—Es la segunda vez que te disparan en una semana —le recordó ella—. No comprendo cómo puedes tomártelo con semejante calma.
Wallander se detuvo ante ella.
—¿Y quién dice que me lo tomo con calma?
—Bueno, al menos, ésa es la impresión que das.
—Pues, en ese caso, no es correcta.
Continuaron caminando mientras analizaban los hechos.
—Dime cómo ves tú la situación —pidió Wallander—. Tómate el tiempo que necesites. ¿Qué es lo que ha sucedido exactamente? ¿Qué podemos esperar que suceda?
La colega se encogía envuelta en la cazadora y Wallander se dio cuenta de que tenía frío.
—Yo no tengo mucho más que decir que tú mismo —se excusó ella.
—Pero puedes decírmelo a tu manera. Escuchándote a ti, obtengo una versión diferente de aquella a la que yo ando dando vueltas.
—Bien, podemos estar seguros de que Sonja Hókberg fue violada —comenzó ella—. Y, por ahora, no se me ocurre ninguna otra explicación del asesinato de Lundberg. Si profundizamos lo suficiente en aquel suceso, creo que obtendremos la imagen de una joven cegada por el odio Sonja Hokberg no es el guijarro que se lanza al agua, sino uno de los anillos últimos descritos por el impacto del mismo. Y, probablemente, sea el momento lo más importante.
—A ver, a ver, explícame eso con más detalle. —¿Qué habría ocurrido si Tynnes Falk no hubiese fallecido casi a] mismo tiempo que se produjo la detención de Sonja Hókberg? Supongamos que hubiesen transcurrido un par de semanas entre una y otra circunstancia, y que no se hubiese producido en fecha tan próxima al 20 de octubre, si es que es válido ese dato.
Wallander asintió en señal de que aceptaba su razonamiento.
—¿Quieres decir que la inquietud creciente fue origen de una serie de actos incontrolados?
—En el fondo, no hay mucho margen. Sonja Hókberg está detenida en la comisaría. Alguien teme que ella sepa algo que nos pueda revelar. Y esa información procede de su entorno. Principalmente, de Jonas Landahl, que también resulta asesinado. Toda esta maraña de sucesos y relaciones hace pensar en una guerra en defensa de un secreto que se halla oculto en un ordenador. Una serie de huidizos animales electrónicos, como parece que los llamó Modin, dispuestos a funcionar en silencio a cualquier precio. Si dejamos al margen una serie de detalles inconexos, creo que es una hipótesis probable. El que Robert Modin recibiese una amenaza encaja tanto como el que te hayan atacado a ti…
—Pero ¿por qué a mí? ¿Por qué no a cualquiera de vosotros?
—Porque tú estabas en el apartamento cuando aquel sujeto llegó. Tú has estado más expuesto, simplemente.
—Hay grandes lagunas…, aunque pienso como tú. Lo que más me preocupa, no obstante, es la sensación de que tenemos un micrófono oculto entre nuestras paredes que los provee de la información necesaria en todo momento.
—¿Y si dieses orden de interrumpir toda comunicación por radio, de no escribir nada en los ordenadores y de no revelar ningún dato importante por teléfono?
Wallander dio un puntapié a una piedra del camino.
—Eso es imposible. AS menos, aquí en Suecia.
—Tú siempre dices que la periferia no existe ya; que, donde quiera que uno se halle, está en el centro del mundo…
—Pues cuando lo digo, exagero. Esto es demasiado. Prosiguieron en silencio, azotados ya por un viento que empezaba a soplar radicado. Ann-Britt se acuclilló junto a Wallander.
—Hay algo más —apuntó—. Algo que nosotros sabemos pero que ignoran quienes andan nerviosos. —¿A qué te refieres?
—Al hecho de que Sonja Hókberg jamás nos reveló nada. Y, desde ese punto de vista, su muerte fue del todo gratuita.
Wallander asintió, convencido de que su colega tenía razón.
—¿Qué será lo que se oculta en ese ordenador? —inquirió el inspector tras un momento de silencio—. Martinson y yo hemos aislado un único y, por lo demás, poco seguro denominador común: dinero.
—¿Tal vez un gran robo que planean cometer en algún lugar? ¿No es así como lo hacen hoy día? Los sistemas informáticos de un banco empiezan a comportarse de un modo inexplicable y a transferir sumas impensables de dinero a la cuenta equivocada…
—Es posible. Pero la única respuesta segura es, como hasta ahora, que no tenemos ni idea.
Ya en el aparcamiento, Ann-Britt señaló el edificio.
—Yo estuve aquí el verano pasado para asistir a la conferencia de un investigador de las condiciones sociales del futuro cuyo nombre no recuerdo. Lo que no he olvidado es su explicación de cómo nuestra sociedad moderna se vuelve cada vez más frágil. En la superficie, aumenta la velocidad a la que nos comunicamos, pero, según decía, existen unas profundidades que se nos ocultan y de las que depende el que un solo ordenador pueda colapsar el mundo entero.
