Dios Vuelve en Una Harley (8 page)

Se rió sin más y apuró lo que quedaba de su banana split. Hizo un gesto para señalar su Harley, que estaba aparcada al otro lado de la ventana junto a nuestra mesa, y dijo que se ofrecería a llevarme a casa pero que probablemente me sentaría mejor volver andando para poder pensar en todo lo que acabábamos de hablar.

Durante el trayecto de regreso, no pude pensar en otra cosa. Quizá fuera posible reducir mi jornada laboral.

¿A quién se le había ocurrido la idea de una semana laboral de cuarenta horas? ¿Dónde estaba escrito? Sólo porque cuarenta horas sea la norma no significa que haya que respetarla a rajatabla. Pensé en todas las cosas de mi vida que siempre había considerado necesarias, como las mechas rubias en el pelo, y decidí que seguramente sería mucho más barato vivir aceptándome tal y como era. Sí, ya lo creo que iba a reducir mi jornada en el hospital. Supuse que no implicaría tanto sacrificio, aunque no pude evitar una punzada de culpabilidad sólo con pensar que no trabajaría jornada completa. Quizá Joe tuviera razón. Casi siempre la tenía. Tal vez fuera capaz de aprender a disfrutar de mi trabajo si lo desempeñaba por horas. Había llegado el momento de empezar a cuidar de mí misma como era debido.

Para cuando llegué a la «jungla de cemento», había decidido que las mechas rubias, las pistas de tenis y las piscinas no me hacían ninguna falta. Lo que necesitaba era descubrir mi verdadera personalidad.

El diario vespertino estaba en el escalón de la puerta cuando llegué a mi apartamento. Lo arrojé descuidadamente sobre el sofá mientras me encaminaba al cuarto de baño. Cuando volví, se había caído al suelo, pero la sección de anuncios clasificados permanecía sobre el sofá.

La hojeé y un anuncio en el apartado de alquileres atrajo mi atención.

Casita 1.ª línea de playa: 1 dor. 1 baño. Muy asequible. Urge alquilar de inmediato. Tel. 555-7987.

Miré el número de la página y me quedé estupefacta. Era el B-II.

6

En el trabajo, nadie dio muchas muestras de alegrarse cuando entregué la solicitud para cambiar mi condición laboral a la de empleada por horas. Todo el mundo me preguntó si había empezado a trabajar en otro sitio o si iba a volver a estudiar. Por lo visto, era un disparate que alguien quisiera disponer de más tiempo simplemente para disfrutar de la vida. Claro que seguían creyendo que la única manera de disfrutar de la vida era ganando todo el dinero posible y, ¿cómo podías conseguir eso trabajando por horas? Sin duda, iría de perlas que Joe se diera una vuelta por ahí. Intentaron incluso chantajearme enarbolando sentimientos de culpabilidad, pero puse todo mi empeño en que no lo consiguieran. Estaba decidida a cuidar de mí misma ante todo y sobre todo.

Había calculado que podría trabajar dos turnos semanales de doce horas y uno de ocho horas y seguir arreglándomelas con las facturas, siempre que redujera algunos de mis gastos. Estaba más que dispuesta a recortar un poco el presupuesto si aquello significaba más tiempo para explorar todos los nuevos aspectos de mi vida.

Hasta donde alcanzaba mi memoria, me había definido siempre por el trabajo que hacía. Cuando la gente preguntara, ¿qué haces?, quería tener una respuesta mejor que la de «soy enfermera». Era más que una enfermera, tenía que serlo. Era hora de descubrir qué más era.

Joe me había incitado a pensar de un modo distinto, y yo confiaba en su criterio. No era feliz ni lo había sido durante mucho tiempo, aunque había estado demasiado ocupada para darme cuenta. Era el momento de descubrir quién era yo y qué era lo que de verdad quería.

