—¡Vaya, chiquito: ya eres mío! Si la rama crece tan torcida como el tronco, con el mismo viento la derribaremos.
El niño pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las patillas de Heathcliff y le dio palmaditas en la cara. Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería decir, y advertí:
—Este niño debe venir conmigo a la «Granja de los Tordos». No hay cosa en el mundo sobre la que tenga usted menos derechos que sobre este pequeño.
—¿Lo ha dicho Linton? —me interrogó.
—Sí; me ha ordenado que me lo lleve —repuse.
—Bueno —respondió el villano—. No quiero discusiones sobre el asunto. Pero me siento inclinado a ver qué maña me doy para educar a un niño, así que si os lleváis a ése, haré venir conmigo al mío. Díselo a tu amo.
Así nos dejó imposibilitados de obrar. Repetí sus palabras a Eduardo Linton, y éste, que por su parte no sentía gran interés en ello, no volvió a hablar del tema para nada. Ahora, el antiguo huésped de «Cumbres Borrascosas», se, había convertido en el dueño de ella. Tomó posesión definitiva, probando legalmente que la finca estaba hipotecada, ya que Hindley había ido estableciendo hipotecas sucesivas sobre toda la propiedad. El acreedor era el propio Heathcliff. Y por eso Hareton, que debía ser el hombre más acomodado de la región, está sometido ahora al enemigo de su padre, y vive como un criado en su propia casa, y para colmo no recibe salario alguno, e incapaz de volver por sus fueros, ya que desconoce el atropello de que ha sido víctima.
Los doce años posteriores a aquella dolorosa época —prosiguió diciendo la señora Dean— fueron los más dichosos de toda mi vida. Mis únicas preocupaciones consistían en las pequeñas enfermedades que sufría la niña, como todo niño sufre, sea rico o pobre. A los seis meses empezó a crecer como un árbol y andaba y hasta hablaba a su manera antes de que las plantas floreciesen dos veces sobre la tumba de la señora Linton. Era el más hechicero ser que haya alegrado jamás una casa desolada. Tenía los negros ojos de Earnshaw, y la blanca piel y los rubios cabellos de los Linton. Su carácter era altivo, pero no brusco y su corazón sensible y afectuoso en extremo. No se parecía a su madre. Era dulce y suave como una paloma. Tenía la voz suave y la expresión pensativa. Jamás se enfurecía por nada. Empero, es preciso confesar que contaba entre sus cualidades algunos defectos. Ante todo, su tendencia a mostrarse insolente y la torcida manera de ser que todo niño mimado, sea bueno o malo, demuestra. Si alguno la contrariaba, salía siempre con lo mismo: «Se lo diré a papá». Cuando él la reprendía, aunque sólo fuese con un gesto, ella consideraba el suceso como una terrible desgracia. Pero me parece que el señor no le dirigió Jamás una palabra áspera. Él mismo tomó su instrucción a su cargo. Afortunadamente, era inteligente y curiosa, y aprendió muy pronto.
A los trece años, aún no había cruzado ni una sola vez el recinto del parque sin ir acompañada. En alguna ocasión el señor Linton la llevaba a pasear a una o dos millas de distancia, pero no la confiaba a nadie más. Para los oídos de la niña, la palabra Gimmerton no quería decir nada. No había entrado en otra casa que en la suya, salvo en la iglesia. Para ella no existían ni «Cumbres Borrascosas», ni el señor Heathcliff. Vivía en perfecta reclusión y parecía contenta de su estado. A veces, mientras miraba el paisaje desde la ventana, me preguntaba:
—Elena, ¿cuánto se tardaría en llegar a lo alto de aquellos montes? ¿Y sabes tú qué hay al otro lado? ¿El mar?
—No, señorita —contestaba yo—. Hay otros montes iguales.
—¿Qué aspecto tienen esas rocas doradas cuando se está junto a ellas? —me preguntó un día.
