Read Crónicas de la América profunda Online
Authors: Joe Bageant
Cuando se acabe el boom, cuando la venta de hipotecas ya no tenga en qué apoyarse, quedará por pagar una deuda del copón. Se han enmendado las leyes nacionales que regulan la bancarrota para ponérselo bien difícil, cuando no imposible, a quien quiera hacer borrón y cuenta nueva. Mientras tanto, el deportivo y el Dodge Ram están aparcados a la puerta del garaje pidiendo más combustible, y las facturas de la calefacción se han doblado desde el invierno pasado.
Desperdiciada toda la riqueza de la posguerra en la construcción de una estructura de suburbios colosal e insostenible, ahora nos vemos atrapados en la «psicología de la inversión ya realizada», tal como la define James Howard Kunstler. Desprenderse de aquello que nos está hundiendo resulta una posibilidad inimaginable para Tommy, Mike, Nance o Buck. ¿Cómo podríamos desprendernos de esa América paradisíaca? Los cines multisalas, los grandes almacenes de descuentos, los pasos elevados de tres niveles, las supermansiones de ochocientos metros cuadrados, las casas modulares prefabricadas, las vitrocerámicas de importación para las esposas de los médicos y las barbacoas de Wal-Mart para los tipos como Pootie y yo, los gigantescos todoterrenos Hummer y las supermotocicletas Honda y las Game Boys y las cacerolas de cocción lenta en homenaje a Dale Earnhardt, las sandalias Birkenstock de imitación fabricadas en China a doce dólares el par, los centros comerciales y la cadena de restaurantes Olive Garden… toda esa fantasmagoría digital, de zumbidos y lucecitas intermitentes.
Hemos vivido en una orgía tan gloriosa y profana, tan descerebrada que, arrastrados por nuestro vertiginoso consumismo, hemos devorado toda la cosecha y todas las semillas. Nuestros amos políticos miran para otro lado. Los republicanos han proclamado a diestro y siniestro que este desastre descomunal es el estilo de vida al que los americanos tienen pleno derecho, y que por lo tanto es innegociable. Los demócratas, incluso allí donde gobiernan, permanecen aterrorizados y sin proponer una verdadera alternativa para liberarnos de nuestra adicción al petróleo y a la expansión. Si realmente queremos acabar con nuestra total dependencia de un crecimiento urbano descontrolado, deberíamos empezar poniendo fin al sistema de hipotecas basura y, además, a todo el negocio de las tarjetas de crédito, y pensar en invertir de verdad en cosas como el transporte público.
La banca mundial lo sabe. También lo saben los altos funcionarios del gobierno. Lo saben la mayoría de los «países desarrollados». Y lo saben nuestros líderes de la Casa Blanca, pero mientras siguen jugando sucio para mantenerse en el poder, mientras siguen cayendo en picado por el precipicio, estos viejos chalados que se han apoderado a la fuerza del país como una pandilla de atracadores que ha encontrado un magnífico coche para la fuga siguen dispuestos a lanzarse en un salto acrobático y espectacular por encima del Cañón del Colorado, dispuestos, pese a todo, a salir ilesos y salvar el negocio: el petróleo, el comercio de armamento, cuanto se traen entre manos…, mientras desde el asiento trasero del coche sus acompañantes, la pandilla de gente que se ha acostumbrado a comer con cubertería de plata, sigue gritándoles con un gañido cobarde: «¡Que se joda el planeta, George, tú pisa a fondo!».