Luego estaba la cuestión del apartamento. No podía creer que estuviera renunciando a mi rinconcito en la jungla de cemento para trasladarme a una casita aún más pequeña y menos moderna en la playa. Pero era cierto y nada iba a detenerme a estas alturas. Estaba fascinada por las cosas que Joe me enseñaba de mí misma y tenía que admitir que quizá mi estilo de vida y mis prioridades habían sido un poco superficiales.

Cuando estás tan vacía y tan insatisfecha como yo lo estaba, no cuesta mucho aceptar riesgos. Si no hay nada que perder se toman decisiones intrépidas.

De nuevo habían pasado casi dos semanas sin tener noticias de Joe y me preguntaba si las apariciones quincenales iban a ser la pauta. Aunque también sabía que alguien como Joe jamás se dejaría regir por la rutina. Era un espíritu libre y al parecer tenía el poder de sacar a la superficie el espíritu libre que había en mí, un espíritu libre que yo ni siquiera sabía que poseía.

El primero de mes estaba ya en la «casa de la playa», como me gustaba llamarla, desempaquetando cajas de cartón. No podía imaginarme cómo iba a meter todo mi «arsenal» en la nueva vivienda pues ya había tenido problemas para acomodarlo en mi antiguo y más espacioso apartamento. No es que tuviera tantas cosas, pero por lo visto era más de lo que necesitaba el personal que decidía vivir en la playa. Y, por lo visto, la gente de la playa tampoco utilizaba armarios grandes. ¿Dónde diablos iba a poner toda mi ropa? Debía de haber perdido la cabeza al pensar que podría vivir aquí con comodidad.

Entonces fue cuando una voz encantadora llenó la habitación:

—El amor propio es la raíz de todos tus problemas. Renuncia al ego y dejarás sitio sólo a la felicidad… y quizá también a algunas de tus ropas —añadió jocoso.

No me hizo falta darme la vuelta para saber que Joe estaba detrás de mí, apoyado en la puerta abierta y sonriendo con esa sonrisa suya tan franca. Lo que me asombraba era el hecho de que sus apariciones no me sobresaltaran. No sé por qué, parecía del todo natural que surgiera de la nada y soltara alguna frase trascendental. Me preguntaba cómo lo hacía.

—Tu mente está divagando, Christine —esbozó una mueca desde su posición, con la silueta recortada contra la entrada.

—Lo sé. Pero es que eres una caja de sorpresas —me defendí.

—¿Llamas a esto una sorpresa? —me tomó el pelo—. Aún no has visto nada.

—Bueno, ¿sabes algún truco para hacer que dos metros cuadrados de ropa quepan en un metro cuadrado de armario?

No me sorprendí lo más mínimo cuando dijo:

—Claro que sí.

Cruzó hasta llegar a la cama, sobre la que había una enorme pila de ropa, y empezó a seleccionar entre el montón. En otras circunstancias me hubiera sentido un poco turbada, un poco cohibida, de que un hombre enredara entre mis cosas de ese modo, pero Joe no era un hombre normal. Sostuvo un par de viejos vaqueros ante mí. Los había comprado hacía dos años tras someterme a una dieta intensiva con la que perdí siete kilos.

Los lucí durante un par de semanas. Desde aquella fecha no me los había puesto.

—No te hacen falta —dijo con amabilidad mientras se disponía a tirar los vaqueros al suelo, a lo que iba a ser la pila de «eliminar».

—Espera —exigí—. ¡Ésos son unos vaqueros buenísimos! De acuerdo, tal vez ahora no me entren, pero algún día me servirán.

—¿Cuándo? —su tono no denotaba crítica alguna, tan sólo sinceridad.

—Cuando vuelva a ponerme a dieta —fue mi respuesta perfectamente lógica.

Dejó caer los vaqueros al suelo.

—Las dietas no funcionan —dijo—. ¿No lo sabes a estas alturas?

A continuación cogió el vestido turquesa sin tirantes que había llevado a la boda de mi primo hacía tres años.

