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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (22 page)

»—¿Qué pasa? —preguntó.

»—Pasa que tu amo está loco —respondió Heathcliff—, y que como siga así le haré encerrar en un manicomio. Y tú, perro, ¿cómo es que me has cerrado la puerta? ¿Qué rezongas ahí? Ea, no voy a ser yo quien le cure. Lávale eso, y ten cuidado con las chispas de la bujía. Ten en cuenta que la mitad de la sangre de este hombre está convertida en aguardiente.

»—¿Con qué le ha asesinado usted? —exclamó José—. ¡Y que yo tenga que asistir a semejante cosa! ¡Dios quiera que…!

»Heathcliff le dio un empellón hacia el herido, y le arrojó una toalla, pero José, en vez de ocuparse de la cura, comenzó a recitar una oración tan extravagante, que no pude contener la risa. Yo me encontraba en tal estado de insensibilidad, que nada me conmovía. Me pasaba lo que a algunos condenados al pie del patíbulo.

»¡Me había olvidado de ti! —dijo el tirano—. Vaya, encárgate de eso. ¡Al suelo! ¿Con qué también tú conspiras con él contra mí, víbora? ¡Cúrale!

»Me zarandeó hasta hacerme rechinar los dientes y me arrojó junto a José. Éste, sin perder la serenidad, terminó de rezar y después se levantó anunciando su decisión de dirigirse a la «Granja». Decía que el señor Linton, como magistrado que era, no dejaría de intervenir en el asunto aunque se le hubiesen muerto cincuenta mujeres. Tan empeñado se manifestó en su resolución, que a Heathcliff le pareció que era oportuno que yo relatase lo sucedido, y a fuerza de insidiosas preguntas me hizo explicar cómo se habían desarrollado las cosas. Sin embargo, costó mucho convencer al viejo de que el agresor no había sido Heathcliff. Al fin, cuando apreció que el señor Earnshaw no había muerto, le dio un trago de aguardiente, y entonces recobró Hindley el conocimiento. Heathcliff, comprendiendo que su adversario ignoraba los malos tratos de que había sido objeto mientras se hallaba desmayado, le increpó llamándole alcoholizado y delirante, le dijo que olvidaría la atroz agresión que había perpetrado contra él y le recomendó que se fuese a dormir. Después, nos dejó solos, y yo me fui a mi habitación, felicitándome de haber salido tan bien librada de aquellos sucesos.

»Cuando bajé por la mañana, a eso de las once, el señor Earnshaw estaba sentado junto al fuego, muy enfermo en apariencia. Su ángel malo estaba a su lado, y parecía tan decaído como el mismo Hindley. Comí con apetito a pesar de todo, y no dejaba de experimentar cierta sensación de superioridad, que me daba al sentir la conciencia tranquila, cada vez que miraba a uno de los dos. Al acabar, me aproximé al fuego —libertad inusitada en mí— dando la vuelta por detrás del señor Earnshaw, y me agazapé en un rincón detrás de su silla.

»Heathcliff no me miraba, y yo pude entonces examinarle a mi sabor. Tenía contraída la frente, esa frente que antes me pareciera tan varonil y ahora me parece tan diabólica. Sus ojos habían perdido su brillo como consecuencia del insomnio y acaso del llanto. Sus labios cerrados, carentes de su habitual expresión sarcástica, delataban una profunda tristeza. Aquel dolor, en otro, me hubiera impresionado. Pero se trataba de él, y no pude resistir el deseo de arrojar una saeta al enemigo caído. Sólo en aquel momento de debilidad podía permitirme la satisfacción de devolverle parte del mal que me había hecho.

—¡Oh, qué vergüenza, señorita! —interrumpí—. Cualquiera pensaría que no ha abierto usted una Biblia en su vida. Le debía bastar con ver cómo Dios humilla a sus enemigos. No está bien añadir el castigo propio al enviado por Dios.