El acantilado del risco de Penninston atraía mucho su atención, sobre todo cuando el sol poniente bañaba su cima dejando en penumbra el resto del panorama. Yo le dije que eran áridas masas de piedra, entre cuyas grietas crecía algún que otro árbol raquítico.
—¿Y cómo brillan tanto después de oscurecer? —siguió preguntando.
—Porque están mucho más altas que nosotros —repuse—. Usted no podría subir a esas rocas; son demasiado abruptas y altas. En invierno, la nieve cae allí antes que en sitio alguno. Hasta en pleno verano he hallado nieve yo en una grieta que hay al Nordeste.
—Si tú has estado —dijo, regocijada— también yo podré ir cuando sea mayor. ¿Papá ha estado allí, Elena?
—Su papá le diría —me apresure a contestar— que ese sitio no merece la pena de visitarlo. El campo por donde pasea usted con él es mucho más hermoso y el parque de esta casa es el sitio más bonito del mundo.
—Pero yo conozco el parque, y ese sitio no —murmuró ella—. ¡Cuánto me gustaría mirar desde lo alto de aquella cumbre! Tengo que ir alguna vez en mi jaquita
Minny
.
Una de las criadas le habló un día de la «Cueva Encantada». Esto le interesó tanto, que no hizo más que abrumar al señor Linton con su insistencia en ir a visitarla. Él le prometió que la complacería cuando fuera mayor. Pero la niña contaba su edad de mes en mes y frecuentemente preguntaba:
—¿Soy ya bastante crecida?
Mas Eduardo no tenía deseo alguno de ir, porque el camino pasaba cerca de «Cumbres Borrascosas», y esto no le placía. Solía, pues, contestar:
—Aún no, querida, aún no.
Según le dije, la señora Heathcliff no vivió mas que doce años después de haber abandonado a su esposo. Su débil constitución era un mal congénito en la familia. Ni ella ni su hermano disfrutaban de la robustez que es común en la comarca. No sé de qué murió, pero creo que los dos fallecieron de lo mismo: una especie de fiebre lenta, que de pronto consumía las energías rápidamente. Así que llegó un momento en que escribió a su hermano para advertirle del probable desenlace funesto a que le abocaba una enfermedad que venía padeciendo desde cuatro meses atrás, y le rogaba que fuese a verla, ya que tenían que arreglar muchas cosas y deseaba entregarle a Linton antes de morir. Esperaba que Heathcliff dejase a Linton a cargo de su hermano como le habían dejado a cargo de ella, y le alegraba la convicción que albergaba de que su padre no deseaba ocuparse del niño. El amo se apresuró a cumplir su deseo. Al irse, Linton dejó a Cati a mi custodia, recomendándome mucho que no la dejase salir del parque ni siquiera conmigo. Sola, no pasaba por su cerebro la idea de que pudiese andar por ningún sitio.
Tres semanas estuvo fuera. La niña al principio pasaba el tiempo en un rincón de la biblioteca, y estaba tan triste que no jugaba ni leía. Pero a esta tranquilidad sucedió una etapa de inquietud. Y como yo estaba ya algo madura y muy ocupada en mis quehaceres, encontré un medio de que se divirtiese sin que me molestase. La enviaba a pasear por la finca, a caballo o a pie, y cuando volvía escuchaba pacientemente el relato de sus reales o fantásticas aventuras.
