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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (70 page)

—No exactamente —mintió Wallander evasivo—. Pero la verdad es que estamos muy ocupados en estos momentos.

—Bueno, es que me preocupé un poco; pero ahora ya estoy más tranquila, aunque llena de curiosidad… En fin, no voy a ponerme a hacer preguntas ahora, claro.

—De todos modos, no puedo decir gran cosa —se excusó Wallander.

—Me figuro que no tendrás tiempo para vernos este fin de semana.

—Es pronto para decidirlo, pero ya te llamaré.

Finalizada la conversación, Wallander se recreó en pensar que hacía mucho tiempo que nadie se acordaba de él o, menos aún, se preocupaba por él sinceramente.

Regresó a la sala cuando eran ya las seis menos veinte. Modín seguía dando cuenta de su comida y Martinson hablaba con su mujer. Wallander tomó asiento con la intención de repasar mentalmente toda la situación por enésima vez. Así, rememoró las palabras escritas en el cuaderno de bitácora de Falk, aquello de que «el espacio estaba en silencio». Hasta el momento, él había pensado que Falk aludía al espacio exterior. Ahora, en cambio, empezaba a tomar conciencia de que lo que Falk tenía en mente era otro espacio, el cibernético. Asimismo, recordaba que el asesor informático hablaba de unos «amigos» que no respondían a sus llamadas. ¿A qué amigos estaría refiriéndose? Alguien había hecho desaparecer el diario de bitácora porque éste contenía algún dato decisivo. Lo habían quitado de en medio, al igual que habían hecho con Sonja Hókberg y con Jonas Landahl. Tras todo aquello, se apostaba alguien que se hacía llamar C. Alguien a quien Tynnes Falk había conocido en Luanda.

Mientras Martinson concluía la charla con su mujer, Modín se limpiaba la comisura de los labios antes de beberse el zumo de zanahoria. Wallander y Martinson fueron a buscar unos cafés.

—Por cierto, olvidé decirte que comprobé los nombres de Sydkraft en los registros, pero sin resultado.

—Eso era de esperar —atajó Wallander.

La máquina del café empezaba a atascarse de nuevo. Martinson la desconectó y volvió a conectarla, y el aparato comenzó a funcionar con normalidad.

—¿Está controlada la máquina del café por algún programa informático?

—Me sorprendería —repuso Martinson con extrañeza—, pero seguro que existen complejas cafeteras con un chip incorporado y cuyas instrucciones de funcionamiento van cifradas con detalle.

—Pero, a ver. ¿Podría alguien manipular este aparato de modo que expidiese té en lugar de café y leche en lugar de expreso?

—Podría ser.

—Ya. Y, entonces, ¿cómo empieza la manipulación? ¿Qué es lo que pone en marcha el proceso? ¿Cómo se desencadena el alud en el interior del mecanismo?

—Pues, por ejemplo, programando la fecha y hora exactas, digamos, un espacio de tiempo de una hora. La undécima vez que alguien pulse el botón en ese espacio de tiempo, se desata el alud.

—¿Por qué la undécima?

—No era más que un ejemplo. Podría ser la novena o la tercera.

—¿Y qué pasa después?

—Pues que uno desconecta la máquina y pone un letrero con el aviso de que está estropeada —ironizó Martinson—. Y luego habría que cambiar el programa que controla el aparato.

—¿Es eso lo que intentaba explicarnos Modin?

—Así es, aunque a mayor escala.

—Pero nosotros no tenemos ni idea de dónde está la máquina de café de Falk.

—Exacto. Y podría estar en cualquier lugar.

—Lo que a su vez significa que quien desencadene el alud no tiene por qué ser consciente de ello, ¿me equivoco?

—Claro. Y para el responsable del sabotaje, lo idóneo es estar ausente cuando éste se ponga en marcha.

—En otras palabras, que lo que buscamos es una especie de máquina de café —resolvió Wallander.

—Bueno, podríamos llamarlo así, pero yo creo que el símil de una aguja en un pajar es mucho mejor. Y, para colmo, ni siquiera sabemos dónde está el pajar.

Wallander se acercó a mirar por la ventana. Ya había anochecido. Martinson fue a colocarse a su lado.

—Si nuestras suposiciones son ciertas, nos enfrentamos a un grupo de saboteadores bien conjurados y muy eficaces —apuntó Wallander—. Son crueles y expertos y no parecen detenerse ante nada.

