Estoy a punto de iniciar el descenso cuando miro a lo lejos y presencio un asombroso despliegue de luz cuya causa es imposible de identificar, que atraviesa la niebla de una forma sorprendente, brillante y llena de color.
—¿Qué es eso? —susurro, observando boquiabierta la escena que se desarrolla frente a mí; supongo que me encuentro tan arriba que debo de estar presenciando una especie de espectáculo celestial de luz o algo así.
Pero no tardo en oír un leve rastro de chillidos y gritos de regocijo arrastrado por el viento, un sonido que me dice que se trata de Misa, Marco o Rafe, o tal vez incluso de los tres a la vez. Y de pronto comprendo por qué los ha enviado Loto detrás de mí.
Ella sabía lo del árbol. Sabía que fructificaba siempre. Sabía que en cualquier caso, por más que se esforzasen por detenerme, al final lo lograría.
Tal vez no se mostrase muy comunicativa respecto a la clase de inmortalidad que ofrece realmente el fruto, pero, claro, ellos solo le dijeron que buscaban el elixir de la vida, así que tenía todo el derecho a enviarlos.
Y aunque tal vez no se diesen cuenta de lo que estaban haciendo, a juzgar por el sonido de sus gritos y aullidos de entusiasmo, a juzgar por el modo en que su resplandor ilumina el cielo, lo que han encontrado es aún mejor de lo que en principio buscaban.
Han encontrado la iluminación, la auténtica inmortalidad.
La clase de inmortalidad que ahora sostengo en mis manos.
Y, ansiosa de que llegue mi turno, desciendo e inicio mi propio viaje de regreso.
L
o primero que observo cuando vuelvo a encontrarme en Laguna Beach es que estoy curada.
Con todo mi entusiasmo, supongo que he bajado por el sendero y he manifestado el velo tan deprisa que ni siquiera me he dado cuenta de que mi cuerpo ya no estaba maltrecho y ensangrentado, ni mi ropa estaba ya hecha jirones (aunque se ve bastante asquerosa).
Lo segundo que observo es el clima.
Hace calor.
Muchísimo calor.
Demasiado para los calcetines gruesos y las botas de senderismo que aún llevo.
Recorro con la mirada las calles estrechas y abarrotadas del centro. El sol que se refleja en los escaparates me fuerza a protegerme los ojos hasta que puedo manifestar un nuevo par de gafas de sol. Una parte de mí confía en que lo que me despista ahora sea que las temperaturas de Summerland apenas fluctúan y siempre tienden a ser frescas, mientras que la otra parte se teme que lo que estoy experimentando no sea solo un clima anormalmente cálido para la época del año, sino que, de hecho, sea más que normal.
Empiezo a preocuparme. Quizá he estado fuera mucho, mucho más tiempo del que tenía previsto.
Aunque puede que en Summerland no exista el tiempo, eso no impide que transcurra aquí, y a juzgar por el clima, mis vacaciones de invierno han superado de lejos el descanso de dos semanas que me concedieron en el instituto. De hecho, puede que incluso hayan superado también mi semana de vacaciones de primavera, y ninguna de las dos cosas puede traer nada bueno.
Pero aún más extraño que el clima, bueno, por lo menos casi más extraño, es que puedo sentir la gravedad del plano terrestre. Me siento más pesada, más lenta, y eso es muy raro. En los numerosos viajes que he hecho entre Summerland y el plano terrestre nunca he notado la diferencia. Al menos no así. No de una forma tan profunda y evidente. Pero, claro, tampoco he pasado nunca tanto tiempo seguido en Summerland, así que debe de tener algo que ver con eso.
Pensando en estancias largas y continuadas, voy a coger mi teléfono móvil para echarle un vistazo a la fecha. Recuerdo demasiado tarde que no lo he traído, cosa lógica dada la imposibilidad de obtener cobertura en una dimensión mística. Entonces echo una ojeada al escaparate más cercano en busca de alguna pista en cuanto al día y la hora; incluso el mes bastará. Pero solo veo un montón de artículos caros para el hogar que no sugieren ninguna estación del año en particular, entre ellos una cama para gatos en forma de corona hecha de pieles falsas.
Me echo al hombro la mochila que confeccioné con la camiseta. El peso me confirma que los frutos han sobrevivido al viaje de vuelta a casa. Sé que las cosas que se manifiestan en Summerland nunca sobreviven al viaje de regreso al plano terrestre. Pero, claro, yo no he manifestado los frutos. El responsable es el árbol, y tiene que ser ese el único motivo por el que continúan conmigo.
Me dirijo a la tienda de Jude. Supongo que puedo pasarme por allí, asegurarme de que está bien y buscar una forma sutil de informarme acerca de la fecha. Sin embargo, en lugar de encontrar a Jude, acabo encontrándome a la última persona que me esperaba.
Vale, puede que no sea la última persona, porque en realidad esa sería Sabine. Aun así, no voy a mentir, en cuanto veo a Honor trabajando detrás del mostrador de Mystics & Moonbeams, charlando con una clienta mientras cobra lo que parece ser una venta considerable, bueno, me quedo paralizada, congelada y petrificada.