Vino el estío, y tanto se aficionó Cati a aquellas solitarias excursiones, que muchas veces salía después de desayunar y no volvía hasta la hora de la cena. Luego entretenía la velada contándome fantásticas historias. Yo no temía que saliera del parque, porque la verja estaba cerrada, y aunque se hubiese hallado abierta, pensaba yo que ella no se arriesgaría a salir sola. Pero desgraciadamente me equivoqué. Una mañana, a las ocho, Cati vino a buscarme y me dijo que aquel día ella era un mercader árabe que iba a atravesar el desierto, y que necesitaba muchas provisiones para sí y para su caravana, consistente en el caballo y en tres camellos. Los camellos eran un gran sabueso y dos perros pachones. Preparé un paquete de golosinas y lo metí en una cesta que colgué del arzón. Saltó ligera como una sílfide sobre la jaca, y partió alegremente al trote, con su sombrero de alas anchas que la defendía contra el sol de julio, riendo y mofándose de mis exhortaciones de que volviera pronto y no galopara. Pero a la hora del té no volvió. El sabueso, que era un perro viejo, poco amigo ya de tales andanzas, regresó, mas no ella ni los pachones. Envié a buscarla, y al final, viendo que nadie la encontraba, partí yo misma. Junto a los límites de la finca hallé a un aldeano y le pregunté si había visto a la señorita.
—La vi por la mañana —respondió—. Me pidió que le cortara una vara de avellano, y luego hizo saltar a su jaca por encima el seto.
Figúrese cómo me puse al oír tal cosa. Inmediatamente pensé que se había dirigido al risco de Penninston. Me precipité a través de un agujero del seto que el hombre estaba arreglando, y corrí hacia la carretera. Anduve millas y millas hasta que avisté «Cumbres Borrascosas». Y como Penninston dista milla y media de la casa de Heathcliff, y por tanto cuatro de la «Granja», empecé a temer que la noche caería antes de que yo llegase al risco.
«A lo mejor ha resbalado trepando por las rocas —imaginé— y se ha matado o se ha roto un hueso».
Mi inquietud disminuyó algo cuando, al pasar junto a las «Cumbres» distinguí a
Carlitos
, el más fiero de los perros que acompañaban a Cati, tendido bajo la ventana, con la cabeza tumefacta y sangrando por una oreja. Me dirigí a la puerta y llamé fuertemente. Una mujer que yo conocía de Gimmerton y que había ido a las «Cumbres» como sirvienta al morir Earnshaw me abrió.—
—¿Viene usted a buscar a la señorita? —dijo—. Está aquí y no le ha pasado nada. Pero me alegro de que el amo no haya venido.
—¿Así que no está en casa? —dije, casi sin poder respirar por la fatiga de la carrera y por la inquietud que sentía un momento antes.
—Él y José están fuera —repuso— y volverán dentro de una hora poco más o menos. Pase y descansará usted un poco. Entré y vi a mi ovejita descarriada sentada junto al hogar en una sillita que había pertenecido a su madre cuando era niña. Había colgado su sombrero en la pared y al parecer estaba a sus anchas. Reía y hablaba animadamente a Hareton —que era entonces un arrogante mozo de dieciocho años— y él la miraba sin comprender casi nada de aquel chorro de palabras con que le abrumaba.
—Está bien, señorita —exclamé, disimulando mi satisfacción bajo una máscara de enfado—. Éste habrá sido el último paseo que dé hasta que vuelva su papá. No volveré a dejarla salir de casa sola. Es usted una niña muy traviesa.
—¡Ay, Elena! —gritó ella alegremente, corriendo hacia mí—. ¡Qué bonita historia tengo para contar esta noche! ¿Cómo me has encontrado? ¿Has estado aquí alguna vez antes de ahora?
—Póngase el sombrero y vayámonos enseguida —dije—, estoy muy indignada con usted. No, no haga pucheritos, que con eso no me quita usted el susto que me ha dado. ¡Cuando pienso en cuánto me encargó el señor Linton que no saliera usted de casa, y cómo se me ha escapado usted! No nos fiaremos de usted nunca más.
—¿Pues qué he hecho? —repuso ella, reprimiendo un sollozo—. Papá no me encargó nada de lo que dices. Él no se enfada nunca como tú.
—¡Venga, venga! —exclamé—. ¡Qué vergüenza! ¡Con trece años que tiene ya y hacer estas chiquilladas!
