Dios Vuelve en Una Harley (3 page)

Ni con mucho. Antes y después de él había habido una larga procesión de tipos hipócritas y egoístas. Pero ver a Michael aquella noche —verlo tan puñeteramente feliz era la gota que colmaba el vaso.

El camarero de la barra me colocó delante un segundo Absolut con soda y yo no protesté. Debía de notarse a las claras que me hacía falta, sentada en aquel taburete evaluando la carcasa vacía que constituía mi vida.

Allí estaba yo, con treinta y siete años, atrapada en una profesión que había dejado de importarme. Dios sabía que ya no tenía deseos de seguir siendo enfermera, pero tampoco tenía ningún interés por volver a las aulas para procurarme una nueva carrera ajena a lo que había hecho hasta entonces. Todo aquello exigía un esfuerzo excesivo para una persona tan hastiada como yo. En cierto modo, había permitido que mi profesión hiciera conmigo exactamente lo que habían hecho los hombres: vaciarme de toda emoción, para arrojarme luego como una bandeja desechable de instrumental quirúrgico.

Eché una ojeada al espejo que había al otro lado de la barra y lo único que me devolvió la mirada fue el reflejo de un ser humano sumamente cansado y solitario. A mis espaldas, todo el mundo parecía estar emparejado o, como mínimo, intentaba estarlo, aunque me alegré de estar sola. Sabía, por todos los cursillos de psicología que había seguido, que aquélla era una conducta destructiva pero, francamente, no me importaba un pimiento.

No existía «la otra persona significativa», ni entraba en mis planes empezar a buscarla. Además, vaya término más estúpido. Por supuesto que era mejor que usar «novios». Había dejado de llamarlos así el día que cumplí treinta años. Novio era un término demasiado juvenil y, por otro lado, cuando llegas a los treinta se supone que tienes un marido, no un novio. Hacía ya siete anos que había pasado el plazo.

Luego estaba mi continuo problema de peso. No es que nadie pudiera considerarme gorda aparte de mí misma, pero las hamburguesas rápidas y la falta de ejercicio regular estaban empezando a hacer mella en mis caderas últimamente, y todo junto hacía que me sintiera más desgraciada de lo que ya era, si eso era posible.

Di otro sorbo distraído a la bebida y recapitulé mis pensamientos. Era una enfermera gorda, confundida y solitaria que ni siquiera podía recordar qué significaba sentirse feliz. Aún peor, Michael Stein era rico y dichoso, se mantenía en excelente forma y estaba casado. Al parecer, la única esperanza que tenía de cambiar mi vida, aunque fuera de forma insignificante, era renunciar a las dos únicas cosas con las que de verdad disfrutaba: los hombres y la comida rápida. Bueno, probablemente no encontraría excesiva dificultad en renunciar a los hombres. En cierto modo, sería como renunciar a las migrañas. Sin embargo, desechar la comodidad y conveniencia de la comida rápida hacía que experimentara un vacío y una pérdida insoportables.

Bebí otro trago, decidida a disfrutar de los últimos momentos libres de culpabilidad antes de iniciar otra dieta rigurosa. Fue en ese momento cuando algo extraño sucedió. Noté que alguien me observaba desde la puerta. No podía verle lo bastante bien como para discernir algún rasgo distintivo porque la luz brillante de la entrada destacaba su silueta y oscurecía sus rasgos. Así que, ¿cómo podía asegurar que me estaba observando? Ni idea; lo sabía, sin más. Por algún motivo, mi mente no ponía en duda que aquella figura me estaba escudriñando con una especie de implacable microscopio de gran potencia.

Descarté la idea y la atribuí al alcohol que poco a poco iba calando en mis células cerebrales. ¿Qué hombre en su sano juicio iba a fijarse en mí? Con los años había acabado resignándome. Era obvio que me estaba aislando; interponía un muro invisible que cualquier hombre con un mínimo de inteligencia, si es que quedaba alguno, reconocería enseguida, visto lo cual decidiría trasladarse a pastos más verdes.

No obstante, y pese a no poder verle muy bien, había en él algo muy atrayente. Lo más probable era que estuviera siendo víctima de un espejismo, pues otra cosa no tenía sentido.

Por entonces yo todavía no era consciente de que las cosas no siempre tienen sentido.

Le observé más atentamente mientras avanzaba a paso largo hacia el bar, mientras la banda terminaba la última pieza de su actuación. No es que fuera especialmente atractivo o singular según los criterios habituales, pero destacaba inmediatamente entre los chiflados, borrachos y pringados de turno. Todo en él denotaba dominio, desde el pelo oscuro, corto por delante y largo por detrás, hasta la camiseta descolorida y la cazadora negra de motorista con las mangas remangadas. Para sorpresa mía, deambuló con parsimonia hasta mi lado y, con una voz un poco áspera, aunque increíblemente melodiosa, hizo un gesto con la cabeza al camarero y pidió una soda con zumo de arándano. Esto no sólo me divirtió, sino que despertó mi curiosidad. Era innegable que el tipo tenía presencia. En contra de mis principios, mi mirada fue a parar a su grácil mano y observé el áspero vello negro y las venas prominentes y gruesas (¿qué voy a hacerle? No puedo dejar de ser enfermera, ni siquiera después de tomar unas cuantas copas con el estómago vacío). Observé cómo soltaba un billete de diez dólares sobre la barra y tampoco se me escapó la desnudez de su dedo anular.