Oh, qué recuerdos me traía ese vestido. Aquella noche había conocido a un amigo del novio e hicimos muy buenas migas. Habíamos bebido champaña y nos pasamos toda la noche bailando. Me hice muchas ilusiones con él y durante un tiempo se hicieron realidad hasta la noche en que me salió con el consabido discurso de «no pienso casarme nunca» que ya había oído de la lista interminable de perdedores que habían pasado por mi vida. Al principio intenté convencerme de que sólo lo decía porque aún no había encontrado a la persona adecuada: no me había encontrado a mí. Hicieron falta dos años de penalidades para comprender por fin que hablaba en serio.

—¿Cuándo te lo pusiste por última vez? —preguntó Joe.

—Hace tres años —musité mientras él lo sostenía vacilante sobre la pila de «eliminar»—. Pero me trae tan buenos recuerdos —supliqué a la vez que él lo dejaba caer encima de los vaqueros de la talla treinta y ocho.

—Los recuerdos no te sientan bien —recalcó mientras se le formaban unos pliegues en los extremos de los ojos y su hermosa boca se curvaba formando una sonrisa afable, casi burlona.

El resto de la mañana transcurrió conmigo defendiendo todas y cada una de las prendas que al final fueron a parar a la pila de desecho. Cuando acabamos, sólo quedaron mis vaqueros más cómodos, varias camisetas, unos pocos pares de pantalones cortos y un par de uniformes de trabajo. Joe sonreía con orgullo cuando cerró la puerta del armario en el que todavía quedaba espacio libre, mientras yo contemplaba con disgusto la pila de prendas descartadas que se hallaba en el suelo. Aunque lo que Joe había salvado era, por supuesto, lo único que yo me ponía, por algún motivo me sentía despojada.

—Despídete de esa ropa, Christine —dijo Joe con una leve insinuación de sonrisa, dispuesto a recogerla en un brazo y tirarla dentro de una bolsa gigante de plástico para la basura.

—Adiós —dije a las prendas que habían formado parte de mi identidad, de mi psique—. ¿Y qué hacemos ahora? —pregunté aunque no tenía verdadero interés en saber la respuesta—. ¿Se las llevamos al Ejército de Salvación?

—Si quieres… —respondió Joe un poco distraído. Ya había empezado a examinar mi caja de cintas y CDs.

—¿Si quiero? —pregunté un poco extrañada—. Esperaba una respuesta diferente de Dios o del Ser Espiritual o de lo que seas. Pensaba que te correspondía a ti fomentar los donativos de caridad. Ya sabes, regalos para los pobres.

—Ya te has hecho un donativo a ti misma al deshacerte de buena parte de tu antigua identidad. Tú misma se la has entregado a los pobres: a los pobres de espíritu. Cualquier cosa que hagas ahora con esas ropas es superflua.

Realizamos un repaso parecido a mis cintas, libros y otras pertenencias, y descartamos las cosas que ni había mirado en años, pero que por algún motivo absurdo me sentía obligada a retener. Joe me hizo ver que a veces te haces demasiado mayor para cierta música o ciertos libros que hay que dejar atrás; y tuve que admitir de mala gana que estaba en lo cierto.

Por fin, todo quedó recogido y el lugar apareció limpio y en orden. De hecho, estaba demasiado pulcro para mi gusto. Me sentí un poco deprimida.

—No estés triste, Christine —dijo Joe en tono consolador—. Ahora te queda espacio para crecer. Ahora hay espacio para la nueva Christine.

—Me gustaba la antigua.

—No, no te gustaba. Has pasado mucho tiempo sintiéndote infeliz y vacía. Creías que encontrarías la felicidad en llenar tu tiempo y tu vida de cosas materiales, pero no ha funcionado, ¿o sí?

—Supongo que no —no se podía negar que su punto de vista era razonable.

—Todo esto no es más que un ejercicio de preparación de cara a descubrir quién eres realmente y qué es lo que de verdad te hace feliz. Tendrías que estar más ilusionada. Por fin estás a punto de empezar a vivir.