Esperaba ver a Jude, o tal vez a Ava, o quizá incluso a cualquier otra persona. Pero nunca me hubiera imaginado ver a Honor. De hecho, ni siquiera estaba incluida en la larga lista de sospechosos.
Levanta la vista desde la caja registradora, me lanza una mirada apresurada y luego vuelve a concentrarse en teclear los números, pasar la tarjeta y envolver. Su rostro no muestra señal alguna de lo que puede sentir al verme ante sí, y he de reconocer que eso es mucho más de lo que puedo decir de mi propia reacción de asombro al verla allí.
Según las últimas noticias de que dispongo, Jude había ido eliminando sus clases de Desarrollo Psíquico de Nivel 1 (en especial el autofortalecimiento y la magia) cuando Honor acabó siendo su única alumna. Y después de unas cuantas clases individuales y privadas, decidió que lo mejor era ponerles fin por completo. He de admitir que me sentí aliviada al saberlo, ya que Honor no estaba utilizando sus nuevas habilidades precisamente con la mejor de las intenciones, ni por los mejores motivos.
Me refiero a que, por horrible que pueda ser Stacia (y, creedme, es horrible de verdad), yo no podía permitir que Haven y Honor la derrocasen para continuar con lo mismo. No estaba bien; demasiadas personas estaban saliendo perjudicadas por las secuelas. Y no puede decirse que las dos lo estuviesen haciendo mejor después de ocupar el lugar de Stacia. Si acaso, imitaban su peor comportamiento.
Lo último que supe fue que Honor y Stacia habían hecho las paces, por decirlo de algún modo, pero solo porque yo las había obligado. Y ahora, después de estar de viaje durante vete a saber cuánto tiempo, no tengo ni idea de lo que ha ocurrido desde entonces. Por lo que yo sé, ambas podrían ser de nuevo las horribles personas que eran y volver a tener su horrible forma de ser. Aun así, espero estar equivocada. Espero que al menos hayan intentado empezar a hacer algo un poco más productivo con sus vidas.
La clienta coge su bolso y pasa por mi lado con aire despreocupado de camino hacia la puerta, mientras que Honor se toma un momento para ocuparse del tíquet. Lo coloca con cuidado dentro de la cajita púrpura en la que Jude guarda los tíquets antes de instalarse en el taburete y dirigirse a mí:
—Vaya, vaya. —Sacude la cabeza mientras su mirada me recorre con mucha atención, disimulando la sensación que pueda causarle mi presencia allí—. Eres la última a la persona que esperaba ver.
—¿Está Jude? —pregunto, reacia a seguirle el juego, si es que se trata de eso. Resulta difícil saber qué pretende, o cuáles podrían ser sus motivaciones—. ¿O Ava? —añado, dejando claro que estoy dispuesta a hablar con cualquiera que no sea ella.
—Ava no tardará en llegar —dice, sin dejar de mirarme—. Y Jude también —acaba, con una sonrisa breve e involuntaria.
Me aproximo al mostrador y la miro a los ojos. Alza los hombros, apoya la espalda contra la pared y continúa estudiándome.
—¿Cuánto hace que trabajas aquí? —pregunto, en lugar de formular mi verdadera pregunta: «Qué día, hora y/o mes es?».
Sé que la deben de haber contratado para sustituirme, y supongo que su respuesta me dará una indicación del tiempo que me he pasado de viaje.
—Unos seis meses, más o menos.
Se encoge de hombros, se coloca detrás de la oreja un mechón de pelo de tonos cobrizos y luego se centra en el estado de sus cutículas. Me da vueltas la cabeza.
Seis meses.
¿Seis meses?
¡Seis meses!
La habitación da vueltas a mi alrededor, forzándome a agarrarme del mostrador para no caerme al suelo.
Si hace seis meses, estamos en mayo.
Estamos al final del segundo semestre de mi último curso.
¡Corro un grave riesgo de ser expulsada si no recurro al uso de la manifestación en la oficina del administrador del instituto!
Y no puedo evitar preguntarme si a Damen le pasa lo mismo, si también corre el peligro de ser expulsado, o si se las ha arreglado para volver aquí con tiempo de sobra mientras el viaje al Árbol de la Vida me llevaba al límite debido a toda esa sucesión de estaciones.
Aunque, claro, a Damen nunca le ha importado mucho el instituto. La única razón por la que se matriculó es la misma razón por la que se quedó: por mí. Después de vivir durante seis siglos, no le encuentra sentido. Y aunque recientemente yo he adoptado una postura similar (tal como demuestra mi escasa asistencia antes incluso de emprender mi viaje), nunca he pretendido que me expulsaran.
Nunca se me ha ocurrido abandonar los estudios.
Aunque llegué a creer que no necesitaba pruebas de acceso a la universidad, notas medias ni solicitudes de plaza, aunque di por supuesto que mi inmortalidad les quitaba el sentido a esas cosas, aun así nunca se me pasó por la cabeza no acabar el instituto.
