Read Crónicas de la América profunda Online
Authors: Joe Bageant
Cuando se trata del control de armas de fuego, ni siquiera las fuentes más fiables como la OGCG consiguen la difusión mediática necesaria. Y es que las noticias de los telediarios no se redactan a partir de los informes de la OGCG ni de datos como los que siguen, proporcionados por el National Institute of Justice (la división de investigación del Departamento de Justicia):
Los ciudadanos usan armas de fuego para defenderse de los delincuentes hasta 2,5 millones de veces al año —o cerca de 6.850 veces al día—. Cada año los ciudadanos usan las armas de fuego sesenta veces más para proteger sus propias vidas que para quitarles la vida a otros. La mayoría de estos ciudadanos se defienden ya sea empuñando una arma o realizando un disparo de advertencia. Cada año los ciudadanos disparan y matan por lo menos el doble de delincuentes que la policía (1.527 frente a 606). Sólo en el dos por ciento de los tiroteos se ve involucrada una persona inocente erróneamente identificada como un criminal. En contraste, el índice de error de los oficiales de policía es de un once por ciento.
Cada año, aproximadamente doscientas mil mujeres se defienden con su arma de intentos de agresión sexual. El Departamento de Justicia de la Administración Carter comprobó que, de los más de 32.000 intentos de violación cometidos a escala nacional, llegó a consumarse un 32%, pero a su vez sólo un tres por ciento de los intentos de violación se consumaron en los casos de mujeres armadas con una pistola o un cuchillo.
Seguro que estos hechos generan un montón de «peros» por parte de la gente desinformada, además de suscitar la crítica mordaz de esos «expertos» que han hecho carrera en círculos universitarios y grupos de presión predicando el control de las armas de fuego. Estoy seguro de que ellos expondrán argumentos que suenan la mar de convincentes. Pero sigue siendo verdad que gran parte de los tópicos que circulan acerca de la peligrosidad de las armas está plagada de equivocaciones.
Los periódicos, la radio y la televisión generan la sensación de que los tiroteos en las escuelas y los accidentes con armas entre los niños cada vez más frecuentes. En realidad, ambos hechos son poco comunes y van disminuyendo. Más armas, supuestamente, equivale a más violencia; eso es lo que dicen, pero en las últimas cuatro décadas, mientras que el arsenal de armas de los civiles aumentó en un 262%, los incidentes mortales descendieron en casi un setenta por ciento. La gente cree lo que quiere creer, incluso la que presume de ser más educada, racional y objetiva que algunos viejos garrulos de los bosques de Virginia que andan disfrazados de soldados confederados y se juntan para pegar escopetazos en Fort Shenandoah. Esa gente no parece dispuesta a aceptar que el origen del fervor con el que luchan por el control de armas puede ser el miedo que les infunden todas las personas distintas a ellos con las que se cruzan a diario en las calles de sus propias ciudades.
La noche caía sobre Fort Shenandoah y me encontraba exactamente donde quería estar, al lado de una hoguera en compañía de otros campistas y haciendo música. Llevo toda la vida tocando la guitarra y hace poco he empezado con el banjo, así que siempre estoy buscando la oportunidad de compartir la música en directo con otras personas, en lugar de escuchar grabaciones o cantar a solas. Prefiero los sonidos humanos puros y sin amplificar, y en particular el blues, la música minstrel y las canciones antiguas de la montaña. Se trata de mantener el mundo a salvo de la música de ambiente. El fuego crepitaba y la botella seguía pasando de mano en mano. Aquéllos no eran precisamente hombres de vida familiar: eran bebedores y juerguistas. Entonamos la melodía de
Richmond is a hard road to travel
y otras canciones de la época de la guerra civil, luego pasamos a un repertorio para ellos un poco más moderno, canciones de más o menos el año 1900. Entre una cosa y otra les conté que estaba escribiendo un libro y que uno de los capítulos trataba de las armas.
—Pues tengo un chiste para tu libro —señaló Donny, a quien daba la casualidad que ya conocía de antes, un hombrecito peludo recién retirado del ejército y guitarrista cargado de sentimiento—. Un tío entra en una armería y pide un rifle con mira telescópica. El dueño de la tienda le lleva uno y le dice: «Puedes probar la mira apuntando en aquella dirección, que es donde está mi casa. Verás a mi mujer». El cliente encañona y enseguida responde: «Lo que veo es un hombre y una mujer correteando desnudos por toda la casa». El dueño coge el arma, acerca el ojo a la mira y enseguida se la devuelve al cliente junto con dos balas, y le dice: «Si los alcanzas desde aquí con estas dos balas, te regalo el rifle y te suministro municiones gratis de por vida». El tío enfoca con la mira una vez más, le devuelve al dueño una de las balas y dice: «Creo que ahora puedo alcanzar a los dos con una sola bala».
