Authors: Charlaine Harris
Fui a la camioneta de Sam a buscar una caja de Coca-Cola y me llamó la atención un hombre que estaba solo bajo la sombra de un gigantesco roble que había en la parte oeste del jardín. Era alto, delgado e iba impecablemente vestido con un traje que parecía carísimo. El hombre avanzó un poco hacia mí y le vi la cara; me di cuenta de que también estaba mirándome. Lo primero que pensé fue que se trataba de una criatura encantadora, no de un hombre. Fuera lo que fuera, no era precisamente humano. Aun siendo mayor, resultaba extremadamente atractivo y su pelo, todavía rubio dorado, era tan largo como el mío. Lo llevaba recogido. Estaba algo arrugado, como una deliciosa manzana que ha pasado demasiado tiempo en frío, pero iba completamente erguido y no usaba gafas. Llevaba un bastón negro, sencillo y con una cabeza dorada.
Cuando salió de las sombras, los vampiros se volvieron al unísono a mirarlo. Pasado un instante, todos inclinaron la cabeza. Él les devolvió el saludo. Mantuvieron las distancias, como si fuera un personaje peligroso o pavoroso.
Fue un episodio muy extraño, pero no tuve tiempo de pensar en ello. Todo el mundo quería una última copa gratis. La gala se había relajado y la gente empezaba a pasar a la parte delantera de la casa para despedir a las felices parejas. Halleigh y Portia habían desaparecido escaleras arriba para cambiarse. El personal de E(E)E se había encargado de retirar las tazas vacías y los platitos del pastel y el picoteo y el jardín estaba relativamente arreglado.
Ahora que ya no estábamos ocupados, Sam me dijo lo que tenía en mente.
—Sookie, ¿me equivoco o no te gusta Tanya?
—Tengo algo en contra de Tanya —dije—. Lo que pasa es que no estoy segura de si debería contártelo. Es evidente que te gusta. —Cualquiera diría que había estado dándole algún que otro traguito al bourbon. O al suero de la verdad.
—Si no te gusta la idea de trabajar con ella, quiero oír el motivo —dijo—. Eres mi amiga. Respeto tu opinión.
Fue agradable oír aquello.
—Tanya es bonita —dije—. Es brillante y muy capaz. —Aquello eran las cosas buenas.
—¿Y?
—Y vino aquí a espiar —dije—. La enviaron los Pelt, para tratar de averiguar si yo tenía algo que ver con la desaparición de su hija Debbie. ¿Recuerdas cuando vinieron al bar?
—Sí—dijo Sam. Bajo la iluminación que habían colocado en el jardín, quedaba tan brillantemente iluminado como hundido en las sombras—. ¿Tuviste algo que ver con ello?
—Todo —dije tristemente—. Pero fue en defensa propia.
—Sé que tuvo que ser así. —Me había cogido la mano. La mía se estremeció, sorprendida—. Te conozco —dijo, sin soltarme.
La fe de Sam me hizo sentir un calor interior. Llevaba ya mucho tiempo trabajando para él y que me tuviera en buena estima significaba mucho para mí. Casi me atraganté y tuve que toser para aclararme la garganta.
—Así que no me he alegrado de ver a Tanya —continué—. No confié en ella desde el principio, y cuando descubrí por qué había venido a Bon Temps, se me cayó el alma a los pies. No sé si los Pelt siguen pagándole. Además, esta noche ha venido con Calvin y no tiene sentido que quiera ligar contigo. —Mi tono de voz sonó mucho más enojado de lo que pretendía.
—Oh. —Sam estaba desconcertado.
—Pero si quieres salir con ella, adelante —dije, tratando de aligerar la cosa—. Quiero decir que... no tiene por qué ser mala. Y me imagino que creía estar haciendo lo correcto al venir aquí para encontrar información sobre una cambiante desaparecida. —Lo que acababa de decir había sonado bastante bien y podía incluso ser verdad—. No tiene por qué gustarme con quién salgas —añadí, simplemente para dejar claro que comprendía que no tenía ningún derecho sobre él.