Cuando llegó la virginal bebida que había pedido, hubiera jurado que me guiñó un ojo antes de inclinar el vaso empañado hacia sus labios sinuosos. Sostuvo el vaso medio lleno delante de él y se fue tranquilamente hacia el lugar que ocupaba la banda, al parecer indiferente al hecho de que había dejado el cambio de 7,50 dólares sobre la barra. Daba la impresión de estar seguro de que nadie iba a invadir el territorio ocupado por él. Nadie se atrevería. Desprendía un aura fascinante.

No podía asegurarlo, pero tuve la sensación de que me dejaba momentáneamente atrapada en su mirada cuando pasó con parsimonia junto a mí. Yo no estaba de humor para soportar egos masculinos ni coqueteos ocasionales, así que desvié la vista hacia el otro lado. Conocía demasiado bien a los de su clase y no estaba en absoluto interesada. Me inspiraba cierta curiosidad, pero en modo alguno interés. No era difícil adivinar que era como la mayoría de hombres que se mueven a sus anchas por los bares (y por mi vida, todo hay que decirlo): inmutables, dueños de sí mismos, fríos. En fin, el tipo de hombre del que siempre acababa enamorándome.

Con el tiempo he aprendido que soy una diabética emocional y que los hombres para mí son como barritas de chocolate: dulces al principio y nocivas al final. Pues no, mi corazón no había pasado por la trituradora en vano, al menos había aprendido un par de cosas. No obstante, me sentí intrigada al observar cómo saludaba con desenfado a los miembros de la banda y me percaté de la reacción de reconocimiento y deleite en los ojos de los músicos cuando repararon en su presencia. Supuse que él también tocaría algo ya que la mayoría de músicos huele a distancia a un compañero artista.

Después de aquello hice un esfuerzo deliberado por no prestarle más atención y en su lugar me concentré en la copa que tenía delante, que para mi sorpresa estaba casi acabada. No recordaba haberla apurado, pero debía de haberlo hecho. Aunque tuve la tentación de pedir una tercera, me lo pensé mejor. Al igual que con los hombres, todo lo que no sea moderación hace que a la mañana siguiente me arrepienta. Parecía claro que había llegado la hora de marcharse. Recogí el bolso, dejé una propina generosa sobre la barra y me encaminé hacia la puerta, contenta de saber que acababa de prevenir otro desengaño sentimental.

Salir de la atmósfera refrescante y acondicionada del local a la bochornosa y pegajosa noche de verano era como entrar en una sauna. Los bennies dirían que el calor era agobiante, pero los «desenterradores de almejas», como yo, soñábamos con noches como ésas todo el invierno. La brumosa y grávida luna estival me incitó a cruzar la calle hasta la playa. Siempre me ha encantado observar las olas perezosas del océano fluir y refluir y filtrarse en la arena. Pensé en los bennies que sólo saben ir a la playa en tropel durante las horas de sol, cargados de incontables cadenas de oro, crema de protección solar, maquillaje de una pulgada de espesor y atronadores estéreos portátiles. Sólo los «desenterradores de almejas» comprendemos que precisamente es por la noche cuando la playa está más hermosa, cuando la luna ilumina las blancas palomillas rodantes y la marea susurra mil palabras tiernas a cualquiera que tenga ganas de escuchar.

La temprana ola de calor estival había sacado al paseo entarimado a un número sorprendente de gente por lo general sedentaria, que esperaba encontrar cierto alivio al calor sofocante. Hablaban en un tono dulcificado, nocturno, mientras paseaban por el entablado desgastado por la climatología y anhelaban desesperadamente la más mínima insinuación de brisa fresca que viniera del océano. Sus voces tranquilizadoras arrullaron mis pensamientos hasta hacerlos desembocar en ideas más serenas.

¿Cómo había llegado a sentirme tan insatisfecha de mí misma y de cómo había transcurrido mi vida? ¿Por qué no podía encontrar soluciones a los problemas que me impedían una vida dichosa? Sé a ciencia cierta que como mínimo soy una persona bastante inteligente y he conocido gente estúpida que es mucho más feliz que yo. ¿Por qué no podía hallar una manera de llenar el vacío de mi existencia?

Caminé por el paseo del todo ensimismada y perdida en mis pensamientos, ajena por completo al prodigio y al misterio que me aguardaban. Tampoco me percaté de una madera suelta que sobresalía del entablado.

Tropecé con ella y salí volando por la oscuridad, me di en la cabeza contra la baranda de frío metal y aterricé de rodillas en lo alto de las escaleras que descendían hasta la arena.

