Crónicas de la América profunda (9 page)

Los Budistas se concentran en el Noble Camino Óctuplo de la Iluminación, que comprende la Visión Perfecta, la Emoción Perfecta, la Palabra Perfecta, la Acción Perfecta, la Ocupación Perfecta, el Esfuerzo Perfecto, la Contemplación Perfecta y la Meditación Perfecta. Se trata de una práctica muy beneficiosa, si se me permite una opinión. Llevan mucho tiempo trabajando en ello y parece que han encontrado la respuesta.

El verdadero engaño se produce cuando uno intenta aplicar estas enseñanzas a los asuntos más mundanos de la existencia: los contenedores de basura, por ejemplo. Puede que alces las manos y te preguntes: ¿Cómo puedo pensar en contenedores si estoy ocupado en la búsqueda de la iluminación? Ah, ahí es cuando el maestro Zen sonríe y piensa: «No hay iluminación posible para ti».

La clave está en que nada queda fuera del Noble Camino Óctuplo de la Iluminación. ¡Ni siquiera los contenedores! Así que propongo que exploremos juntos el Zen a través de los contenedores de basura.

¿Por qué los maestros budistas eligen nuestro Departamento? ¡Porque es la mejor opción para alcanzar la iluminación!

Esto bastó para convencerme de que Joe DeZarn tiene un trabajo infernal. Da igual cuánto le paguen a ese tipo: no es suficiente. En un derroche de simpatía le pedí permiso para visitar la fábrica. «Envíeme una petición por escrito», respondió con una voz neutra y engolada de hombre blanco ideal para un anuncio de Merrill Lynch. Escribí mi petición y se la envié por correo.

Tom Henderson, un amigo de toda la vida que trabaja en Rubbermaid, me advirtió que la fábrica era más hermética «que un condón de los buenos. Nunca conseguirás entrar». Después de tres meses escribiendo cartas y jugando al corre que te pillo por teléfono con Joe DeZarn —si se puede considerar que los jugadores son dos cuando uno deja mensajes sin recibir jamás una respuesta—, llegué a la conclusión de que Joe estaba demasiado absorbido por el pensamiento Zen aplicado al kit cubo/escurridor/fregona de poliestireno como para ocuparse de esos asuntos triviales para los que fue contratado, y entonces decidí que me limitaría a pasar un rato con algunos de mis amigos que trabajan en Rubbermaid. Existe más de una manera de acercarse al emocionante recinto del que salen las partidas de contenedores y espátulas de plástico del mundo entero.

«Tío, ya te lo dije». Tom se echó a reír.

Al igual que mucha gente de clase trabajadora del corazón del país, Tom es una contradicción andante. A sus cincuenta y ocho años es supervisor en Rubbermaid, aparte del viejo que se las sabe todas y mentor de los trabajadores más jóvenes. Alto y delgado, viste unos vaqueros con una enorme hebilla en el cinturón que le realza la tripa (a los paletos se les debería prohibir combinar la ropa y los complementos), y esboza una sonrisa hecha de arrugas e ironía cuando dice cosas del tipo: «Si queremos ganar la guerra contra el terrorismo, tenemos que elegir a un tío con un par de pelotas que se atreva a tirar unas cuantas bombas nucleares».

Tom ha hecho de todo: cargaba bombas y misiles en Nha Trang, donde fumó mucha marihuana durante la guerra de Vietnam; se sacó el título de electricista en un año en el instituto profesional para veteranos; dirigió su propia pequeña empresa de construcción durante una temporada; en 1976 se convirtió en un cristiano renacido y se hizo abstemio (aunque me parece que lo peor ya se le ha pasado). Ahora se toma su Jim Beam y sus candidatos del Partido Republicano a palo seco. (Respecto al Jim Beam dice: «Lo que Dios prohíbe es el alcoholismo, no la bebida»). Mientras trabaja escucha la radio con el dial clavado en las tertulias de los conservadores, y en casa ve sobre todo la cadena Fox. Como muchos obreros de la zona, Tom no conoce con certeza la diferencia entre la Cámara de Representantes y el Senado. La democracia, tal como él la entiende, concede el mismo peso a todas las opiniones, vengan de una persona informada o no. Nunca ha tenido alguna experiencia en un sindicato, ni asistió a una sola clase en la universidad, y de la vida no espera demasiado.