—Tal vez sea el ordenador de Falk el que se ha programado para eso —sugirió Wallander.
Ella sonrió.
—Bueno, según aquel experto, aún no hemos llegado a ese punto.
Ann-Britt hizo ademán de querer añadir algo, pero Wallander se quedó con la incógnita, pues la colega cambió de opinión y guardó silencio. En aquel momento, divisó a Hanson, que se les acercaba a la carrera.
—¡Lo hemos encontrado! —gritó.
—¿A Modin o al autor de los disparos?
—A Modín. Está en Ystad. Una de las patrullas que se disponía a hacer el cambio de turno descubrió el coche.
—¿Dónde?
—Estaba estacionado en la esquina de la calle de Surbrunnsvágen con la de Aulingatan, junto al parque Folkets.
—¿Dónde está ahora el chico?
—En la comisaría.
Wallander miró a Hanson con gran alivio.
—Está ileso —prosiguió Hanson—. Se puede decir que llegamos a tiempo.
—Desde luego que sí.
En ese momento, eran las cuatro menos cuarto de la tarde.
A las cinco, hora local de Luanda, Carter recibió la llamada telefónica que había estado esperando. La conexión no era muy buena y le costó comprender lo que Cheng quería decirle en aquel inglés suyo de acento tan marcado. A Carter se le ocurrió que era como volver a los lejanos años ochenta, cuando las comunicaciones con África aún eran pésimas. Recordaba el tiempo en que, en ocasiones, resultaba imposible algo tan sencillo como enviar o recibir un fax.
No obstante, pese al eco del retraso en la recepción del sonido y al carraspeo de las líneas, Carter había comprendido a la perfección el mensaje que Cheng deseaba transmitirle. Una vez concluida la conversación, salió al jardín decidido a reflexionar. Celina ya no estaba en la cocina. Y la cena que la sirvienta le había preparado lo esperaba en el frigorífico. Le costaba controlar su irritación. Cheng no había colmado sus expectativas; y nada lo exasperaba más en este mundo que verse obligado a admitir que las personas no eran capaces de llevar a cabo las misiones que él les había encomendado. El mensaje telefónico que le había transmitido era ciertamente inquietante y lo había forzado a concienciarse de que debía tomar una determinación.
Cuando dejó el interior de la casa y la frescura del aire acondicionado, el calor del exterior le resultó agobiante. Las lagartijas se deslizaban raudas por entre sus pies. Posado sobre una Jacaranda, un pájaro lo observaba impasible. Al llegar a la fachada principal en su paseo en tomo a la casa, descubrió que José estaba dormido, lo que provocó en él una ira tan repentina e intensa como imposible de dominar. Despertó al sirviente a brutales patadas antes de advertirle:
—La próxima vez que te pille durmiendo, te echo de aquí. José abrió la boca con la intención de replicar, pero Carter alzó la mano amenazante: no soportaba la idea de oír sus excusas. Regresó luego a la parte posterior de la vivienda. El sudor empezaba ya a empaparle la camisa. Sin embargo, su causa primera no era el calor, sino la preocupación que lo embargaba. Se esforzó por pensar con total calma y claridad. Cheng había fracasado. Aunque su perra guardiana había cumplido su cometido, al menos hasta el momento, tal y como él esperaba. No obstante, su capacidad de actuación era limitada. Carter permaneció estático observando la lagartija que, boca abajo, se había detenido sobre el brazo de uno de los sillones del jardín. Sabía que no le quedaba otra posibilidad. Pero aún no era demasiado tarde. Miró el reloj. A las once en punto había un vuelo a Lisboa, de modo que le quedaban seis horas. «No puedo arriesgarme a que surja ningún imprevisto», se dijo. «Por lo tanto, he de partir en ese vuelo».
La decisión estaba tomada. Volvió entonces al interior de la casa y se dirigió al despacho donde, sentado ante el ordenador, redactó y envió un mensaje por correo electrónico en el que anunciaba su llegada, no sin indicar las escasas instrucciones necesarias.
Hecho esto, llamó al aeropuerto para reservar una plaza. Le anunciaron entonces que no quedaba ya ninguna, contratiempo que no tardó en resolver, tras pedir que lo pasaran con uno de los jefes de la compañía aérea y haber intercambiado con él unas palabras.
Se tomó la cena que Celina le había dejado preparada y se dio una ducha antes de hacer la maleta. La sola idea de tener que viajar para enfrentarse al otoño y al frío lo hizo estremecer de disgusto.
Poco después de las nueve, partió hacia el aeropuerto de Luanda.
A las once y diez minutos, es decir, con diez minutos de retraso, el avión de la compañía TAP despegaba y se perdía en la negrura del cielo rumbo a Lisboa.