—Sí, pero me siento mejor si te gusta —dijo él.
—Lo mismo digo —concedí, para mi sorpresa.
Empezamos a recoger con tranquilidad y tratando de no molestar, pues aún quedaban invitados.
—Ya que hablamos de parejas, ¿qué ha sido de Quinn? —preguntó Sam mientras seguíamos trabajando—. Te veo cabizbaja desde que volviste de Rhodes.
—Ya te dije que resultó gravemente herido por la explosión. —La división de Quinn en E(E)E se ocupaba de la preparación de eventos especiales para la comunidad de los seres sobrenaturales: bodas entre la realeza de los vampiros, fiestas de mayoría de edad de hombres lobo, concursos para la elección de líderes de la manada y asuntos similares. Por eso Quinn se encontraba en el Pyramid of Gizeh cuando la Hermandad del Sol nos jugó aquella mala pasada.
Los miembros de la Hermandad del Sol eran contrarios a los vampiros, pero no tenían ni idea de que los vampiros no eran más que la punta visible y pública del iceberg del mundo sobrenatural. Nadie lo sabía; o, como mínimo, lo sabían muy pocas personas, como yo, aunque cada vez éramos más los que compartíamos el gran secreto. Estaba segura de que si los fanáticos de la Hermandad supieran de su existencia, odiarían a los hombres lobo o a los cambiantes como Sam tanto como hacían con los vampiros. Y el momento de que se enteraran podía llegar pronto.
—Sí, pero pensaba...
—Lo sé, yo también pensaba que lo de Quinn y yo estaba asentado —dije, y si mi tono de voz sonaba deprimido era porque pensar en mi hombre tigre desaparecido me hacía sentir así—. Sigo creyendo que en cualquier momento tendré noticias suyas. Pero por ahora ni palabra.
—¿Tienes aún el coche de su hermana? —Frannie Quinn me había prestado su automóvil para regresar a casa después del desastre de Rhodes.
—No, desapareció una noche mientras Amelia y yo estábamos trabajando. Lo llamé y le dejé un mensaje en el contestador para decirle que me lo habían robado, pero no he tenido respuesta.
—Lo siento, Sookie —dijo Sam. Sabía que era una respuesta inadecuada, pero ¿qué decir sino?
—Sí, yo también —dije, tratando de no parecer más deprimida aún. Reconstruir un terreno mental trillado suponía un gran esfuerzo. Sabía que Quinn no me culpaba en absoluto de haber resultado herido. Lo había visto en el hospital de Rhodes antes de irme, y estaba al cuidado de su hermana, Fran, que en aquel momento no parecía odiarme. Pero ¿por qué no había ningún tipo de comunicación?
Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Intenté pensar en otra cosa. Estar ocupada siempre había sido el mejor remedio para mis preocupaciones. Empezamos a meter las cosas en la camioneta de Sam, que estaba aparcada a una manzana de distancia. Él cargó con lo más pesado. Sam no es un tipo grande, pero sí muy fuerte, como todos los cambiantes.
Hacia las diez y media casi habíamos acabado. Por los gritos de alegría que se oían en la parte delantera de la casa, supe que las novias habían bajado las escaleras cambiadas ya para marcharse de luna de miel, que habían lanzado al aire sus ramos y que se habían ido. Portia y Glen iban a San Francisco y Halleigh y Andy a Jamaica. No podía evitar saberlo.
Sam me dijo que podía marcharme.
—Le diré a Dawson que me ayude a desmontar la barra —dijo. Dawson, que había sustituido a Sam en el Merlotte's aquella noche, era fuerte como un roble y pensé que no era mala idea.
