VOZ

Acto Primero

Habitación con salida a un invernadero.

TÍO.—¿Y mis semillas?

AMA.—Ahí estaban.

TÍO.—Pues no están.

TÍA.—Eléboro, fucsias y los crisantemos, Luis Passy violáceo y altair blanco plata con puntas heliotropo.

TÍO.—Es necesario que cuidéis las flores.

AMA.—Si lo dice por mí…

TÍA.—Calla. No repliques.

TÍO.—Lo digo por todos. Ayer me encontré las semillas de dalias pisoteadas por el suelo.
(Entra en el invernadero.)
No os dais cuenta de mi invernadero; desde el ochocientos siete, en que la condesa de Wandes obtuvo la rosa muscosa, no la ha conseguido nadie en Granada más que yo, ni el botánico de la Universidad. Es preciso que tengáis más respeto por mis plantas.

AMA.—Pero ¿no las respeto?

TÍA.—¡Chist! Sois a cuál peor.

AMA.—Sí, señora. Pero yo no digo que de tanto regar las flores y tanta agua por todas partes van a salir sapos en el sofá.

TÍA.—Luego bien te gusta olerlas.

AMA.—No, señora. A mí las flores me huelen a niño muerto, o a profesión de monja, o a altar de iglesia. A cosas tristes. Donde esté una naranja o un buen membrillo, que se quiten las rosas del mundo. Pero aquí… rosas por la derecha, albahaca por la izquierda, anémonas, salvias, petunias y esas flores de ahora, de moda, los crisantemos, despeinados como unas cabezas de gitanillas. ¡Qué ganas tengo de ver plantados en este jardín un peral, un cerezo, un caqui!

TÍA.—¡Para comértelos!

AMA.—Como quien tiene boca… Como decían en mi pueblo:

La boca sirve para comer,

las piernas sirven para la danza,

y hay una cosa de la mujer…

(Se detiene y se acerca a la TÍA y lo dice bajo.)

TÍA.—¡Jesús!
(Signando.)

AMA.—Son indecencias de los pueblos.
(Signando.)

ROSITA.—
(Entra rápida. Viene vestida de rosa con un traje del novecientos, mangas de jamón y adornos de cintas.)
¿Y mi sombrero? ¿Dónde está mi sombrero? ¡Ya han dado las treinta campanadas en San Luis!

AMA.—Yo lo dejé en la mesa.

ROSITA.—Pues no está.
(Buscan.) (El AMA sale.)

TÍA.—¿Has mirado en el armario?
(Sale la TÍA.)

AMA.—
(Entra.)
No lo encuentro.

ROSITA.—¿Será posible que no sepa dónde está mi sombrero?

AMA.—Ponte el azul con margaritas.

ROSITA.—Estás loca.

AMA.—Más loca estás tú.

TÍA.—
(Vuelve a entrar.)
¡Vamos, aquí está!
(ROSITA lo coge y sale corriendo.)

AMA.—Es que todo lo quiere volando. Hoy ya quisiera que fuese pasado mañana. Se echa a volar y se nos pierde de las manos. Cuando chiquita tenía que contarle todos los días el cuento de cuando ella fuera vieja: «Mi Rosita ya tiene ochenta años»…, y siempre así. ¿Cuándo la ha visto usted sentada a hacer encaje de lanzadera o frivolité, o puntas de festón o sacar hilos para adornarse una chapona?

TÍA.—Nunca.

AMA.—Siempre del coro al caño y del caño al coro; del coro al caño y del caño al coro.

TÍA.—¡A ver si te equivocas!

AMA.—Si me equivocara no oiría usted ninguna palabra nueva.

TÍA.—Claro es que nunca me ha gustado contradecirla, porque ¿quién apena a una criatura que no tiene padres?

AMA.—Ni padre, ni madre, ni perrito que le ladre, pero tiene un tío y una tía que valen un tesoro.
(La abraza.)

TÍO.—
(Dentro.)
¡Esto ya es demasiado!

TÍA.—¡María Santísima!

TÍO.—Bien está que se pisen las semillas, pero no es tolerable que esté con las hojitas tronchadas la planta de rosal que más quiero. Mucho más que la muscosa y la híspida y la pomponiana y la damascena y que la eglantina de la reina Isabel.
(A la TÍA.)
Entra, entra y verás.

TÍA.—¿Se ha roto?

TÍO.—No, no le ha pasado gran cosa, pero pudo haberle pasado.

AMA.—¡Acabáramos!

TÍO.—Yo me pregunto: ¿quién volcó la maceta?

AMA.—A mí no me mire usted.

TÍO.—¿He sido yo?

AMA.—¿Y no hay gatos y no hay perros, y no hay un golpe de aire que entra por la ventana?

TÍA.—Anda, barre el invernadero.

AMA.—Está visto que en esta casa no la dejan hablar a una.

TÍO.—
(Entra.)
Es una rosa que nunca has visto; una sorpresa que te tengo preparada. Porque es increíble la "rosa declinata" de capullos caídos y la inermis que no tiene espinas; ¡qué maravilla!, ¿eh?, ¡ni una espina!; y la mirtifolia que viene de Bélgica y la sulfurata que brilla en la oscuridad. Pero ésta las aventaja a todas en rareza. Los botánicos la llaman "rosa mutabile", que quiere decir mudable, que cambia… En este libro está su descripción y su pintura, ¡mira!
(Abre el libro.)
Es roja por la mañana, a la tarde se pone blanca y se deshoja por la noche.

Cuando se abre en la mañana.

roja como sangre está.

