Dios Vuelve en Una Harley (7 page)

De vez en cuando me encontraba a mí misma deseando que Joe llamara para compartir con él mis hallazgos, pero me recordaba enseguida el segundo mandamiento y concentraba mis esfuerzos de nuevo en el momento, y ponía todo mi empeño en que fuera lo más estimulante posible. A veces eso significaba oler las flores frescas que se habían convertido en un elemento permanente tanto en la lista de la compra como encima de la mesa de la cocina. Otras veces se trataba de poner los pies en alto y leer una revista o tomar una ducha con jabón aromático o escribir poesía. No es que mi vida fuera perfecta, ni pensarlo. El trabajo, la falta de vida afectiva y mi peso seguían sin entusiasmarme, pero mi potencial para ser feliz crecía y se desarrollaba a diario, al igual que el placer de buscar mecanismos en mi cerebro. Me volví más y más creativa y descubrí que era del todo posible disfrutar habitualmente de un día estupendo. Si se me agotaban las ideas no tenía más que sentarme quieta durante un momento (un milagro en sí mismo), cerrar los ojos y preguntarme qué era lo que más me apetecía hacer en aquel preciso instante.

Y puestos a pensar, lo que de verdad quería en este instante era un cucurucho de helado de chocolate… sumergido en ese chocolate caliente que se endurece con el contacto del helado. Oh, sí, eso era. Introduje los pies en las gastadas chancletas y me metí dos dólares en el fondo del bolsillo de mis pantalones cortos favoritos. Antes lo normal hubiera sido tener helado de chocolate en el congelador, pero eso se había acabado, y también conducir seis manzanas hasta la heladería más próxima. Ahora comprendía lo solitario y compulsivo que era estar sentada en mi apartamento engullendo lo que inevitablemente acababa siendo una tarrina de un cuarto de litro de helado, sin saborearlo tan siquiera, en un intento de llenar el vacío de mi vida. No sé muy bien por qué, pero ya no me sentía vacía, sólo me moría de ganas de comer un helado de chocolate. Y además, en esos días disfrutaba del paseo tanto como del cucurucho.

Una ráfaga de aire fresco formó un remolino a mi alrededor cuando abrí la puerta para entrar en la heladería.

Añadí mentalmente a mi lista: qué bien sienta esa primera ráfaga de aire acondicionado en una bochornosa noche de verano. Me compré el cucurucho y lamí el goteo lácteo mientras examinaba el local en busca de un asiento.

Fue entonces cuando le descubrí.

Joe estaba sentado en el extremo más apartado. Tenía delante un banana split sin empezar y me sonreía con un gesto cómplice, como si llevara un rato esperando educadamente a que me uniera a él.

—Te estás volviendo bastante buena en esto —comentó mientras me acomodaba en la fría silla metálica situada al otro lado de la mesa. Sonreí y él continuó—: Hasta el momento has sido una alumna excelente, Christine.

—Gracias —murmuré yo, que en verdad estaba más interesada en el helado de chocolate que en cualquier cumplido.

Sin perder ni un segundo, Joe continuó:

—¿Sabes esas plantas de tu apartamento que tuviste que trasplantar?

Hice un gesto de asentimiento sin dejar de chupar las gotas que se escapaban del helado e intentaban escurrirse por un lado de mi cucurucho. No se me ocurrió preguntar cómo sabía que acababa de cambiar de maceta varias de mis plantas de rápido crecimiento. Supongo que empezaba a dar por sentado sus milagros.

—Pues bien, tienes mucho en común con ellas —siguió—. Pronto vamos a tener que trasplantarte. Hay que reconocer que estás creciendo a un ritmo mucho más rápido de lo que yo esperaba.

—¿Trasplantarme? —conseguí preguntar—. ¿A qué te refieres? ¿A trasladarme a una ciudad más grande? La verdad, Joe, no estoy preparada para eso. Estoy muy contenta aquí y…

—Nunca te obligaría a hacer nada —interrumpió—, pero no te engañes a ti misma: no estás tan contenta como dices.

—¿Entonces de qué hablas? ¿De que debería trasladarme o «trasplantarme» a algún otro sitio?

—Cálmate —se rió a la vez que cubría mi mano libre con la suya, más grande y cálida—. Nunca hagas nada que no desees de veras. —Se llevó con la cuchara un poco de nata batida a la boca y añadió—: Además, no me refería a eso.

—Bueno, pues ¿a qué te referías, Joe? La verdad, a veces me cuesta seguirte.

Hizo girar en su boca un pedazo de plátano bañado en helado y degustó el sabor y el frío que entumecía su lengua antes de permitir que se deslizara garganta abajo. No pude evitar pensar que estaba practicando mi segundo mandamiento, el de vivir el momento y disfrutar de todo. Aún no se había enterado de que ya era casi una experta en aquel tema.

Esbozó una sonrisa con la boca cerrada y supe que me leía el pensamiento una vez más. No iba a ser tan tonta como para interrumpir aquel momento, así que aguardé.

—Has estado haciendo los deberes —comentó por fin.