Una botella de Jack Daniels más tarde, apenas pasada la medianoche estábamos metidos de lleno en la música y en los solos: el momento en que cada uno tocaba un par de sus canciones preferidas. Yo elegí
Walking Blues,
de Robert Johnson. El hecho de que ninguno de ellos hubiera oído hablar del legendario Robert Johnson debería haberme dado una pista de lo que se avecinaba. Cerré los ojos y me concentré en la letra.
«Woke up this morning… uummm hummm… felt aroudfor my shoes… ummmhum… Lord knows Igot'em… Got them mean old walking blues».
Al terminar abrí los ojos y me vi rodeado de expresiones endurecidas a la luz de la lumbre. Donny me atravesó con una amenazadora mirada que, iluminada por el fuego tembloroso, resultaba de lo más inquietante: «Mientras cantabas eso enseñabas las encías como un puto negrata», dijo. Los otros parecían aún menos emocionados que Donny por mi canción. Ni que decir tiene que obvié el comentario, y fue una buena idea habida cuenta de la panda que me rodeaba. Me había metido como si tal cosa en un grupúsculo de viejos blancos de Virginia, una especie que se considera totalmente extinguida, según la Cámara de Comercio y la mayoría de los virginianos.
Pero lo que me pareció mucho más interesante que el racismo de aquellos tipos, o mejor dicho mucho más aterrador, fue la charla que mantuvieron sobre armas. La mayoría de ellos eran aficionados a las armas militares y «coleccionistas de armas de uso particular». En otras palabras: compraban y coleccionaban «armamento antipersona», armas diseñadas especialmente para matar a seres humanos. Sin ninguna justificación. Sobre la relación de América con las armas se ha escrito mucho menos que sobre otros temas, y es una de las manías más preocupantes de los oscuros rincones de la cultura de armas. Cientos de miles de americanos, quizá un par de millones —nadie lo sabe a ciencia cierta—, viven obsesionados por los micromecanismos de las armas letales: tuercas y tornillos, pequeños componentes y detalles prácticos puestos al servicio de la aniquilación del ser humano. Sería un fraude excluirlos de cualquier análisis de las armas en América, pese a que es eso justo lo que todo el mundo parece dispuesto a hacer: fingir que no existen o que no son gente aberrante. Naturalmente, son relativamente pocos. Muchos menos que los norteamericanos que simplemente practican la caza. Pero, aunque sean pocos, lo compensan con su rareza.
Esta obsesiva fijación con las armas no es algo exclusivamente estadounidense, pero sí algo que nos caracteriza. En mis tiempos como editor de la revista
Military History Magazine,
la más amplia en contenidos dentro de su categoría, podía comprobar a diario y de primera mano la creciente obsesión por la mecánica de las armas. Y aún sigo viéndolo en la creciente militarización de nuestra cultura, consecuencia quizá de que este país cada vez parece más un Estado policial, obsesionado por su seguridad.
Tal como comento al principio de este capítulo, ahora mismo tener un arma me importa más bien poco. No he disparado ninguna desde hace por lo menos dieciséis años. Pero de cuando en cuando, por lo general en momentos de tensión extrema, se me cruza una imagen fugaz por la cabeza que me demuestra el primitivismo y el arraigo de los procesos psicológicos y las emociones relacionadas con los mecanismos de las armas letales. En esa imagen me veo matando a alguien. Aprieto el gatillo y oigo la detonación en la boca del cañón, todo sucede simultáneamente. Y luego siento alivio. No soy el único que tiene estos destellos de fantasías homicidas. Me consta que otros norteamericanos experimentan lo mismo, pese a que en ocasiones la fantasía está tan incrustada en el inconsciente que se requiere de una discusión acalorada para que se manifieste o para que alguno de mis conciudadanos admita que por un instante ha pensado algo así.
Dudo mucho que la mayoría de la gente blanca de clase media criada en las ciudades tenga visiones de este tipo, a excepción de los pocos veteranos de guerra. Antes creía que era producto de una niñez en la que nos limitábamos a cazar, imaginarnos como soldados confederados, jugar a indios y vaqueros y, en particular los niños de mi generación, a que éramos soldados del ejército norteamericano combatiendo contra alemanes y japoneses. Y puede que guarde relación con todo aquello. Pero lo cierto es que he conocido a negros y latinos de los barrios céntricos y pobres de la ciudad que experimentan la misma vivencia psíquica: un potente fogonazo salido del cañón de un arma invisible que llevan dentro. En ese momento nos convertimos en Tánato, la personificación de la muerte en la mitología griega. Por muy condicionados que estemos por la televisión y las películas, ese factor no basta como explicación, aunque sin duda forma parte de ella. Quizá tenga que ver con la violencia de los primeros tiempos del Oeste americano. No estoy seguro. Pero conozco a muchos tipos que tienen arrebatos mentales en los que aparece un arma. Es un tipo de fantasía que se parece mucho a la imaginería de los chavales que juegan a la guerra, sólo que mucho más espeluznante. Y hay algo muy norteamericano en todo eso, porque no he conocido a ningún europeo que sintiera algo similar, aunque no estaría de más preguntar en Bosnia.