«La vida es dura —dice—. Asúmelo. No corras riesgos. Sé prudente y quédate con lo que ya conoces».

Conozco a Tom desde 1957, cuando éramos dos chavales a cuál más paleto. Veníamos del quinto pito y aparecíamos en el instituto luciendo unas camisas de franela del catálogo de Monkey Wards que nos delataban como blancos pobretones recién llegados de las zonas rurales del condado. En aquel entonces, antes de la aparición de los barrios pijos de casas con jardín, la diferencia entre el campo y la ciudad era abismal. Como muchos nativos de Winchester, condado de Frederick, Tom y yo somos «parientes lejanos». Según los archivos genealógicos de la biblioteca tenemos antepasados comunes que se remontan a la década de 1750. Mejor no investigar acerca de la endogamia que debió de haber durante generaciones.

Después del instituto hicimos lo que todos los chicos de nuestra casta hacían y siguen haciendo: nos enrolamos en el ejército. Él fue a Vietnam y yo subí a bordo del portaaviones USS America, CVA 66. Después de licenciarnos hubo un tiempo en el que quedábamos para improvisar con la guitarra, y descubrimos que teníamos más cosas en común que nuestras malas imitaciones de Bob Dylan. En concreto, compartíamos la pasión por esa hierba verde tan interesante que nos convertía en unos catetos modernizados con una combinación peculiar de influencias que se situaban en un punto intermedio entre Carl Perkins, John Kennedy y Timothy Leary, si es que eso tiene algún sentido. Tomábamos ácido juntos y «nos lo montábamos» (así es como se decía) con las mismas mujeres los dos a la vez. La nuestra no era una búsqueda espiritual o intelectual.

Dado que compartimos todas esas experiencias, el lector podrá imaginar fácilmente mi expresión boquiabierta y mi incomprensión cuando después de tantos años nos reencontramos y vi que se había convertido en un conservador intransigente y, al menos temporalmente, en un cristiano renacido. Su entusiasmo por Cristo surgió a continuación —o tal vez a consecuencia— del combate a quince asaltos que libró contra la heroína justo al final de la guerra de Vietnam. Evidentemente hizo algo más que fumar porros mientras estuvo allá. Lo extraño es que, hoy en día, el hombre que una vez fue rubio y ahora peina canas, y que esta noche comparte conmigo el reservado de Lynette's Triangle Diner («Comida como Dios manda desde 1948») sufre la ansiedad de los ex adictos a la nicotina. «Ya no te dejan fumar. Lynette dice que el restaurante es demasiado pequeño para permitirlo. Y que limpiarlo es una lata».

Tom es el prototipo de la gente cabezota que produce este valle. Hace un par de años le practicaron un bypass. «Al principio no me encontraba muy bien —dice—, pero después de dos días en casa me dije: ¡al diablo con el reposo! Así que cogí una pala, me puse a cavar una zanja e instalé una tubería de drenaje. Enseguida se me relajaron los músculos. Eso era lo que yo necesitaba, un poco de ejercicio».

Mientras llegan el puré de patata y los filetes de jamón típicos de nuestra tierra, sale el tema de los sindicatos, un asunto que por aquí siempre resulta algo volátil. Tom mantiene una postura antisindicalista de lo más inflexible, lo cual no puede dejar de sorprenderme ya que recuerdo el póster de Che Guevara que tenía colgado en la pared de su habitación. Cualquiera hubiese pensado que, después de trabajar durante veinte años en una fábrica del Sur, hasta el más memo debería estar implorando a los organizadores sindicales que difundieran la buena nueva por aquí, como hicieron en tiempos los soldados de Grant al invadir Richmond. Pero Tom y la mayoría de los trabajadores de la fábrica ya se han tragado el más derechista de los mantras, aquel que reza: «Puede que alguna vez los sindicatos sirvieran para algo, pero a la larga sólo han servido para que el trabajador americano perdiera competitividad en el mercado. Siempre quieren más dinero por menos trabajo». Tom, al igual que yo, lleva oyendo esto desde su nacimiento: nos lo sabemos de memoria. Él todavía se lo cree.

