Eduardo no se atrevía a frecuentar mucho «Cumbres Borrascosas», porque la mala fama que tenía Earnshaw le asustaba, y temía encontrarse con él. Le recibíamos con muchas atenciones, el amo procuraba también no ofenderle, adivinando la razón de sus asiduidades, y, ya que no le fuera posible mostrarse amable, a lo menos procuraba no dejarse ver. Aquellas visitas me parece que no complacían mucho a Catalina. A ésta le faltaba malicia y no sabía ser coqueta, de modo que no le agradaba que sus dos amigos se encontrasen, porque si Heathcliff mostraba desprecio hacia Linton, ella no podía mostrarse concorde con él, como lo hacía cuando Eduardo no estaba presente, y si Linton, a su vez, expresaba antipatía hacia Heathcliff, tampoco osaba llevarle la contraria. Yo me mofé muchas veces de sus indecisiones y de los disgustos que sufría por causa de ellas, y que trataba de ocultar. Me dirá usted que mi actitud era censurable, pero aquella joven era tan soberbia, que si se quería hacerla más humilde, era forzoso no compadecerla nunca. Al cabo, como no encontraba otro confidente mejor, tuvo que franquearse ante mí.
Una tarde en que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff resolvió hacer fiesta aquel día. Creo que tenía entonces dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto general era desagradable. La educación que en sus primeros tiempos recibiera se había disipado. Los trabajos a que le dedicaban habían extinguido en él todo amor al estudio y el sentimiento de superioridad que en su niñez le infundieran las atenciones del antiguo amo ya no existía. Largo tiempo se esforzó en mantenerse al nivel cultural de Catalina, pero al fin tuvo que ceder a la evidencia. Cuando se convenció de que ya no recobraría lo perdido, se abandonó del todo, y su aspecto reflejaba su rebajamiento moral. Tenía un aspecto innoble y grosero, del que actualmente no conserva nada, se hizo insociable en extremo y parecía complacerse en inspirar repulsión antes que simpatía a los pocos con quienes tenía relación. Cuando no trabajaba, seguía siendo el eterno compañero de Catalina. Pero él no le expresaba nunca su afecto verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su amiga sin devolverlas.
El día a que me refiero, entró en la habitación donde yo estaba ayudando a vestirse a la señorita Catalina, y anunció su decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que no esperaba tal ocurrencia, había citado a Eduardo, y estaba preparándose para recibirle.
—¿Tienes algo que hacer esta tarde, Catalina? —le preguntó—. ¿Piensas ir de paseo?
—No; porque está lloviendo.
—Entonces, ¿por qué te has puesto este vestido de seda? Supongo que no esperarás a nadie.
—No espero a nadie, que yo sepa —repuso ella—. Pero ¿cómo no estás ya en el campo, Heathcliff? Hace más de una hora que hemos comido. Creía que te habrías marchado ya.
—Hindley no nos libra a menudo de su odiosa presencia —replicó el muchacho—. Hoy no pienso trabajar y me quedaré contigo.
—Más vale que te vayas —le aconsejó la joven—, no sea que José lo cuente.
—José está cargando tierra en Penninston y no volverá hasta la noche, así que no tiene por qué enterarse.
Y Heathcliff se sentó al lado de la lumbre. Catalina frunció el entrecejo y reflexionó unos momentos. Al fin encontró una disculpa para preparar la llegada de su amigo, y dijo, tras un minuto de silencio:
—Isabel y Eduardo Linton avisaron de que acaso vendrían esta tarde. Claro que, como llueve, no espero que lo hagan, pero si se decidieran y te ven, corres el peligro de sufrir una reprensión.
—Que Elena les diga que estás ocupada —insistió el muchacho—. No me hagas irme por esos tontos de tus amigos. A veces me dan ganas de decirte que ellos… pero prefiero callar.
—¿Qué tienes que decir? —exclamó Catalina, turbada—. ¡Ay, Elena! agregó, desasiéndose de mis manos—. Me has despeinado las ondas. ¡Basta, déjame ¿Qué estabas a punto de decir, Heathcliff?
—Fíjate en ese calendario que hay en la pared —repuso él señalando uno que estaba colgado junto a la ventana—. Las cruces marcan las tardes que has pasado con Linton y los puntos las que hemos pasado juntos tú y yo He marcado pacientemente todos los días. ¿Qué te parece?
—¡Vaya, una bobada! —repuso despectivamente Catalina. ¿A qué viene eso?
—A que te des cuenta de que reparo en ello —dijo Heathcliff.
—¿Y por qué he de estar siempre contigo? —replicó ella, cada vez más irritada—. ¿Para qué me vales? ¿De qué me hablas tú? Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo haría, y lo que dices lo diría un mudo.
—Antes no me decías eso, Catalina —repuso Heathcliff, muy agitado—. No me declarabas que te desagradase mi compañía.
—¡Vaya una compañía la de una persona que no sabe nada ni dice nada! —comentó la joven.
Heathcliff se incorporó, pero antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, sentimos un rumor de cascos de caballo, y el señorito Linton entró con la cara rebosando contento. Sin duda en aquel momento pudo Catalina comparar la diferencia que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de una cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de ambos confirmaban la primera impresión. Linton sabía expresarse con dulzura y pronunciar las palabras como usted, es decir, de un modo mas suave que el que se emplea por estas tierras.
—¿No me habré anticipado a la hora? —preguntó el joven, mirándome.