—Sí, pero ¿qué es todo ese asunto de «trasplantarme»? No me pongas más nerviosa —me daba cuenta de que estaba impacientándome pero la idea de desarraigarme hacía que me sintiera amenazada. Intuí que posponía la respuesta con el propósito de poner a prueba mi paciencia, así que esperé.

—Tienes que aprender a tener un poco de paciencia —dijo amable, sin dar muestras de recriminación—. Pero tal vez sea el momento para comunicarte tu tercer mandamiento, aunque te estás adelantando un poco al programa.

Me quedé callada y me concentré en apretar con la lengua el último trozo de helado hasta introducirlo en el fondo del cucurucho, para así poder mordisquear la parte inferior y absorberlo por allí, todo pegajoso y reblandecido, como recordaba haber hecho de niña. Sabía que Joe me enseñaría la siguiente lección en el momento oportuno. No era necesario pincharle.

Justo estaba llegando al final de mi viscoso invento cuando la voz de Joe pareció llenar la sala de un modo casi místico:

—«Cuida de ti misma ante todo y sobre todo. Pues tú eres yo y yo soy tú, y cuando cuidas de ti, cuidas de mí.

Juntos, nos cuidamos el uno al otro.»

Me sentí un poco azorada al advertir que el hombre sentado a la mesa de al lado lanzaba una extraña mirada en nuestra dirección. La voz de Joe podía ser suave como el susurro de la brisa o vibrante como el despegue del Concorde, y toda la gama comprendida entre ambos sonidos. Aunque era evidente que el hombre de la mesa de al lado había oído nuestra conversación, Joe no le dio importancia:

—No te preocupes por él —sonrió—. Es uno de los que aún esperan mi visita. No está incluido en mi programa hasta la primavera del 98.

—De acuerdo, así que se supone que tengo que cuidar mucho de mí misma —resumí. Sabía que me tocaba recitar la lección.

—Ante todo y sobre todo —añadió Joe.

—Bueno, y ¿no crees que ya lo hago? Quiero decir que salgo a correr, intento comer bien, no fumo y…

—Y pasas cuarenta horas a la semana en un trabajo que crees que odias y el resto del tiempo que permaneces despierta lo dedicas a lamentarte de lo imperfecto que te parece tu cuerpo y lo sola que estás sin un hombre en tu vida.

—Oh. —¿Qué podía objetar? Tenía toda la razón del mundo—. Bien, ¿y cómo puedo arreglar alguna de esas cosas? —le pregunté haciéndome la santa—. Y, permíteme aclarar que no creo que odie mi trabajo: lo odio.

¡Trabaja tú el turno de noche y pásate los fines de semana currando y soportando a los médicos vanidosos, a ver si te gusta!

Sonrió con expresión amable, paciente y maliciosa… que cayó sobre mí como un cubo de agua fría.

—Te encanta tu trabajo —dijo con su acariciadora voz de brisa estival.

—¡Lo odio! —repliqué.

—Tu trabajo es parte de tu objetivo final aquí en la Tierra. Con eso no quiero decir que no sea agotador o frustrante pero, en esencia, te encanta.

—Lo odio.

—Te encanta. Pero te excedes. Lo que necesitas es dosificarlo.

—¿Insinúas que reduzca las horas de trabajo? —No podía creer que alguien sugiriera una cosa así, aunque tampoco sé por qué me parecía una idea tan peregrina. —Precisamente.

—¿Y entonces qué propones para pagar las facturas?

A menos, claro está, que hayas dado con un sistema de supervivencia que no incluya comida ni alojamiento.

—Piensa en lo que acabas de decir. —¿Lo de sobrevivir?

—No. Lo de pagar las facturas. ¿Qué tipo de facturas? Piensa adónde va a parar la mayor parte de tu sueldo.

Me estaba crispando y se me notaba.

—Bien, está la frívola cuestión de pagar el alquiler cada mes —mi tono sonó sarcástico, que era lo que pretendía.

—Y ¿de verdad te hace falta vivir en esa jungla gigante de cemento que es tu urbanización de apartamentos? —objetó.

—Ofrece muchas ventajas —respondí un poco a la defensiva—. Tiene piscina, pista de tenis y servicio de tintorería.

—Intenta ser más franca, Christine. —Sus aterciopelados ojos marrones absorbían toda mi atención y, si todavía sostuviera un helado en las manos, con toda seguridad se habría derretido a causa del calor que emanaba de él—. ¿Cuál es el verdadero motivo de que vivas ahí? ¿Qué fue lo primero que te atrajo de esta urbanización?

Tenía que meditar la respuesta. ¿Adónde quería ir a parar? ¿Qué tenía de malo vivir en una agradable urbanización de apartamentos? ¿Ni siquiera me merecía eso? ¿Iba a decirme que no merecía llegar a casa y encontrarme un apartamento cómodo y práctico después de una dura jornada de trabajo? Bueno, si lo hacía, estaba dispuesta a romper relaciones con él en aquel mismo instante.

—Tu mente divaga, Christine. Intenta recordar el motivo que te impulsó en primer lugar a escoger esa urbanización.

—El conocer a tíos solteros —admití.

—¿Por qué?

—Para poder enamorarme y casarme con uno, si tanto te interesa.