—Pero ¿qué dices, tío? Pareces uno de esos abogados de las grandes empresas —le solté.

—No soy un abogado de empresa. Estoy a favor del trabajador corriente. Cuando los sindicatos piden un aumento del veinte por ciento del salario por la misma producción e impiden a los empresarios que despidan a los holgazanes, acaban provocando un aumento de la inflación. Y eso sólo sirve para ponérselo más difícil al trabajador no afiliado.

Para Tom, «los trabajadores afiliados que cobran cuarenta dólares la hora no son trabajadores de verdad», sino más bien «unos codiciosos gilipollas que hacen que suba el precio de los coches americanos para que los demás no podamos pagarlos». No importa que a día de hoy sean poquísimos los trabajadores que ganan cuarenta dólares la hora, o que la afiliación sindical haya caído hasta representar sólo un doce por ciento del total de la mano de obra americana, y que de ninguna manera esos pocos afiliados sean determinantes en el precio de los coches ni de cualquier otra cosa. Hablar de esto con Tom resulta exasperante. Pero ése es el auténtico Joe, ese loco de las latas de cerveza y de las carreras de coches NASCAR de las que se mofan los medios de comunicación.

—Dame un solo ejemplo de un sindicato que reclame un veinte por ciento de incremento en los salarios a cambio de un incremento cero de la productividad.

Aquello fue un error por mi parte. Mi gente no habla de cosas reales: recitan lo que han absorbido del aire que respiran. Su vida intelectual está hecha de todas las cosas que les suenan bien, una mezcla de sabiduría popular moderna, clichés, tertulias radiofónicas y parloteos de las emisoras cristianas. Así que no tiene sentido explicarles que las empresas son expertas en incrementar la productividad por todos los medios salvo mediante un incremento de los salarios y las prestaciones. O que las empresas no se sienten responsables ante los trabajadores, sino sólo ante los especuladores de Wall Street, y que prefieren las fábricas donde explotan como a esclavos a los trabajadores de Asia antes que sentarse a una mesa de negociaciones con hombres y mujeres libres. Para Tom Anderson, las maquilas asiáticas no existen. «Los asiáticos que trabajan por dos dólares al día en esas fábricas son allí la clase media», dice. Filosofía de tertuliano republicano, sin duda.

No lo pude tolerar.

—¿De modo que para ti todos deberíamos estar a la altura de un tipo que vive en un sampán en Asia? ¿Es eso lo que quieres para los americanos?

—Eh, colega, perdona —replicó hurgando en su arrugado paquete de Camel en busca de un cigarrillo—, pero que yo sepa nadie de Washington le ha venido a preguntar a Tom Henderson qué es lo que piensa.

Aunque, a fin de cuentas, la globalización está beneficiando nuestros intereses como nación.

No es de extrañar que Tom no distinga sus propios intereses políticos. El lenguaje que usamos para hablar de la globalización oculta la estructura de clases. Los medios de comunicación repiten machaconamente lo de «nuestros intereses como nación» sin dejar nunca claro quién se lleva qué ni cuánto. Así que cuando a los trabajadores americanos se les dice que «los chinos se están quedando con nuestro trabajo» nadie advierte que «la amenaza china» es sólo otro socio de un negocio global, un negocio entre las élites chinas que proveen mano de obra barata, los capitales americanos que les abastecen tecnología y el capitalismo global que financia las exportaciones chinas.