—En principio estoy de acuerdo, Elena —me contestó—, pero en aquel caso, el mal de Heathcliff no me satisfacía si yo no me mezclaba en él. Hubiera preferido que sufriera menos, pero que sus sufrimientos se debieran a mí. Sólo llegaría a perdonarle si lograra devolverle todos los sufrimientos que me ha producido, uno a uno. Ya que fue él el primero en afrentarme, que fuera él el primero en pedirme perdón. Y entonces puede que me fuera agradable mostrarme generosa. Pero como no me puedo vengar por mí misma, tampoco me será posible concederle el perdón.

»Hindley pidió agua, y al dársela le pregunté cómo se encontraba.

»—No tan mal como yo quisiera —repuso—. Pero, aparte del brazo, me duele todo el cuerpo como si hubiese luchado con una hueste de diablos.

»—No me asombra —contesté—. Catalina solía decir que ella mediaba entre usted y Heathcliff para impedir cualquier daño físico. Afortunadamente, los muertos no se levantan de sus tumbas, pues, si no, ella hubiese asistido ayer a una escena que la hubiese repugnado bastante. ¿No se siente usted molido como si le hubieran magullado las carnes?

»—¿Qué quiere usted decir? —intervino Hindley—. ¿Es posible que ese hombre me golpeara cuando yo yacía sin sentido?

»—Le pateó, le pisoteó y le golpeó contra el suelo —respondí—. Por su gusto le hubiera desgarrado con sus propios dientes. Sólo es hombre en apariencia. En los demás, es un demonio.

»Los dos miramos el rostro de nuestro enemigo. Pero él, absorto en su dolor, no reparaba en nada. En su cara se pintaba el siniestro sesgo de sus pensamientos.

»—¡Iría con gusto al infierno con tal de que Dios me diese fuerzas para estrangularle antes de morir! —gimió Earnshaw, intentando levantarse y volviendo a desplomarse enseguida, desesperado al comprender su impotencia para atacarle.

»—Basta con que haya matado a uno de ustedes —comenté yo en voz alta—. Todos en la «Granja» saben que su hermana viviría aún a no ser por Heathcliff. En fin de cuentas, su odio vale más que su amor. Cuando me acuerdo de lo felices que éramos Catalina y todos antes de que él apareciera, siento deseos de maldecir aquel día.

»Probablemente Heathcliff reconoció cuán verdadero era lo que yo decía, sin reparar en el hecho de que fuera yo quien lo aseverara. Un raudal de lágrimas cayó de sus ojos, y después suspiró ruidosamente. Yo le miré y me eché a reír desdeñosamente. Sus ojos, esos ojos que parecen ventanas del infierno, se dirigieron un momento hacia mí, pero estaba tan decaído que temí volver a reírme.

»—Quítate de delante —me dijo, o más bien creí entenderle, puesto que sólo hablaba de modo inarticulado.

»—Perdona —repliqué—, pero yo quería a Catalina, y ahora que ya no vive, debo ocuparme de su hermano… Hindley tiene sus mismos ojos, que tú has amoratado a golpes, y…

»—¡Levántate, imbécil, si no quieres que te mate de un puntapié! —gritó él, iniciando un movimiento. Yo esbocé otro movimiento, preparándome a retirarme.

»—Si la pobre Catalina —seguí diciendo, sin dejar de mantenerme alerta— se hubiera casado contigo y adoptado el grotesco y degradante nombre de señora de Heathcliff, pronto la hubieras puesto como a su hermano. Sólo que ella no lo hubiera soportado, y te habría dado de ello pruebas palpables…

»Como Earnshaw estaba entre él y yo, no pretendió cogerme. Pero empuñó un cuchillo que había en la mesa y me lo tiró a la cara. Me dio junto a la oreja. Le contesté con una injuria que debió llegarle más adentro que a mí el cuchillo, y gané la puerta. Lo último que vi fue a Earnshaw intentando detenerle y a ambos cayendo enlazados ante el hogar. Al pasar por la cocina, dije a José que se apresurara a asistir a su amo. Tropecé con Hareton, que jugaba en una silla con unos cachorrillos, y me lancé, feliz como un alma que huye del purgatorio, cuesta abajo por el áspero camino. Después corrí a campo traviesa hacia la luz que brillaba en la “Granja”. Preferiría ir al infierno para toda la eternidad antes que volver a “Cumbres Borrascosas”.