Nos repartimos las propinas y reuní unos trescientos dólares. Había sido una velada lucrativa. Me guardé el dinero en el bolsillo del pantalón. Era un buen fajo, pues prácticamente todo eran billetes de un dólar. Me alegraba de vivir en Bon Temps y no en una gran ciudad, pues así no tenía que preocuparme de que alguien me diera un golpe en la cabeza antes de llegar al coche.
—Buenas noches, Sam —dije, y busqué en el bolsillo las llaves del coche. No me había molestado en llevar un bolso. Mientras descendía por la pendiente del jardín trasero hacia el camino de acceso a la casa, me toqué tentativamente el pelo. No había logrado impedir que la señora del blusón rosa hiciera lo que quisiera, de modo que me había hecho un peinado con volumen y ondulado, al estilo de Farrah Fawcett. Me sentía como una tonta.
Pasaban coches, en su mayoría de invitados de la boda que empezaban a desfilar. Había además el tráfico normal de un sábado por la noche. La hilera de vehículos aparcados junto al arcén se prolongaba calle abajo y el tráfico avanzaba lentamente. Yo había aparcado ilegalmente con el lado del conductor junto al arcén, aunque esto no solía ser un problema en nuestra pequeña ciudad.
Me incliné para abrir la puerta del coche y oí un leve sonido a mis espaldas. En un único movimiento, guardé las llaves en el hueco de mi mano y apreté el puño, me volví y golpeé con todas mis fuerzas. Las llaves dieron fuerza a mi puño y el hombre que tenía detrás se tambaleó en la acera hasta caer de culo sobre la pendiente del césped.
—No pretendía hacerte ningún daño —dijo Jonathan.
No es fácil mantener un aspecto digno y poco amenazador cuando tienes sangre en la comisura de la boca y estás sentado en el suelo, pero el vampiro asiático lo consiguió.
—Me ha sorprendido —dije, lo que era un gran eufemismo.
—Ya lo veo —respondió él, incorporándose con facilidad. Sacó un pañuelo y se secó la boca.
No pensaba pedirle disculpas. La gente que me sorprende estando sola de noche se merece lo que recibe. Pero me lo replanteé. Los vampiros se mueven en silencio.
—Siento haber supuesto lo peor —dije por compromiso—. Debería haberle identificado.
—No, podría haber sido demasiado tarde —dijo Jonathan—. Una mujer sola debe defenderse.
—Agradezco su comprensión —dije con cautela. Miré más allá de él, intentando que mi cara no revelara nada. He oído tantas cosas raras en el cerebro de la gente, que estoy acostumbrada a hacerlo. Miré directamente a Jonathan—. ¿Ha...? ¿Qué hacía aquí?
—Estoy cruzando Luisiana y vine a la boda como invitado de Hamilton Tharp —dijo—. Estoy en la Zona Cinco con el permiso de Eric Northman.
No tenía ni idea de quién era Hamilton Tharp (seguramente algún amigo de los Bellefleur). Pero conocía bastante bien a Eric Northman. (De hecho, lo había conocido de la cabeza a los pies, pasando por todos los puntos intermedios). Eric era el sheriff de la Zona Cinco, un área que ocupaba una gran parte del norte de Luisiana. Estábamos unidos de una manera compleja, algo de lo que me resentía a diario.
—En realidad, lo que intentaba preguntar es por qué me aborda aquí y ahora. —Me quedé a la espera, sin soltar todavía las llaves. Decidí mirarle a los ojos. Incluso los vampiros son vulnerables en este sentido.
—Sentía curiosidad —dijo por fin Jonathan. Tenía los brazos cruzados. Aquel vampiro empezaba a no gustarme en absoluto.
—¿Porqué?
—En Fangtasia he oído hablar sobre la mujer rubia que Eric tanto valora. Y él es tan poco sentimental que me parecía imposible que una mujer humana pudiera interesarle.
—¿Y cómo sabía que yo iba a estar aquí, en esta boda, esta noche?