Tampoco se les habla a los norteamericanos como Tom de asistencia sanitaria, educación para todos, baja por maternidad, vivienda asequible, seguro de desempleo, cupones alimentarios o programas de inserción social. Para Tom son «privilegios» vergonzosos, «más regalos despreciables por parte del gobierno». Caprichos. «Lujos que no necesitamos, ya que nos las arreglábamos bien sin ellos. Si la gente realmente quiere esas cosas, que muevan sus perezosos culos y que trabajen para conseguirlas, como hago yo». Dejo que el lector adivine a qué gente se refiere.

Una de las jugarretas más astutas de la derecha ha sido etiquetar como «privilegio» la necesaria partida de gasto social. Después de repetirlo durante treinta años, los republicanos han logrado que en el imaginario americano el término esté asociado a la pereza. Tanto al trabajador esforzado como al empleado del sector servicios les suena a «recibir dinero a cambio de nada». Gente poco educada y mal informada, pero sin duda bien adoctrinada, estos trabajadores americanos creen que sus vidas no están subsidiadas en lo más mínimo. Tom piensa que él nunca se ha beneficiado del gasto público, porque él nunca ha cobrado de la asistencia social. Está orgulloso de no haberse servido nunca de un programa social. Seguramente podría haberse apuntado a un programa de rehabilitación por abuso de estupefacientes, pero consiguió salir de la adicción de la mano de Jesús. Y si él lo consiguió, otros pueden hacer lo mismo.

«Es cuestión de echarle huevos», afirma Tom. ¿A quién le importan las ayudas para las madres solteras o los subsidios para los que no tienen ni para pagar el alquiler? «Esas cosas no son una prioridad», dice con voz cansina. En este país lo que cuenta son los huevos, no los regalos. En este país hablamos de buenos y malos, y las complejidades sociales nos importan un pimiento. Aquí hablamos de fuertes y débiles. Hablamos de historias que suenan bien, de discursos que resuenan sin exigir demasiado esfuerzo o pensamiento.

Los discursos políticos actuales los fabrican hoy en día unos profesionales de las relaciones públicas bien remunerados. La suya es una tarea fácil por el hecho de que la gente como Tom no dispone ni de tiempo ni de experiencia para ocuparse de la complejidad de la política ni de nada que no sea su trabajo. El escándalo Tom DeLay, o el de Abramoff, las escuchas telefónicas sin autorización, el clásico amiguismo republicano, los sobornos, el fraude electoral…, él no se entera de nada de eso. Tom y otros como él parecen esconder su ignorancia diciendo que «todos los políticos son unos delincuentes». Lo principal de las historias que nos contamos es que sean sencillas, y que en ellas quede bien claro a quién se debe amar y a quién se debe odiar, quién es el débil y quién el fuerte. La verdad importa mucho menos que la audacia del relato.

Desde los tiempos de Ronald Reagan, los republicanos han sido muy buenos inventando ese tipo de historias. Y a la gente le parece bien cualquier historia basada en la teoría de la «filtración de la riqueza», esa según la cual el máximo beneficio para los trabajadores está en ceder la mayor cantidad de dinero posible a los que ya son ricos, porque eso acabará produciendo un «goteo hacia abajo» que terminará beneficiando a todos. También es cierto que sólo podría habérsela tragado una clase baja subyugada. Durante la era Reagan, la maquinaria del mito republicano procedió a la divulgación de la historia del «bebé negro usado por su madre para sacar dinero de la asistencia social y que terminaba metido en el embalaje del televisor en color que los blancos dejábamos a la puerta de nuestra casa». Yo me la creí, y seguro que Tom también. Ahora, después de décadas y cientos de millones de dólares invertidos en profesionales de las relaciones públicas, aquel relato dominante de los republicanos conservadores ha sido perfeccionado y aceptado por la mitad de los americanos. A lo largo de la ruta republicana trazada desde Lee Atwater hasta Karl Rove, se fue convirtiendo en algo cada vez más cínico y perverso.

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