Isabel, en silencio, tomó el té, se levantó, se puso un chal y un sombrero que le trajimos, se subió a una silla, besó los retratos de Catalina y de Eduardo, y sin atender mis súplicas de que se quedase siquiera una hora más, se fue en el coche, acompañada de Fanny, gozosa de haberse vuelto a reunir con su dueña. No volvió más, pero desde entonces se escribió periódicamente con el señor. Creo que se instaló en el Sur, cerca de Londres. A los pocos meses dio a luz un niño, al que puso el nombre de Linton y que, según nos comunicó, era una criatura caprichosa y enfermiza.

Heathcliff me encontró un día en el pueblo, y quiso saber dónde vivía Isabel. Yo me negué a decírselo y él no se preocupó mucho de insistir, aunque me advirtió que se guardase bien de volver con su hermano, porque no la dejaría vivir con él. No obstante, probablemente por algún otro criado, logró descubrir el domicilio de su esposa, si bien no la molestó, lo que ella achacaría probablemente al odio que le inspiraba. Solía preguntarme por el niño cuando me veía y al saber el nombre que le habían dado, exclamó:

—Por lo visto se proponen que yo odie al chico también…

—Creo que lo único que desean es que usted no se ocupe de él para nada —respondí.

—Pues que no se olviden de que, cuando yo quiera, le traeré conmigo.

Por suerte, Isabel murió cuando el muchacho contaba unos doce años de edad.

El día que siguió a la inesperada visita de Isabel, no tuve ocasión de hablar con el amo. Él eludía toda conversación y yo no me sentía con humor de hablar. Cuando al fin le conté la fuga de su hermana, manifestó alegría, porque detestaba a Heathcliff tanto como se lo permitía la dulzura de su carácter. Tanta aversión sentía hacia su enemigo, que dejaba de acudir a los sitios donde existía la posibilidad de verle o de oír hablar de él. Dimitió de su cargo de magistrado, no iba a la iglesia, no pasaba por el pueblo y vivía recluido en casa, sin salir más que para pasear por el parque, llegarse hasta los pantanos o visitar la tumba de su esposa. Y aun esto lo hacía a horas en que no fuera fácil encontrar a nadie. Pero era tan bueno, que no podía ser siempre desgraciado. Con el tiempo se resignó, y hasta le invadió una dulce melancolía. Conservaba celosamente el recuerdo de Catalina y esperaba reunirse con ella en el mundo mejor al que no dudaba de que había ido.

Pudo encontrar consuelo en su hija. Aunque los primeros días pareció indiferente a ella, esa frialdad acabó fundiéndose como la nieve en abril, y aun antes de que la niña supiese andar ni hablar, reinaba en su corazón despóticamente. Se la bautizó con el nombre de Catalina, pero él nunca la llamó así, sino Cati. En cambio, a su esposa nunca le había dado tal nombre, tal vez porque Heathcliff lo hacía. Creo que quería más a su hija porque le recordaba a su esposa, que por el hecho de ser hija suya.

Al comparar su caso con el de Hindley, yo no lograba comprender bien cómo ambos en un mismo caso habían seguido tan opuestos caminos. Hindley, que parecía más fuerte, había manifestado ser más débil. Al hundirse el barco que capitaneaba, abandonó su puesto, dejándolo entregado a la confusión, mientras Linton, al contrario, había confiado en Dios y demostrado el valor de un corazón leal y fiel. Éste esperó, y el otro había desesperado. Cada cual eligió su propia suerte y recibió la justa recompensa de sus respectivas actitudes. En fin, señor Lockwood: no creo que usted necesite para nada mis deducciones morales, que usted sabrá sacar por cuenta propia.

Earnshaw concluyó como era de suponer. A los seis meses de morir su hermana, falleció él. En la «Granja» supimos muy poco de su estado. Fue el señor Kenneth quien nos lo advirtió.