Las multitudes atiborradas y derrochonas, distraídas por el holograma nacional, no tienen ni puñetera idea de lo que está pasando. Los currantes de medio pelo como Tom Henderson y los buscavidas hipotecarios como Mike se aferran a la idea de que todo va a salir bien. Sí, señor, todo se solucionará. La ciencia encontrará la respuesta. Al final el calentamiento global resultará ser fruto de la paranoia, como lo fueron todos aquellos miedos por la llegada del nuevo milenio, y podremos seguir metidos en el coche haciéndole tragar kilómetros y más kilómetros camino de las superrebajas de un verano interminable. Esta actitud tranquilizadora contará con el apoyo de los líderes empresariales y políticos del holograma americano hasta el día en que nuestras élites financieras recojan los frutos de sus fracasos y se larguen a las casas que se han comprado en el extranjero. A diferencia de lo que se cree, la mayor parte de estas casas no se encuentran en una isla caribeña expuesta a los temporales, cerca de sus secretas cuentas bancarias libres de impuestos. Por cierto, según los datos del Christian Science Monitor, estas cuentas acumulan una suma total que supera los 11,5 billones de dólares, una cantidad superior a la deuda interna de los Estados Unidos y equivalente a un tercio del capital mundial. Sólo en capitales los cuatrocientos americanos más ricos ya reúnen una cantidad de 1,2 billones de dólares, y el resto de lo que hay en las cuentas se lo reparten entre 793 personas ricas y poderosas. Está claro que cuando se acabe el chollo este país va a ser un infierno. Pero de momento habitamos en una dimensión fantástica y espeluznante que hemos comprado a base de pura negación de la realidad. Vivimos ese momento de calma fétida y horrible que precede a la tormenta.
A propósito, al final Tommy Ray consiguió que le concedieran el préstamo para su caravana de 79.000 dólares, que entre una cosa y otra terminó costándole 130.000. La parcela para colocar su nueva casa, más la construcción de la fosa séptica reglamentaria, el acceso para coches, el suministro de energía y demás le costaron otros 50.000. Al día siguiente de firmar el contrato, su inversión inicial de 130.000 dólares perderá casi la mitad de su valor, y tendrá que pagar un importe de 260.000 para saldar la deuda completa.
¿Acaso Tommy es un gilipollas sin una pizca de sentido común? No exactamente. Es un tipo con dos hijos adultos y una esposa que trabaja en el comedor del hospital por seis dólares la hora, y la pobre cree que esta casa podría ser el lugar más hermoso de los muchos en los que han vivido. No se equivoca. Y con sólo verla feliz el generoso de Tommy se siente feliz. El bueno de Tommy también es el amo de un perro tullido que nació sin las patas traseras. Tommy no tuvo lo que hay que tener para sacrificarlo, así que ahora el perro se arrastra por la moqueta disfrutando del cariño y el cuidado que le proporciona la familia. Vivan donde vivan, siempre consiguen formar un verdadero hogar que huele a palomitas de maíz, ropa limpia y comida casera, y en el que se siente más calor humano que en cualquier supermansión que yo haya visitado en mi vida.
Sin embargo, Tommy también es un tipo al que le cuesta encontrar un trabajo por el que le paguen siquiera el sueldo mínimo de cuarenta horas semanales, y se ve obligado a pelear a muerte para que le paguen un céntimo más la hora, y mientras tanto bromea consigo mismo diciéndose que la gran oportunidad está a punto de llamar a su puerta. Sé todo esto porque Tommy es pariente mío y, como a tantos otros miembros de mi familia, su experiencia de la sociedad norteamericana le ha enseñado que no se merece ni una casa tradicional, ni que le tengan la más mínima consideración en el mercado laboral, ni tan siquiera ganar un sueldo que alcance para vivir. El entorno laboral implacable y despótico de los trabajadores americanos no ha dejado a esta gente levantar cabeza, y ha terminado convirtiéndolos en seres incapaces de imaginar el papel activo y la capacidad de decisión que tuvieron sus padres durante la segunda guerra mundial. Al igual que muchos otros norteamericanos, en la actualidad su concepto de la libertad personal ha sido reducido a un pálido facsímil de lo que antaño fue esa idea, reducido al simbolismo de la posesión de armas, a la libertad de expresar su individualidad mediante la compra y la acumulación de todo tipo de basura innecesaria. Cuantas más cosas tengas, mejor, y si son grandes, mucho mejor; pero llegar a comprarte algo de primera mano y tan grande como una casa…, eso sí que es lo mejor de lo mejor. Así que esta caravana Riverine Forester, con tabiques interiores de melamina y armarios con puertas de laminado de roble, a Tommy le sabe a una expresión cabal de su destino. Y cuando tienes la oportunidad de ver realizado tu destino, lo que haces es meter los dedos en las presillas del pantalón y decir: «Cueste lo que cueste, amigo. Cueste lo que cueste».