El rocío no la toca

porque se teme quemar.

Abierta en el mediodía

es dura como el coral.

El sol se asoma a los vidrios

para verla relumbrar.

Cuando en las ramas empiezan

los pájaros a cantar

y se desmaya la tarde

en las violetas del mar,

se pone blanca, con blanco

de una mejilla de sal.

Y cuando toca la noche

blando cuerno de metal

y las estrellas avanzan

mientras los aires se van,

en la raya de lo oscuro,

se comienza a deshojar.

TÍA.—¿Y tiene ya flor?

TÍO.—Una que se está abriendo.

TÍA.—¿Dura un día tan solo?

TÍO.—Uno. Pero yo ese día lo pienso pasar al lado para ver cómo se pone blanca.

ROSITA.—
(Entrando.)
Mi sombrilla.

TÍO.—Su sombrilla.

TÍA.—
(A voces.)
La sombrilla.

AMA.—
(Apareciendo.)
¡Aquí está la sombrilla!
(ROSITA coge la sombrilla y besa a sus tíos.)

ROSITA.—¿Qué tal?

TÍO.—Un primor.

TÍA.—No hay otra.

ROSITA.—
(Abriendo la sombrilla.)
¿Y ahora?

AMA.—¡Por Dios, cierra la sombrilla, no se puede abrir bajo techado! ¡Llega la mala suerte!

Por la rueda de San Bartolomé

y la varita de San José

y la santa rama de laurel,

enemigo, retírate

por las cuatro esquinas de Jerusalén.

(Ríen todos. El TÍO sale.)

ROSITA.—
(Cerrando.)
¡Ya está!

AMA.—No lo hagas más… ¡ca…ramba!

ROSITA.—¡Huy!

TÍA.—¿Qué ibas a decir?

AMA.—¡Pero no lo he dicho!

ROSITA.—
(Saliendo con risas.)
¡Hasta luego!

TÍA.—¿Quién te acompaña?

ROSITA.—(
Asomando la cabeza.)
Voy con las manolas.

AMA.—Y con el novio.

TÍA.—El novio creo que tenía que hacer.

AMA.—No sé quién me gusta más, si el novio o ella.
(La TÍA se sienta a hacer encaje de bolillos.)
Un par de primos para ponerlos en un vasar de azúcar, y si se murieran, ¡Dios los libre!, embalsamarlos y meterlos en un nicho de cristales y de nieve. ¿A cuál quiere usted más?
(Se pone a limpiar.)

TÍA.—A los dos los quiero como sobrinos.

AMA.—Uno por la manta de arriba y otro por la manta de abajo, pero…

TÍA.—Rosita se crió conmigo.

AMA.—Claro. Como que yo no creo en la sangre. Para mí esto es ley. La sangre corre por debajo de las venas, pero no se ve. Más se quiere a un primo segundo que se ve todos los días, que a un hermano que está lejos. Por qué, vamos a ver.

TÍA.—Mujer, sigue limpiando.

AMA.—Ya voy. Aquí no la dejan a una ni abrir los labios. Críe usted una niña hermosa para esto. Déjese usted a sus propios hijos en una chocita temblando de hambre.

TÍA.—Será de frío.

AMA.—Temblando de todo, para que le digan a una: "¡Cállate!"; y como soy criada, no puedo hacer más que callarme, que es lo que hago, y no puedo replicar y decir…

TÍA.—Y decir ¿qué…?

AMA.—Que deje usted esos bolillos con ese tiquití, que me va a estallar la cabeza de tiquitís.

TÍA.—
(Riendo.)
Mira a ver quién entra.

(Hay un silencio en la escena, donde se oye el golpear de los bolillos.)

VOZ.—¡Manzanillaaaaa finaaa de la sierraa!

TÍA.—
(Hablando sola.)
Es preciso comprar otra vez manzanilla. En algunas ocasiones hace falta… Otro día que pase…, treinta y siete, treinta y ocho.

VOZ DEL PREGONERO.—
(Muy lejos.)
¡Manzanillaa finaa de la sierraa!

TÍA.—
(Poniendo un alfiler.)
Y cuarenta.

SOBRINO.—
(Entrando.)
Tía.

TÍA.—
(Sin mirarlo.)
Hola, siéntate si quieres. Rosita ya se ha marchado.

SOBRINO.—¿Con quién salió?

TÍA.—Con las manolas.
(Pausa. Mirando al SOBRINO.)
Algo te pasa.

SOBRINO.—Sí.

TÍA.—
(Inquieta.)
Casi me lo figuro. Ojalá me equivoque.

SOBRINO.—No. Lea usted.

TÍA.—
(Lee.)
Claro, si es natural. Por eso me opuse a tus relaciones con Rosita. Yo sabía que más tarde o más temprano te tendrías que marchar con tus padres. ¡Y que es ahí al lado! Cuarenta días de viaje hacen falta para llegar a Tucumán. Si fuera hombre y joven, te cruzaría la cara.

SOBRINO.—Yo no tengo culpa de querer a mi prima. ¿Se imagina usted que me voy con gusto? Precisamente quiero quedarme aquí, y a eso vengo.

TÍA.—¡Quedarte! ¡Quedarte! Tu deber es irte. Son muchas leguas de hacienda y tu padre está viejo. Soy yo la que te tiene que obligar a que tomes el vapor. Pero a mí me dejas la vida amargada. De tu prima no quiero acordarme. Vas a clavar una flecha con cintas moradas sobre su corazón. Ahora se enterará de que las telas no sólo sirven para hacer flores, sino para empapar lágrimas.

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