—Pero ¿qué es lo que persiguen en realidad?

—Es posible que Modín tenga razón y que lo que pretenden sea desatar un cataclismo económico.

Martinson consideró en silencio sus palabras.

—Quiero que hagas algo —prosiguió Wallander—. Quiero que te vayas a tu despacho y escribas una memoria de todo esto. Llévate a Alfredsson para que te eche una mano. Después, la envías a Estocolmo y a todas las organizaciones policiales que se te ocurran.

—Piensa que si nos equivocamos, seremos el hazmerreir de todo el mundo.

—Tendremos que correr ese riesgo. Pásame los documentos cuando estén listos y yo los firmaré.

Martinson se marchó dispuesto a obedecer mientras Wallander se quedaba en la sala, sumido en profunda reflexión. Ann-Britt entró sin que él lo notase y, al verla de repente a su lado, dio un respingo.

—He caído en un detalle —anunció ella—. ¿No dijiste que habías visto un póster en el dormitorio de Sonja Hókberg?

—Exacto, de la película El abogado del diablo. La tengo en casa, pero aún no he tenido tiempo de verla.

—Ya, pero no es tanto la película lo que me ha hecho pensar, sino Al Pacino. Se me ha ocurrido que hay una similitud.

Wallander la miró expectante.

—¿Una similitud con qué?

—Con el dibujo que ella había trazado sobre el papel con la escena del hombre que la golpeaba en el rostro. Hay algo indiscutible.

—¿Qué?

—Pues que Carl-Einar se parece a Al Pacino. Por más que sea una variante poco agraciada del famoso actor.

Wallander admitió que la colega tenía razón. Él mismo había estado hojeando un informe que ella le había dejado sobre el escritorio, pero no había caído en el parecido. De pronto, otro detalle encajaba en el entramado.

Ambos se sentaron ante una mesa y el inspector comprobó que el rostro de Ann-Britt denotaba cansancio.

—Estuve en casa de Eva Persson —informó ella—. Con la infundada esperanza de que tuviese algo más que decir.

—¿Cómo estaba?

—Lo peor de todo es que parece impertérrita. ¡Si al menos hubiese tenido los ojos enrojecidos por el llanto o por el insomnio! Pero allí está, tan fresca, mascando chicle y dando muestras de enojo por verse en la necesidad de responder a tanta pregunta.

—Seguro que la procesión va por dentro —afirmó Wallander con determinación—. Tengo el convencimiento cada vez más firme de que, en su fuero interno, ha estallado un volcán de sentimientos contenidos. Sólo que no es visible para nosotros.

—Me gustaría creer que tienes razón.

—A ver, entonces, ¿tenía algo más que contarnos?

—Pues no. Ni ella ni Sonja Hókberg tenían la menor idea del proceso que desencadenarían cuando pusieron en práctica su venganza.

Wallander le refirió lo que había sucedido a lo largo de la tarde.

—De ser tal y como lo expones, sería la primera vez que nos enfrentamos a algo semejante —señaló ella.

—El lunes sabremos si es cierto o no, a menos que logremos impedirlo antes.

—¿Crees que seremos capaces?

—Es posible. El que Martinson se ponga en contacto con las organizaciones policiales de todo el mundo puede resultar útil. Por otro lado, Alfredsson está intentando hablar con todas las instituciones cuya identidad hemos logrado determinar.

—Apenas nos queda tiempo, si es cierto que el lunes es la fecha límite. Además, tenemos el fin de semana de por medio.

—Sí, siempre andamos cortos de tiempo —repuso Wallander.

A las nueve, Robert Modin ya no podía más. Habían acordado que no iría a dormir a su casa de Loderup las próximas noches. Pero el joven se negó a aceptar la propuesta de Martinson de que pasara la noche en la comisaría. Wallander sopesó la posibilidad de llamar a Sten Widén y pedirle que le hiciese un hueco, pero desistió de la idea. Por diversos motivos, tampoco les parecía apropiado que se quedase en casa de ninguno de los agentes. Nadie sabía hasta dónde podrían llegar las amenaza y Wallander los conminó a protegerse y mantenerse atentos.

Mientras discutían, se le ocurrió que, ¿por qué no?, podría preguntarle a Elvira Lindfeldt. Ella era una persona ajena a todo aquello. Y, por si fuera poco, eso le brindaría la oportunidad de verla, aunque no fuese más que unos minutos.

Sin mencionar el nombre de la mujer, les hizo saber que él se encargaría de acomodar a Robert Modin.