Volviendo a la hoguera en Fort Shenandoah: Glen, un militar de baja graduación, ya retirado, empezó a entretener al resto de la panda con las batallitas de su hijo, un marine que se encuentra en Iraq. El chico estaba feliz de la vida, dijo, y acababa de apuntarse para seguir allí otros cuatro años. Para hombres como Glen, la guerra de Iraq lo es prácticamente todo, y está encantado con el auge de la conciencia militar y el envío de todos los norteamericanos al planeta de las armas, quieran o no.
Mientras nos deleitaba con su valoración del armamento militar que se está usando en Iraq, Glen parecía alborozado como un cochinillo. «El M-16 es una caca, créeme. Se encasquilla con la arena del desierto y esa munición de 5.56 milímetros no sirve para matar ni haciendo blanco en el torso». (Ya lo saben, queridos lectores: más vale que utilicen otra clase de munición la próxima vez que se dispongan a hacer blanco en un torso). «La ametralladora pesada M2.50 es otra cosa, ésa sí que es la leche. ¡Joder, Nelly, tienes que verlo! Se les clava la polla en el barro cada vez que les alcanzas con ese trasto. ¿Y qué me decís del rifle M-14 con la culata de Kevlar ultraligera? Qué gran arma…, apuntas con los rayos infrarrojos de bajo consumo o con la mira telescópica. ¡Y esa munición del 7.62, me encanta! Y lo que os decía, están los dispositivos de visión nocturna, los infrarrojos. ¡Una auténtica maravilla! Nuestros chicos ven en la oscuridad y son los amos de la noche. Por las tardes, esos jodidos follacabras empiezan a cavar hoyos para esconderse en cuanto terminan sus oraciones. Y allí manda el equipo de cazadores y matadores norteamericanos. Pero qué os voy a contar, todos hemos visto los vídeos».
Desde luego, todos ellos han visto los vídeos. Hasta yo los he visto. Decenas de vídeos que circulan por Internet en los que se ven cabezas de piel oscura reventando en una rosada nube de sangre y mitades de cuerpos con las extremidades retorcidas que atraviesan el aire a gran velocidad, imágenes espantosas grabadas por algún francotirador y que han sido vistas en los hogares del país entero, entre birras y carcajadas. Recuerdo que cuando trabajaba para
Military History Magazine
casi nunca pasaba un mes sin que se recibiera un nuevo vídeo de un lector, y siempre eran documentos con imágenes de la guerra de Iraq. Si estos extraños paquetes que llegaban a mi nombre me los hubiera enviado un inmigrante analfabeto, habría pasado de ellos. Pero el lector medio de esta publicación tiene unos ingresos familiares anuales de 80.000 dólares, como mínimo una licenciatura y por lo general ha viajado a diversos países. Es el caso de un catedrático de Derecho en Oklahoma que suponía que, como yo editaba una revista sobre historia militar, tenían que volverme loco estas cosas, de modo que me enviaba vídeos con regularidad.
Cuando terminó con nuestro catálogo de armamento, Glen pasó a describir al enemigo: «Esa pandilla de montacamellos son valientes pero estúpidos… Mandan a una docena de hombres a atacar nuestras bases sólo para tantearnos. A la mayoría les damos por culo, pero no parece importarles. Los sobrevivientes regresan corriendo y se esconden en el mismo edificio del que habían salido. Allí esperan y se preparan para el siguiente intento. ¿Sabéis cómo llaman nuestros chicos a esos edificios? SEA: Sala de Espera de Alá. No hay más que disparar bombas aéreas guiadas por láser y el edificio entero se derrumba con todos esos tíos dentro. Para eso están los F-18 de la Armada».
Casualmente, en el relato de Glen no se menciona que los iraquíes hacen frente a la tecnología americana con más tecnología americana. Cuando los más recientes vehículos blindados, los Humvees, fueron enviados a Iraq, los iraquíes les disparaban a quemarropa a través del parabrisas con lanzagranadas RPG. A día de hoy sigue siendo inseguro circular en cualquier lugar del país; de hecho, prestar servicio como conductor es una de las misiones más arriesgadas que uno puede llevar a cabo en Iraq. Tres proyectiles de obús de 155 milímetros, interconectados con cables y detonados por medio de un móvil, bastan para despachar un blindado sin complicaciones. Quizá lo más insólito sea la manera en que los iraquíes lanzan misiles y morteros sobre las tropas americanas que se encuentran en las bases. Primero utilizan Google Earth y un GPS portátil para observar desde arriba la posición de las tropas estadounidenses; y luego, desde una distancia de unos quince kilómetros, lanzan cohetes dirigidos contra las bases norteamericanas. Cuando los oyen llegar, miles de nuestros chicos salen corriendo, con los pelos de punta, hacia las puertas.