—Elena —dijo una mañana temprano, entrando en el patio a caballo—: ¿quién crees que ha muerto?

—¿Quién? —exclamé, temblando.

—Adivina —contestó—, y coge la punta de tu delantal: te va a ser necesario.

—De cierto no se trata del señor Heathcliff —repuse.

—¿Ibas a llorar por él? No, Heathcliff está robusto y fuerte, en apariencia al menos. Le he visto ahora mismo. Por cierto que ha engordado mucho desde que perdió a su amiga.

—¿Pues quién, señor Kenneth? —dije, impaciente.

—¡Hindley Earnshaw! Tu viejo amigo y malvado compañero mío, Hindley. No se ha portado bien conmigo últimamente, pero… Ya te dije que llorarías. ¡Pobre muchacho! Murió, según era de esperar, borracho como una cuba. Lo he sentido. Siempre se lamenta la falta de un camarada… ¡Aunque me haya hecho muchas más perrerías de las que puedas imaginarte! Y el caso es que sólo tenía tu edad: veintisiete años. ¡Cualquiera lo diría!

Tal golpe me impresionó más que la muerte de Catalina. Viejos recuerdos se agolpaban a mi corazón. Me senté en el dintel de la puerta, dije al señor Kenneth que buscase otro criado que le anunciase, y rompí a llorar. Me preocupaba mucho pensar si Hindley habría fallecido de muerte natural o no, y a tanto llegó mi inquietud sobre ello, que pedí permiso al amo para ir a «Cumbres Borrascosas». El señor Linton no quería, pero yo le hice comprender que mi hermano de leche tenía tanto derecho como el propio señor a mis atenciones póstumas, y que Hareton era sobrino de su esposa, por lo cual él debía instituirse en tutor suyo a falta de más cercanos parientes, examinar la herencia y ver como andaban los asuntos de su difunto cuñado. Al cabo me encargo que viese a su abogado y me dio permiso para ir a «Cumbres Borrascosas». El abogado lo había sido también de Earnshaw. Cuando le hablé de aquello y le pedí que me acompañase me contestó que valdría más dejar en paz a Heathcliff, y que la situación de Hareton era poco mas o menos la de un pordiosero.

—El padre ha muerto cargado de deudas —me explicó—. Toda la herencia está hipotecada, y lo mejor para Hareton será que procure ganarse— el cariño del acreedor de su padre.

Al llegar a las «Cumbres» encontré a José muy afectado, y me expresó su satisfacción por mi llegada. El señor Heathcliff dijo que mi presencia no era precisa, pero que podía ordenar lo necesario para el sepelio.

—En realidad, ese perturbado debía ser enterrado sin ceremonia alguna al borde de un camino —dijo—. Ayer le dejé sólo diez minutos por casualidad, y en el intervalo me cerró la puerta y se pasó la noche bebiendo hasta que se mató. Esta mañana, al oír que resoplaba como un caballo, tuvimos que saltar la cerradura. Estaba tendido sobre el banco, y no hubiera despertado aunque le desollásemos. Mandé a buscar a Kenneth, pero antes de que viniera la bestia ya se había convertido en carroña. Estaba muerto, rígido y helado, y no se podía hacer nada por él.

El viejo criado confirmó el relato y agregó:

—Habría valido más que hubiera ido él a buscar el médico. Yo habría atendido al amo mejor. Cuando me fui no había muerto aún.

Insistí en que el entierro debía ser solemne. Heathcliff me autorizó a organizarlo como quisiera, aunque recordándome que tuviera en cuenta que el dinero que se gastara había de salir de su bolsillo. Se mostraba indiferente y rígido. Podía apreciarse en él algo como la satisfacción de quien ha terminado un trabajo con éxito. Hasta, en un momento dado, creí notar en él un principio de exaltación. Fue cuando sacaban el féretro de la casa. Acompañó al duelo. ¡Hasta ese punto extremó su hipocresía! Le vi sentar a Hareton a la mesa, y le oí murmurar como complacido:

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