Yo estaba enjugando los platos y arreglando los cajones del aparador.
—No —repuso Catalina—. ¿Qué haces ahí, Elena?
—Trabajar, señorita —repuse, sin irme, porque tenía orden del señor Hindley de asistir a las entrevistas de Linton con Catalina.
Ella se me acercó y me dijo en un cuchicheo:
—Vete de aquí y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera, los criados no están en las habitaciones de los señores.
—Puesto que el amo está fuera, debo trabajar —le dije—, ya que no le gusta verme hacerlo en presencia de él. Estoy segura de que él me disculparía.
—Tampoco a mí me gusta verte trabajar en presencia mía —replicó Catalina imperiosamente.
Estaba nerviosa a causa de la disputa que había sostenido con Heathcliff.
—Lo siento, señorita Catalina —respondí, continuando en mi ocupación.
Ella, creyendo que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de limpieza de las manos y me aplicó un pellizco soberbio. Ya he dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía en humillar su orgullo siempre que me era posible. Así que me incorporé porque estaba de rodillas y clamé a grito pelado:
—¡Señorita, esto es un atropello, y no estoy dispuesta a consentirlo!
—No te he tocado, embustera —me contestó, mientras sus dedos se aprestaban a repetir la acción.
La rabia le había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar sus sentimientos, y siempre que se enfadaba, el rostro se le ponía encarnado como un pimiento.
—Entonces, ¿esto qué es? —le contesté señalándole la señal que el pellizco me había producido en el brazo.
Hirió el suelo con el pie, vaciló un segundo y después, sin poderse contener, me dio una bofetada. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
—¡Por Dios, Catalina! —exclamó Eduardo, disgustado de su violencia y de su mentira, e interponiéndose entre nosotras.
—¡Márchate, Elena! —ordenó ella, temblando de rabia.
Hareton, que estaba siempre conmigo, comenzó también a llorar y a quejarse de la «mala tía Catalina». Entonces ella se desbordó contra el niño, le cogió por los hombros y le sacudió terriblemente, hasta que Eduardo intervino y le sujetó las manos. El niño quedó libre, pero en el mismo momento, el asombrado Eduardo recibió en sus propias mejillas una replica lo bastante contundente para no ser tomada a juego. Se apartó consternado.
Cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina, dejando la puerta abierta para ver cómo terminaba aquel incidente. El visitante, ofendido, pálido y con los labios temblorosos, se dirigió a coger su sombrero.
«Haces bien —pensé para mí—. Aprende, da gracias a Dios de que ella te haya mostrado su verdadero carácter, y no vuelvas».
Él quiso pasar, pero ella dijo con energía:
—¡No quiero que te vayas!
—Debo irme.
—No —contestó Catalina, sujetando el picaporte—. No te vayas todavía, Eduardo. Siéntate, no me dejes en este estado de ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por causa tuya.
—¿Crees que debo quedarme después de haber sido ofendido? —preguntó Linton.
Catalina calló.
—Estoy avergonzado de ti —continuó el joven—. No volveré más.
En los ojos de Catalina relucieron lágrimas.
—Además, has mentido —dijo él.
—No, no —repuso ella—. Lo hice todo sin querer Anda, márchate si quieres… Ahora me pondré a llorar, y lloraré hasta que no pueda más…
Se dejó caer de bruces en una silla y rompió en sollozos. Eduardo llegó hasta el patio, y allí se paró. Resolví infundirle alientos.
—La señorita —le dije— es tan caprichosa como un niño mimado. Vale más que se vaya usted a casa, porque, si no, es capaz de ponerse enferma con tal de disgustarnos.
Eduardo contempló la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse como un gato lo es de dejar a medio matar un ratón o a medio devorar un jilguero.
«Estás perdido —pensé—. Te precipitas tú mismo hacia tu destino…».
No me engañé: se volvió bruscamente, entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un rato fui a advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y con ganas de armar escándalo, pude comprobar que lo sucedido no había servido sino para aumentar su intimidad y para romper los diques de su timidez juvenil, hasta el punto de que habían comprendido que no sólo eran amigos, sino que se querían.
Al oír que Hindley había llegado, Linton se fue rápidamente a buscar su caballo, y Catalina a su alcoba. Yo me ocupé de esconder al pequeño Hareton y de descargar la escopeta del señor, ya que él tenía la costumbre, cuando se hallaba en aquel estado, de andar con ella, con grave riesgo de la vida para cualquiera que le provocara o simplemente le hiciera alguna observación. Mi precaución impediría que Linton causase algún daño si disparaba.
En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba.
—¡Al fin la hallo! —clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro—. ¡Por el cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa: acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo.
—Vaya, señor Hindley —contesté—, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar arenques. Más vale que me pegue un tiro, si quiere.
—¡Quiero que te vayas al diablo! —contestó—. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca!
Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo tragaría.
—¡Diablo! —exclamó, soltándome de pronto—. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas, constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño… ¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper el cráneo…
Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.
—¿Quién va? —preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera.
Reconocí las pisadas de Heathcliff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacío.
No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento… Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazón mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado.
—Tú tienes la culpa —me dijo—. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño?
—¿Daño? —grité, indignada—. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo!
Él quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero Hareton, entonces, comenzó de nuevo a gritar y a agitarse.
—¡Déjele en paz! —exclamé—. Le odia, como le odian todos, por supuesto… ¡Qué familia tan feliz tiene usted y a qué bonita situación ha venido a parar!