Parpadeó. Vi que no esperaba que insistiese tanto con mis preguntas. Confiaba en poder apaciguarme, tal vez en estos momentos intentaba coaccionarme con su atractivo. Pero esas tretas no funcionaban conmigo.
—La joven que trabaja para Eric, su hija Pam, lo mencionó.
«Mentira cochina», pensé. Llevaba un par de semanas sin hablar con Pam y nuestra última conversación no había sido precisamente una típica de chicas sobre mi agenda social y laboral. Ella estaba recuperándose de las heridas que había sufrido en Rhodes. Su recuperación, así como la de Eric y la de la reina, habían sido nuestro único tema de conversación.
—Claro —dije—. Pues buenas noches. Tengo que irme. —Abrí la puerta y entré con cuidado en el coche, intentando no apartar la vista de Jonathan en ningún momento para estar preparada en el caso de que se produjera algún movimiento repentino. Él permaneció inmóvil como una estatua e inclinó la cabeza hacia mí después de que pusiera el coche en marcha y arrancara. Me até el cinturón en cuanto encontré una señal de Stop. No había querido sujetarme mientras lo tuviera cerca. Cerré las puertas del coche y miré a mi alrededor. «No hay vampiros a la vista», pensé. «Esto es muy, pero que muy extraño». Tendría que llamar a Eric y comentarle el incidente.
¿Y sabes cuál es la parte más extraña de todo esto? Que durante todo el rato, el anciano de largo pelo rubio había permanecido escondido entre las sombras detrás del vampiro. Nuestras miradas incluso se habían encontrado en una ocasión. Su hermoso rostro resultaba ilegible. Sabía que él no quería que reconociese su presencia. No le había leído la mente —no podía hacerlo—, pero lo sabía de todos modos.
Y lo más extraño es que Jonathan no sabía que él estaba allí. Teniendo en cuenta el agudo sentido del olfato de los vampiros, la ignorancia de Jonathan resultaba simplemente extraordinaria.
Seguía aún reflexionando sobre aquel raro episodio cuando giré hacia Hummingbird Road y enfilé el largo camino entre los bosques que daba acceso a mi vieja casa. La parte principal del edificio había sido construida hacía más de ciento sesenta años, aunque poco quedaba ya en pie de la estructura original. Había habido añadidos, remodelaciones y el techo se había cambiado un montón de veces con el paso de las décadas. Empezó como una pequeña granja de dos habitaciones y ahora era mucho más grande, aunque seguía siendo sencilla.
Aquella noche, la casa tenía un aspecto tranquilo bajo el resplandor de la luz exterior de seguridad que Amelia Broadway, mi compañera de casa, había dejado encendida. El coche de Amelia estaba aparcado en la parte de atrás y aparqué el mío a su lado. Saqué las llaves por si acaso ella había subido ya a dormir. Había dejado la puerta mosquitera sin el pestillo corrido y yo lo cerré a mis espaldas. Abrí la puerta trasera y volví a cerrarla con llave. Nos obsesionaba la seguridad, a Amelia y a mí, sobre todo por la noche.
Me sorprendió ver que Amelia me esperaba sentada junto a la mesa de la cocina. Después de semanas de convivencia habíamos desarrollado una rutina y normalmente Amelia ya tenía que haber subido arriba a aquellas horas. Allí disponía de su propia televisión, su teléfono móvil y su ordenador portátil y, como se había sacado el carné de la biblioteca, contaba con lectura de sobra. Además, tenía su trabajo con los hechizos, sobre el que nunca le preguntaba. Jamás. Amelia es bruja.
—¿Qué tal ha ido? —me preguntó, removiendo el té como si tratara de crear un remolino diminuto.
—Pues bien, se han casado. Nadie se ha arrepentido en el último momento. Los clientes vampiros de Glen se han comportado y la señora Caroline se ha mostrado amable con todo el mundo. Pero a mí me ha tocado sustituir a una de las damas de honor.