Llegaron a la comisaría de Ystad poco después de las cuatro. Por alguna extraña razón, habían acomodado a Robert Modin en el despacho que una vez perteneció a Svedberg y que, en la actualidad, sólo utilizaban los agentes desplazados a Ystad para misiones concretas. Cuando Wallander cruzó la puerta, Modin estaba sentado tomándose un café. Al ver al inspector, exhibió una tímida sonrisa. Pero Wallander supo interpretarla como la expresión de un temor que el joven se esforzaba por ocultar.
—Vayamos a mi despacho —propuso Wallander.
Modin tomó la taza de café y acompañó a Wallander. Acababa de sentarse en la silla de las visitas, cuando el brazo cayó al suelo con sordo estrépito. El joven se sobresaltó, pero Wallander lo tranquilizó enseguida:
—Si, eso le ocurre a todo el mundo. Déjalo donde está.
El inspector tomó asiento y apartó los papeles que tenía esparcidos por el escritorio.
—Tus ordenadores están en camino —anunció—. Martinson fue a buscarlos.
Modín lo siguió cauteloso con la mirada.
—Cuando nadie te observaba, copiaste parte de la información que había en el ordenador de Falk y la pasaste a tu propio ordenador ¿Cierto?
—Quiero hablar con mi abogado —repuso Modin con un tono de forzada resolución.
—No te hará falta ningún abogado —lo tranquilizó Wallander—. No has cometido delito alguno. Al menos, no a mis ojos. Pero necesito saber qué ha ocurrido exactamente.
Modin no parecía confiar en sus palabras. Aún no.
—Estás aquí para que podamos ofrecerte la protección que precisas —prosiguió Wallander—. Ése es el único motivo. No estás detenido ni eres sospechoso de ningún acto delictivo.
Modin parecía seguir sopesando la posibilidad de confiar en el inspector, mientras éste aguardaba paciente.
—¿Puedes ponerlo por escrito? —preguntó Modin.
Wallander sacó uno de sus blocs escolares y plasmó en una de las hojas unas líneas en las que garantizaba la veracidad de sus palabras antes de estampar debajo su firma.
—No te pondré el sello, pero aquí lo tienes, por escrito.
—Esto no es suficiente —insistió el joven.
—Pues tendrá que serlo, entre nosotros —objetó Wallander decidido—. De lo contrario, te arriesgas a que cambie de opinión.
Entonces Modín comprendió que hablaba en serio.
—¿Qué sucedió? —repitió Wallander—. Recibiste un mensaje amenazante que yo mismo leí. Después, descubriste de repente que había un coche aparcado en medio de la carretera que discurre entre las fincas, ¿me equivoco?
Modin lo miró atónito.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé y basta —atajó Wallander—. Cómo lo haya averiguado es secundario. Te asustaste y saliste huyendo. La cuestión es por qué sentiste tanto miedo.
—Porque me habían seguido la pista.
—Es decir, que no habías borrado tus huellas de forma tan exhaustiva como creíamos; cometiste el mismo error que en la ocasión anterior, ¿no es así?
—Son muy buenos.
—Ya, pero tú también lo eres.
Modín se encogió de hombros.
—El problema es más bien que te descuidaste. Al copiar la información del ordenador de Falk en el tuyo, algo sucedió. No pudiste resistir la tentación y continuaste trabajando en ello por la noche. Y, de algún modo que se me oculta, ellos te siguieron la pista hasta Lóderup.
—No entiendo por qué preguntas si ya lo sabes todo.
Wallander pensó que aquél era el momento de apretar las tuercas.
—Debes comprender que todo esto es muy grave.
—Ya estoy enterado. Si no, ¿por qué crees que me fui de casa? ¡Si ni siquiera sé conducir!
—Bien, en ese caso, estamos de acuerdo. Eres consciente de que se trata de una situación peligrosa. De modo que, a partir de ahora, harás lo que yo te diga. Por cierto, ¿has llamado a casa para avisar de que estás aquí sano y salvo?
—¡Yo creía que vosotros habríais llamado!
Wallander le señaló el teléfono.
—Pues llama ahora mismo y diles que todo está en orden, que te encuentras en la comisaría y que, por el momento, te quedarás aquí.
—Es posible que mi padre necesite el coche…
—Pues se lo haremos llegar.
Wallander salió del despacho mientras Modín llamaba a casa. No obstante, el inspector permaneció a la escucha al otro lado de la puerta, pues no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. La conversación se prolongó bastante. Wallander oyó cómo Robert preguntaba por la salud de su madre, de lo que el inspector dedujo que la vida de la familia Modin giraba en torno a una madre que padecía serios problemas psíquicos. Una vez que Modin hubo colgado el auricular, Wallander aguardó aún unos minutos antes de entrar de nuevo.
—¿Te han traído algo de comer? —inquirió solícito—. Ya sé que tú no te comes cualquier cosa…
—Una empanada de soja no estaría nada mal —pidió Modin—. Y zumo de zanahoria.
Wallander llamó a Irene.
—Necesitamos una empanada de soja y un zumo de zanahoria.
—¿Podrías repetírmelo? —repuso Irene, sin poder dar crédito a lo que acababa de oír.