No estaba muy convencida. Quería seguir creyendo que aquellos vaqueros talla treinta y ocho me entrarían otra vez y que volvería a bailar entre burbujas de champaña con aquel vestido sin tirantes. Sobre todo, quería creer que iba a enamorarme de nuevo, pero el sonido de la risa de Joe me devolvió al momento presente.

—Eres un hueso duro de roer —exclamó bromeando—, pero no te preocupes. No me iré hasta que te haya convencido de que existen caminos mejores.

—Tengo hambre —dije—. Vamos a comer algo.

Pensé en lo raro que resultaba que fuera yo quien sugiriera a un hombre que fuéramos a comer. En circunstancias normales esperaría a que él lo propusiera, para Joe no dar la impresión de estar demasiado interesada. Pero era diferente. Aparte, me sentía a gusto con él y desde luego no había necesidad de fingir con un hombre que podía oír mis pensamientos y que acababa de ayudarme a ordenar mi cajón de ropa interior.

—Es tu alma la que tiene hambre —dijo—, no tu estómago. Pero vayamos de todos modos. Te sentará bien salir a tomar el aire.

Como de costumbre, tenía razón. Mi estómago no estaba hambriento pero todo mi ser anhelaba algo que difícilmente se ofrecería en un menú. Mi alma, como había dicho él, presentaba síntomas de desnutrición.

Salí detrás de él y le seguí hasta su moto, que estaba aparcada en el callejón que separaba mi casita de la playa de los demás edificios. El aire salado del mar invadió mi nariz y me sentí mejor casi al instante. Como una experimentada motera, esperé a que Joe diera al pedal de arranque de la Harley para subirme detrás de él. Pasé una pierna sobre el liso asiento de cuero y apoyé el pie en el soporte lateral, con cuidado de evitar el ardiente calor del tubo de escape.

Joe se volvió para echarme una mirada y sonrió con satisfacción mientras aceleraba el motor.

—Ya veo que no eres una novata en esto —dijo con un tono cercano a la admiración—. Mira por dónde, quizá no tenga que enseñártelo todo…

Yo sonreía complacida sin decir palabra mientras acababa de ajustarme la correa del casco que me había dejado. Rodeé su estrecho talle con mis brazos y enlacé las manos sobre su estómago plano mientras él soltaba el embrague y salíamos disparados entre gravilla voladora y el ruido estridente de un motor de 1.340cc.

Como bien sabe cualquier motorista experimentado, el pasajero debe depositar toda su confianza en el conductor y los dos cuerpos deben viajar como si fueran uno. Había tenido un montón de novios que siempre me habían criticado por no ser capaz de dejar en sus manos la responsabilidad de conducir. Siempre protestaban porque me resistía demasiado y notaban cómo tiraba hacia el lado contrario en un intento por hacer contrapeso, mientras girábamos esquinas y doblábamos curvas por carreteras sinuosas. Quizá tuvieran razón. Nunca fui capaz de relajarme y confiar plenamente en su capacidad. Por más que insistieran en que me tranquilizara, permanecía vigilante en todo momento.

Puestos a pensar en ello, tal vez haya hecho lo mismo en mis relaciones personales. Siempre me había dado miedo perder el control, aunque sólo se tratara de un paseo en moto. Pero esta vez no iba a cometer ese error.

Esta vez era diferente. Sí que confiaba en Joe y se lo iba a demostrar.

Cerré los ojos y me pegué más a él, con el rostro apretado contra la suavidad de su camiseta desgastada. Ir en moto con Joe era como bailar con una diestra pareja de baile, el tipo de pareja que consigue que una novata parezca una experta, con sólo relajarse y dejarse llevar. Joe me hacía quedar como una experta «chica Harley». Tuve que reprimir una carcajada, al pensar en ello: ojalá alguien me viera entonces.

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