El inspector la llamó poco antes de las nueve y media.

—Quería hacerte una pregunta que seguro te resulta de lo más extraño.

—No te creas, estoy acostumbrada a todo tipo de preguntas.

—¿Podrías acomodar a una persona en tu casa por esta noche?

—¿A quién?

—¿Recuerdas el joven que entró en el restaurante en el que estuvimos cenando?

—¡Ah, sí! Un tal Kolin.

—Sí, más o menos. Se llama Modín.

—¿Es que no tiene donde pasar la noche?

—Sólo puedo decirte que necesita un lugar en el que pasar las próximas noches.

—Pues claro que puede dormir aquí, pero ¿cómo vendrá hasta Malmö?

—Yo lo llevaré. Y saldremos ahora mismo.

—¿Quieres que tenga preparado algo de comer para cuando llegues?

—No, gracias, sólo café.

Así, abandonaron la comisaría poco después de las diez. Una vez que hubieron pasado Skurup, Wallander tenía ya la certeza de que nadie los seguía.

En la ciudad de Malmo, Elvira Lindfeldt colgó morosamente el auricular. Se sentía más que satisfecha. Aquel golpe de suerte era casi una impertinencia. Pensó en Carter, que no tardaría en despegar en el aeropuerto de Luanda.

Carter estaría encantado.

Se habría salido con la suya.

37

La noche anterior al domingo 19 de octubre fue sin duda una de las peores en la vida de Wallander. Más tarde llegaría a pensar que, en el fondo, él había presentido algo extraño durante el trayecto a Malmo. En efecto, justo cuando acababan de pasar el desvío hacia Svedala, un conductor hizo un adelantamiento repentino y suicida. Al mismo tiempo, se toparon con un tráiler que circulaba por el centro de la calzada. Wallander giró de forma tan brusca que estuvieron a punto de salirse de la carretera. Por su parte, Robert Modin, que dormía en el asiento del acompañante, no se percató de nada. Pero a él el corazón le latía desaforado.

De repente, recordó que, hacía un año aproximadamente, se había quedado dormido al volante en una ocasión en la que poco faltó para que perdiese la vida, antes de descubrir que padecía diabetes y de tomar las medidas oportunas. Y aquella noche no anduvo lejos de que le ocurriese otro tanto. Después, el origen de su desasosiego se desplazó a la investigación que tenía entre manos y cuyo desenlace parecía cada vez más enigmático. Wallander se preguntó por enésima vez sí irían por el buen camino o si, como un marino ebrio, no habría hecho encallar el navío del grupo de investigación. ¿Qué pasaría si lo que contenía el ordenador de Falk no tenía nada que ver con el caso?, ¿si la solución estaba en otro lugar bien distinto?

Wallander pasó el último tramo hasta Malmö intentando encontrar una explicación alternativa. Seguía convencido de que algo había ocurrido durante los años en que Falk estuvo desaparecido en Angola. Pero ¿no sería algo del todo distinto a lo que él se había imaginado? ¿Algún asunto de drogas? Por otro lado, sus conocimientos sobre el país africano eran prácticamente nulos. Tenía la vaga idea de que se trataba de un país rico, con pozos de petróleo y grandes minas de diamantes. Pero ¿estaría allí la explicación, o sería más bien un grupo de desquiciados saboteadores decididos a emprender un ataque contra el suministro energético de Suecia? Y, en ese caso, ¿por qué se había producido aquel cambio radical en la personalidad de Falk, justo cuando se encontraba en Angola? Sumido en las sombras de la carretera, tan sólo desvanecidas por los focos de los vehículos con que se cruzaban rasgando con su luz la oscuridad, se esforzó, sin éxito, por hallar las respuestas a todos sus interrogantes. Parte fundamental de su desasosiego era, sin lugar a dudas, la reflexión que las palabras de Ann Britt acerca de Martinson habían provocado en él y el juego sucio que el colega desplegaba a sus espaldas. Y la sensación de verse cuestionado, quizá con razón. La angustia que lo dominaba procedía de todos los flancos.

Cuando tomó el desvío hacia Jágersro, Robert Modín se despertó sobresaltado.

—Ya casi hemos llegado —lo tranquilizó Wallander.

—Estaba soñando que alguien me agarraba la nuca —explicó Modin.

Wallander dio con la dirección sin dificultad. La casa se alzaba en uno de los extremos de una zona residencial y Wallander calculó que se habría construido en el periodo de entreguerras. Detuvo el coche y apagó el motor.