Escudriñé la oscura playa en un intento de reorientarme tras la caída y creí advertir una forma singular en medio de la playa. Debía de haberme golpeado la cabeza con más fuerza de lo que pensaba porque hubiera jurado que había visto a un hombre sentado en una motocicleta, aunque sabía que aquello era bastante improbable. Ningún motorista que se precie de serlo se hubiera arriesgado, bajo ningún concepto, a que su moto se llenara de arena, así que me convencí de que sufría un principio de traumatismo craneal.

Cerré los ojos con fuerza antes de volver a mirar. Era cierto. Un poco más allá del paseo, había un hombre sentado en una moto sobre la fina arena de la playa. A medida que ganaba visibilidad, me di cuenta de que no estaba acomodado en lo alto de una motocicleta cualquiera, sino de una Harley Davidson. Las nítidas y poderosas líneas de la moto formaban un conjunto armonioso con las nítidas y poderosas líneas de la forma humana, como si fueran una misma cosa. Y por lo que yo había oído de los motoristas y sus Harley, eran una misma cosa.

La silueta del hombre y su moto se recortaba contra el telón de fondo de la enorme y brumosa luna, de las que sólo se ven en verano. La luna hacía lo que podía para iluminarle pero no brillaba lo suficiente como para permitirme distinguir algunos detalles sutiles, como el color de los ojos o la textura de la piel. Lo único que podía percibir era el perfil tosco típico de la clase de tipos que esperas encontrar sobre una Harley. De cualquier modo, algo en él me llamó la atención. Quizá fuera el gesto de su mentón, que emanaba amabilidad en vez de arrogancia, o la delicada curva de los altos pómulos que le daba un toque de hermosura. Aunque a primera vista causaba una impresión un poco intimidatoria, cuanto más lo estudiaba menos amenazante se volvía. Aquel hombre transmitía una sensación de paz, lo cual me intrigó profundamente.

Me apresuré a recordarme lo que había decidido sobre los hombres apenas veinte minutos antes, en aquel bar al otro lado de la calle, y me reprendí cumplidamente a mí misma. Ya estoy otra vez, pensé, demasiado romántica para mi propio provecho. Siempre concediendo demasiado crédito a los hombres antes de que hagan algo para merecerlo. No aprenderé nunca.

—Sí que aprenderás.

Las palabras llegaron flotando por el aire pegajoso desde su dirección, en tono suave y amable. Pese a lo inesperado de la voz, no me sorprendió. Pero bien mirado, tendría que haberme sorprendido. Aquello sólo lo había pensado, estaba segura de que no lo había dicho en voz alta. ¿Cómo era posible que él me hubiera oído y por qué me había contestado? Quizá, sencillamente, él estuviera a su vez pensando en voz alta, sin pretender en ningún momento que sus palabras se oyeran. Seguro, de eso se trataba. No era más que una coincidencia un tanto peregrina.

La suave voz flotó otra vez en el aire cálido de la noche.

—¿No sabes que no existen las coincidencias ni nada por el estilo? —preguntó—. Todo lo que sucede, por insignificante que sea, forma parte del fluir universal.

Aquello ya era demasiado.

—¿Quién eres tú? —insistí en saber, a la vez que captaba una insinuación de su hermosa dentadura blanca a través de su sonrisa.

—No tengas miedo —murmuró con exquisita cortesía.

—No me asustas —le respondí con un pelín de excesiva confianza para alguien que seguía de rodillas después del tropezón anterior.

No dijo nada. No le hacía falta. Se limitó a ofrecerme la mano derecha y esperó pacientemente a que yo descendiera las escaleras para tomarla.

¿Yo estrecharle la mano? ¿Estaba chalado? ¿Acaso parecía tan estúpida? Era evidente que este individuo tenía mucho que aprender sobre las mujeres.

—Por favor —dijo, con el tono de voz preciso y la mezcla adecuada de amabilidad y dulzura en el rostro.

Definitivamente, el tipo tenía muy poco que aprender sobre las mujeres.

3

Dudé sólo un momento, pues sabía que no podía confiarme, pero lo cierto era que no me inspiraba ningún temor. Yo, una cínica redomada, me sentía arrastrada hacia un desconocido por una fuerza innombrable, indefinible. Me aproximé a él no sin cierta timidez, aunque sin apartar los ojos de su dulce rostro, y a punto estuve de resbalar por la escalera desgastada por la intemperie. Al final de los escalones me quité los zapatos y la fría arena alivió mis pies agotados y recalentados. Entré en el charco de luz de luna que le rodeaba y él me tendió la mano derecha de modo más decidido, aunque su cuerpo permanecía relajado y acomodado sobre la Harley.

Le identifiqué enseguida como el tipo del bar que se había quedado mirándome, el tipo que se movía con el aire desenvuelto de un músico. Le estreché tímidamente la mano, que retiré todo lo rápido que los buenos modales me permitían (que nadie pregunte por qué me preocupaban los buenos modales, no tengo ni idea). Sé que él percibía mi timidez y recelo, aunque no dijo nada.

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