«¡Que no se te escapen, Joe!», gritaba el abuelo mientras los tres ciervos, dos machos y una hembra, corrían a grandes zancadas por la cresta de la colina situada frente a nosotros, sus veloces siluetas oscuras recortadas contra el amarillento campo de trigo. Mi viejo, «Big Joe», se inclinó hacia delante en el aire cargado de escarcha. PUM-clic, PUM-clic, PUM-clic, PUM-clic: el sonido de cada disparo iba seguido del eco de un ruido metálico que recorría los bosques helados y que todo cazador conoce y puede oír en sueños. El primer ciervo, el macho, fue alcanzado y se derrumbó sobre uno de sus flancos. Las dos hembras hicieron casi lo mismo; a la segunda la encontramos una hora más tarde, después de seguir el rastro de sangre que iba dejando sobre la hierba a través de los campos y cercados. Acabábamos de presenciar una proeza de la que no se ha dejado de hablar en la familia Bageant pese a los muchos años transcurridos desde la muerte de mi padre.
Eso ocurrió a finales del otoño de 1957. A mí me habían dado permiso por primera vez para salir con los cazadores de ciervos, y ya había tenido la oportunidad de ver cómo se construía la historia de la familia. Papá había pasado a ocupar un lugar destacado dentro del folclore familiar, se había convertido en una de esas leyendas que permanecen en la memoria a lo largo de generaciones enteras en las familias de cazadores, y su nombre sería evocado junto con el del viejo Jim Bageant, el que cazó en una sola jornada varias docenas de ardillas, una mañana de noviembre justo antes de la entrada de Estados Unidos en la segunda guerra mundial.
Todos estos hombres —papá, el abuelo, el tío Toad y el tío Nelson— eran cazadores que emprendían juntos largas y penosas caminatas por los campos y los bosques y que no dejaron de hacerlo hasta el día en que ya no podían dar un paso o cuando les llegaba la hora de la muerte. Y como eran cazadores de ciervos y sólo podían cazar una pieza por barba, aquel día dejaron que mi padre disparara contra los tres animales, uno por cada una de sus credenciales, pues era el último día de la temporada de caza. Todos sabían que mi papá, el mejor tirador de la familia, tenía muchas probabilidades de cobrar más de una pieza de aquel trío de ciervos.
Más tarde, después de despellejar las presas y colgarlas en el porche trasero para que se enfriaran, nos sentamos alrededor de la salamandra para limpiar nuestras armas y comentar cómo había ido la jornada de caza. En aquel entonces yo era un chaval de once años y todavía recuerdo el olor del lubricante para armas y el calor natural y abrasador de la estufa en mi rostro, el lustre del acero azulado y el de la madera de nogal, el brillo y el tacto rasposo de las empuñaduras de las armas, la cálida risa de aquellos hombres…, todo lo que formaba parte de aquel ritual primitivo posterior a la cacería, tan intenso que puede transportarnos en el tiempo hasta sentir las chispas del fuego de leña de tejo que encendían los celtas y el ligero roce de los calzones de piel de oso en las rodillas. Una tradición que se ha mantenido viva en este lugar y en esta tierra durante dos siglos y medio.