Tirar el birrete al aire en la graduación es lo normal, y di por sentado que yo también lo haría.
Y ahora, al parecer, he dejado que eso también se vaya a paseo.
Suspiro y sacudo la cabeza. Trato de centrar mi atención de nuevo en el presente, en el lugar en que me encuentro ahora, y digo:
—Vaya, eso es… eso es bastante…
En realidad no sé qué más decir.
—Has estado fuera mucho tiempo —responde, alzando los hombros y las cejas—. ¿Qué tal te ha ido? ¿Cómo está Summerland? —pregunta, con tanta naturalidad que parece que siempre hayamos hablado de esos temas. Apenas me dedica una ojeada antes de volver a inspeccionarse las cutículas y toquetearse un padrastro que tiene en el borde del pulgar. Mientras tanto busco una forma de responder, pero no se me ocurre nada—. Conozco la existencia de Summerland. —Se lleva el pulgar en la boca y termina la tarea con los dientes antes de apoyarse las manos en el regazo y posar su mirada en mí—. Nunca he estado allí, por supuesto, aunque no es porque no lo haya intentado. —Pone cara de abatimiento—. Pero es difícil para una principiante como yo. Jude me ha contado que fuiste tú quien le llevó allí por primera vez, y ahora está tratando de hacer lo mismo por mí. Hasta ahora no he tenido mucha suerte, pero no me rindo. He estado estudiando mucho y he leído todo lo que he podido sobre el tema. ¿Es tan mágico como dice Jude? —De repente me mira, y sus ojos recorren mi ropa asquerosa, aunque reconozco sorprendida que no da muestras de juzgarme con malicia tal como acostumbraba hacer—. No pongas esa cara de susto. Tampoco es que sea un secreto jugoso. —Enarca las cejas y tuerce la boca—. Bueno, supongo que el hecho de que te pases el tiempo yendo allí se parece bastante a un secreto jugoso, pero aun así no es que el lugar sea un secreto. Aunque no le he contado a nadie lo de ese lugar, ni tampoco lo tuyo. Créeme, Jude ya me lo ha advertido. Estuvo a punto de amenazarme si decía una sola palabra acerca de ti o de lo que puedes hacer. Así que no te cortes, respira hondo y relájate, ¿vale?
Pero, aunque me asegura que puedo relajarme, me resulta imposible. Todos los pensamientos relajantes que pudiese tener han sido absorbidos por su forma de pronunciar «Jude».
«Jude me ha contado que fuiste tú quien le llevó allí por primera vez.»
«Jude dice que es mágico.»
«Jude me advirtió de que no lo contara.»
El nombre parece inofensivo y casual a primera vista, si no has oído cómo ha sido pronunciado: con un tono caluroso, íntimo, con una familiaridad que va mucho más allá de la relación entre alumna y profesor, o entre empleada y jefe.
Por no mencionar la frecuencia con que ha sido pronunciada, como si Honor fuese una chica colada por un tío que busca cualquier excusa para introducir su nombre en todas las frases.
—Así que Jude y tú, ¿eh?
La miro a los ojos mientras intento determinar lo que siento. Busco indicios de celos y me siento aliviada al darme cuenta de que no es eso lo que me tiene preocupada.
Me siento protectora, no envidiosa. No quiero que le hagan daño. Jude tiene un largo historial de enamorarse de todas las chicas equivocadas, las que acaban haciéndole daño, y yo entre ellas.
Y, o ella está mejorando mucho sus habilidades psíquicas, o bien yo pongo la peor cara de póquer de mi historia, porque me mira y dice:
—Oye, Ever, sé que no te caigo bien, o que no confías en mí, o las dos cosas, pero en cualquier caso en los últimos seis meses ha habido muchos cambios. Creo que te quedarías pasmada.
—Sí, bueno, la última vez dijiste que resultaba ser uno de esos cambios que no eran para mejor —replico, mirándola a los ojos un instante antes de recorrer el resto de su cuerpo.
Observo que su vestuario, antes a la moda, se ha transformado por completo. Ahora lleva una camiseta de manga corta con el símbolo del yin y el yang que llega más allá de la cintura de sus viejos vaqueros desgastados, un anillo de malaquita o, mejor dicho, el anillo de malaquita de Jude, adaptado con hilo de seda al dedo corazón, y unas chanclas de goma. Y no puedo evitar preguntarme si además de salir con Jude también estará saqueando su armario.
—Tienes razón —dice, nada desconcertada al reconocerlo, lo cual, por sí solo, es un indicio de progreso—. Pero lo que quería decir es que creo que te sorprenderías en el buen sentido. Ya no actúo en tu contra, Ever. En serio. Sé que no te lo crees, pero he cambiado. Ha cambiado mi forma de ver las cosas. Y para que lo sepas, Jude me importa de verdad. No voy a hacerle daño como tú.
La miro esperando que acabe esa frase, segura de que lo que de verdad pretendía decir era: «No voy a hacerle daño como tú crees», y que no tardará en rectificar.