Le dije esto, porque ella se había vuelto a quitar el sombrero y se había escapado fuera de mi alcance.
—No riña a la nena, señora Dean —dijo la criada—. Fuimos nosotros los que la entretuvimos. Ella quería haber seguido su camino por no causarle preocupación. Hareton se ofreció a acompañarla, y a mí me pareció bien, porque el camino es muy malo y difícil.
Mientras, Hareton estaba en pie, con las manos en los bolsillos, y no parecía muy satisfecho de mi aparición.
—Vamos —dije—, no me haga esperar más. Dentro de diez minutos será ya de noche. ¿Y la jaca? ¿Y
Fénix
? La advierto que si no se apresura me marcho y la dejo a usted aquí. ¡Vamos!
—La jaca está en el patio —respondió— y
Fénix
encerrado. Le han mordido a él y a
Carlitos
. Me proponía decírtelo, pero no te contaré nada por haberte enfadado.
Me dispuse a ponerle el sombrero, pero ella, viendo que los demás adoptaban su partido, empezó a correr de un sitio a otro, escondiéndose detrás de los muebles. Todos se reían de mí, hasta que me hicieron gritar, ya enfurecida:
—¡Si usted supiera a quién pertenece esta casa, señorita Cati, no volvería a poner los pies en ella!
—¿Es de tu padre, verdad? —preguntó ella a Hareton.
—No —replicó él, sonrojándose y apartando la vista.
No se atrevía a mirarla frente a frente. Y por cierto que ambos tenían idénticos los ojos.
—¿Entonces de su amo? —insistió ella.
Él se ruborizo mas aun, profirió un juramento, en voz baja y se apartó.
—¿Quién es el amo de la casa?, —preguntó la muchacha dirigiéndose a mí—. Este joven me ha hablado de un modo que me hizo creer que era el hijo del propietario. No me ha llamado señorita. Y, si es un criado, debiera haberlo hecho.
Hareton se puso sombrío al oír aquella observación.
Yo logré que ella se resolviese al fin a acompañarme.
—Tráigame el caballo —dijo la joven, hablando a su pariente como lo hubiera hecho a un mozo de cuadra—. Puede usted acompañarme. Quiero ver aparecer el fantasma del pantano, y las hadas de que me ha hablado usted, pero apresúrese. ¡Vamos; tráigame el caballo!
—Primero te veré condenada que ser tu criado —respondió él.
—¿Cómo? —exclamó Cati sorprendida.
—Condenada he dicho, bruja.
—Vea con qué buena compañía ha venido usted a encontrarse, señorita Cati —interrumpí yo—. Ea, no dispute con él. Cojamos a
Minny
nosotras mismas, y vayámonos.
—¿Cómo se atreve a hablarme así, Elena? —preguntó ella, saltándosele las lágrimas. Y agregó—: ¿Cómo no hace lo que le digo? ¡Malvado! Contaré a papá lo que me ha dicho.
Hareton se preocupó muy poco de la amenaza. Cati se volvió a la mujer.
—Tráigame la jaca —dijo— y suelte a mi perro.
—No hay que tener tantos humos, señorita —repuso la criada—. No perdería usted nada con ser más amable. Yo no soy sirvienta suya, y el señor Hareton aunque no sea hijo del amo, es primo de usted.
—¡Mi primo! —exclamó desdeñosamente Cati.
—Sí, su primo.
—¿Cómo les permites decir esas cosas, Elena? —me interpeló Cati—. A mi primo ha ido a buscarle a Londres mi papá. ¡Vaya! ¡Este mi primo! —exclamó, disgustada ante la idea de que pudiese ser primo suyo semejante patán.
—Uno puede tener muchos primos de todas clases, señorita —contesté yo— y no valer menos por ello. Con no buscar su compañía si no le agrada, está resuelto todo.
—No, Elena, no puede ser mi primo —insistió la joven. Y, como si tal idea la asustase, se refugió en mis brazos.