—¿Y qué más? —preguntó sin hacer caso a mi creciente irritación.

—Y llevar tal vez una vida más cómoda, ya sabes, no tener que pagar tantas facturas yo sola —la respuesta me sorprendió a mí más que a él.

—Por fin un poco de sinceridad —dijo Joe mostrando cierto alivio en los ojos—. ¿No te das cuenta, Christine, de que así no cuidas de ti misma? Tu vida sería mucho más gratificante si eliminaras obligaciones inútiles.

—Bien, da la casualidad de que tener un techo sobre la cabeza a mí me sirve de mucho.

—¿Cuándo utilizaste la pista de tenis por última vez? —preguntó en el mismo tono sereno.

Me temía que acabaría haciendo esa pregunta.

—No he jugado nunca —musité.

—¿Cuándo nadaste en la piscina por última vez? —No tenía piedad.

—Bueno, mmmmmm…, me gusta nadar pero…

—Pero no te gusta que se te moje el pelo —acabó la frase por mí—. Especialmente por el cloro y todo eso. Esas mechas rubias de cincuenta y dos dólares podrían quedarse anaranjadas, ¿me equivoco? Y luego está la cuestión de que te vean sin maquillaje.

—Bueno, ¿y qué esperabas? Hay tíos por ahí —respondí sin demasiada convicción.

—¿Y qué?

—Que no quiero que me vean así. —¿Por qué no?

Vacilé. Aquello no sólo era humillante sino doloroso.

Los ojos de Joe me escudriñaban y me daban ánimo al mismo tiempo, y finalmente reuní el valor para responder con franqueza.

—Porque podrían pensar que soy un poco… y no me invitarán a salir… y entonces acabaré siendo una pobre vieja solitaria.

Esperó un momento antes de añadir:

—…Que nunca va a nadar ni hace ninguna de las cosas que le apetecen porque los hombres podrían no aprobar su aspecto mientras las hace.

Ni yo misma lo hubiera expresado mejor. Bajé la vista y asentí. Joe estiró el brazo desde el otro lado de la mesa y me levantó con dulzura la barbilla con dos largos dedos que me obligaron a mirar ese magnífico rostro mientras caía la bomba:

—Y entonces irías por ahí culpando de tu infelicidad a los hombres y su superficialidad.

Sabía que tenía razón pero veinte y pico años de tinte sobre mis espaldas no me permitían sucumbir sin librar una última batalla.

—Espera un momento —solté bruscamente—. De acuerdo, me gasto cincuenta y dos dólares de vez en cuando para que me pongan mechas rubias en el pelo, pero lo hago porque quiero. Y si da la casualidad de que a los hombres también les gusta, pues mejor. Pero lo hago porque así me siento guapa y eso me gusta.

—¿Te gusta estar sentada sudando junto a la piscina? ¿Intentando conseguir el moreno perfecto para poder atraer a un hombre? —lo que me arrojaba eran pelotas de béisbol.

—No me importa —dije, sin mucha convicción—. Sí. Quizás incluso me gusta —añadí para dar énfasis. Pero no servía de nada. Ambos sabíamos que estaba agotando los últimos cartuchos.

—Sí, es posible —respondió él evasivamente—. Pero quizá también te gustaría andar por la playa con el sol calentando tus hombros desnudos. Y tal vez los remolinos de oleaje salado alrededor de los tobillos te sentaran mejor que el agua clorada y tratada químicamente, en la que nunca te metes. Puede incluso que te apeteciera zambullirte en una ola o dejarte arrastrar hasta la orilla con una tabla de bodysurf en medio de la espuma blanca, o respirar el aire limpio del océano que sólo las gaviotas parecen apreciar últimamente. Quizá, sólo quizá, todo eso te gustara.

Joe meneó la cabeza con gesto derrotado y, de pronto, no pude soportar ver que desaparecía su actitud optimista que tan irritante llegaba a ser. Parecía un muchacho que ha comprado un maravilloso regalo de cumpleaños para alguien que luego no sabe apreciarlo. El mundo no había parado de rechazar sus regalos; regalos a los que él concedía un valor inmenso. Comprendí que le había ofendido al escoger placeres artificiales, hechos por el hombre, en vez de la maravillosa variedad de deleites que había puesto a mis pies.

¿Cómo podía haber sido tan insensible?

—Joe, no es que no me guste vivir en la playa —intenté explicar—. Simplemente no puedo permitírmelo.

—Al estilo al que estás acostumbrada, quizá no.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Eso es lo que tú tienes que adivinar. —Debí de poner una expresión indescriptible, porque añadió—: Pero te daré una pista. ¿Lista?

Me alegró volver a percibir su optimismo de siempre. Torturarme con acertijos parecía un remedio magnífico para su abatimiento.

—¿Una pista? —pregunté—. ¿Sobre qué? Quieres trasplantarme, ¿verdad?

—B-ii —dijo como si eso pudiera tener algún sentido para mí.

—¿B-ii? ¿Qué clase de pista es ésa? ¿B-ii? ¿Qué es? ¿Algún tipo de aeroplano? ¿Una ametralladora o algo así? ¿Qué?

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