Yo dejé la caza hace años, pero esa habitación y los hombres, fallecidos todos hace ya mucho tiempo, que estaban conmigo aquel día de otoño de 1957 perduran en mi memoria como el recuerdo de uno de los lugares y momentos más hermosos y auténticos que haya vivido. Las armas pueden ocupar un lugar en el corazón de un hombre, e incluso ser conservadas como un tesoro en el alma de un viejo escritor sesentón socialista y reumático. Ya sea el estampido de un rifle disparado a lo lejos o el salvaje olor de la carne de un ciervo colgado bajo la bombilla desnuda del porche en una noche de nieve, son recuerdos que todavía consiguen hechizarme, que hacen revivir en mí el viejo animismo de la gente de las montañas que sentía cuando era niño. Y pese a que llevo sin cazar desde 1986, la simple visión de una buena escopeta antigua es algo que aún me conmueve.
En familias como la mía los hombres nacen en medio de un bosque de municiones y oliendo lubricante para armas. En la casa de mis padres, una enorme y antigua granja de tablones de madera, había armas por doquier, unas treinta en total. Escopetas de todos los calibres, rifles para cazar ciervos de todos los modelos imaginables, desde los clásicos Winchester 94 hasta los automáticos de seis disparos, y un antiguo revólver de mediados del siglo
XIX
, e incluso un juego de pistolas de duelo que había pertenecido a mi familia desde el siglo
XVIII
. Ningún paleto se deshace de las armas de la familia, ni siquiera cuando ya están demasiado viejas y no tienen arreglo. Y hasta que el día en que dejaban de funcionar, las armas recibían un cuidado permanente y eran reparadas una y otra vez. Nadie pensaba jamás en desprenderse de sus armas, salvo en circunstancias extremas, ya fuera porque el propietario se hallaba en su lecho de muerte o porque se encontraba totalmente arruinado. En mi familia, por ejemplo, conservamos un arma ancestral que mi hermano Mike no llegó a heredar: la preciada escopeta Ivers y Johnson de dos cañones, que había pertenecido a la familia desde comienzos del siglo
XX
. Durante unas navidades, en su época de camionero desempleado, papá decidió vender esta reliquia y regalarnos el clásico surtido de baratijas navideñas para que no nos sintiéramos tristes. Me acuerdo de que a mí me tocó un Robot Robert, a mi hermana una cocina de hojalata y a mi hermano Mike una pequeña carretilla roja; por supuesto, además de estos obsequios recibimos un lote de armas de juguete y cartucheras para todos. Eso fue en 1952. Todavía conservamos las fotos de aquella Navidad y seguimos lamentando la pérdida de aquella sublime antigüedad.
Cuando éramos pequeños no podíamos ir de caza, pero en cambio nos autorizaban a perseguir conejos a bastonazos entre los arbustos, para que los perros que habían participado en la cacería tuvieran algo que comer. Con las ropas desgarradas por las zarzas, los pies mojados y congelados por las condiciones de pleno invierno, y las caras arañadas por los espinos, nos adentrábamos en la espesura asustando conejos. Hoy en día esto y muchas otras cosas que solíamos hacer bastarían para que acusaran a nuestros padres de negligencia y maltrato infantil. En la actualidad los chicos casi no van de caza, les basta con los video-juegos y la televisión. Sin embargo, para nosotros el hecho de sobrevivir a esa prueba de hombría que era la tortura de los arbustos nos daba derecho a sentarnos con hombres de verdad y escuchar sus historias de cazadores, con la sola condición de que mantuviéramos la boca cerrada a menos que se nos preguntara algo. Era entonces cuando nos impregnábamos de los mitos populares de la familia, el momento en el que aprendíamos quién había hecho qué y con qué arma. Una aura ancestral envolvía a todas y cada una de las armas y nos hacía sentir parte de una larga e ininterrumpida tradición de hombres, de una historia que contemplaríamos durante décadas en cada temporada y en cada juego de espera largo y paciente, el momento decisivo para que la cacería fuera un éxito, o para que se te meara una mofeta en los pies.