—¿Quién vive aquí? —quiso saber Modin.

—Una amiga —aclaró Wallander—. Se llama Elvira. Aquí dormirás seguro esta noche. Alguien vendrá a buscarte mañana a primera hora.

—Ni siquiera he traído cepillo de dientes —se quejó el muchacho.

—Bueno, eso tendrá arreglo, ya verás.

Eran las once de la noche, aproximadamente, y Wallander había pensado que se quedaría hasta las doce, más o menos, se tomaría un café, admiraría las hermosas piernas de la improvisada anfitriona partiría de nuevo hacía Ystad.

Sin embargo, nada sucedió según sus previsiones. Apenas habían llamado a la puerta cuando, mientras entraban en el vestíbulo, el teléfono de Wallander empezó a sonar. Cuando respondió, fue para oír la voz de Hanson que, presa de la mayor excitación, lo informó de que por fin habían dado con una pista del hombre que creían había sido el autor de los disparos efectuados contra Wallander en la niebla. De nuevo, fue un hombre que paseaba con su perro quien descubrió a un sujeto que parecía estar escondiéndose y que se conducía de un modo de lo más extraño. El dueño del perro había estado viendo los coche de la policía durante todo el día recorrer la zona de Sandhammaren y se le ocurrió que sería sensato llamar y comunicarles lo que había observado. Cuando habló con el ciudadano, Hanson se entero de que el sujeto vestía algo que parecía una gabardina negra De modo que Wallander sólo tuvo tiempo de agradecer a Elvira su hospitalidad, volver hacer las presentaciones entre Elvira y Modin y salir enseguida de regreso a Ystad pensando que los perros y sus dueños parecían estar extrañamente presentes en aquella investigación y que tal vez aquel tipo de personas constituyesen un recurso del que la policía debiera servirse más a menudo en el futuro… Hacia medianoche, tras haber conducido a demasiada velocidad, alcanzó el lugar situado justo al norte de Sandhammaren que Hanson le había indicado por teléfono, no sin antes haberse detenido en la comisaría para recoger su arma reglamentaria. La lluvia había empezado a caer de nuevo. Martinson había llegado poco antes que Wallander, además de varias patrullas con equipos de protección y con perros policía. El individuo al que buscaban debía de hallarse en una zona boscosa delimitada por la carretera hacia Skillinge y los terrenos de cultivo de varias fincas. Pese a que Hanson no había tardado en organizar una cadena de vigilancia que rodeaba la zona, Wallander comprendió enseguida que el desconocido sospechoso tendría bastantes posibilidades de escapar gracias a la oscuridad. Se esforzaron por elaborar algo parecido a un pían de acción, aunque, de entrada, consideraron de alto riesgo enviar perros policía. Y allí estaban, bajo el oscuro cielo lluvioso, preguntándose qué otra cosa podrían hacer, salvo mantener la vigilancia y aguardar el alba. Y en ese momento la radio de Hanson empezó a carraspear. La patrulla apostada en el extremo norte de la zona vigilada había recibido lo que les parecía un contacto. Después se oyó un disparo y enseguida otro más. Del aparato se impuso un susurro: «Ese jodido de mierda está disparando». Acto seguido, nació un silencio que hizo que Wallander se temiese lo peor. Él y Hanson fueron íos primeros en salir hacía el lugar, sin que el inspector hubiese podido percatarse de dónde se habría metido Martinson, dado el desconcierto reinante. Les llevó seis minutos ganar el punto del que procedía la llamada de socorro. Cuando divisaron las luces del coche de policía, se detuvieron y sacaron las armas antes de salir del vehículo. En medio de aquel silencio ensordecedor, Wallander lanzó un grito de llamada y, ante su propio alivio y el de Hanson, recibieron respuesta. Echaron a correr medio en cuclillas hasta llegar al coche, donde hallaron a dos agentes que, aterrados y pistola en mano, aplastaban el rostro contra el barro. Uno de ellos era El Sayed y el otro Elofsson. El hombre que había disparado se hallaba en un pequeño soto al otro lado de la carretera. Según los colegas, ellos estaban de pie junto al coche cuando, de repente, oyeron el crujido de una rama al quebrarse Elofsson enfoco entonces el follaje con su linterna mientras El Sayed se ponía en contacto con Hanson por radio Inmediatamente después, se oyeron los disparos.

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