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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (78 page)

Por una vez, Wallander fue el último en entrar en la sala. Saludó a Forsman, al que reconoció de algún seminario o ciclo de conferencias en que ambos habían participado. Hans Alfredsson había regresado ya a Estocolmo y Nyberg estaba en la cama con gripe. Wallander tomó asiento y empezaron a revisar el ingente montón de material. A la una de la tarde, tras haber releído la última página, dieron por concluida la reunión. Ya podían poner punto final.

Durante las tres semanas que habían transcurrido desde que se produjo el tiroteo ante el cajero automático, todo aquello que se les había presentado como impenetrable o poco claro había ido esclareciéndose hasta convertirse en información susceptible de ser procesada. En varias ocasiones, Wallander había tenido la ocasión de constatar hasta qué punto habían acertado en sus hipótesis, pese a que éstas habían sido, las más de las veces, resultado de aventuradas suposiciones sin fundamento, en lugar del fruto de un análisis programático de los hechos. Por otro lado, nadie dudaba de la importancia que la intervención de Robert Modín había significado para la resolución del caso. El había identificado el cortafuegos, él había hallado las vías alternativas de acceso. Durante aquellas semanas, además, habían recibido un flujo constante de información procedente del extranjero hasta que, por fin, había sido posible desvelar todo aquel intrincado complot.

El último fallecido en aquellos días, que se llamaba Carter y había llegado de Luanda, había adquirido una identidad y una historia personal. Wallander halló finalmente la respuesta a la pregunta que tantas veces se había formulado: «¿Qué había sucedido en Angola?». Ahora, al menos, ya conocían el marco en que la conspiración se había fraguado. Falk y Carter se habían conocido en Luanda en la década de los setenta, probablemente de forma casual. Lo que entonces sucedió y lo que acordaran durante sus encuentros sólo podían imaginarlo, ciertamente. Pero algo había unido a aquellos dos hombres, que habían creado una asociación caracterizada por una mezcla de deseo de venganza personal, soberbia y unas figuraciones dignas de mentes perturbadas sobre el hecho de ser unos elegidos. Así, habían decidido atacar el sistema financiero mundial. Llegado el momento, lanzarían su misil electrónico. La situación privilegiada de Carter en las estructuras financieras y los innovadores conocimientos de Falk en materia de sistemas electrónicos a escala mundial constituían una combinación perfecta y, por ende, en extremo peligrosa.

Al tiempo que, paso a paso, planificaban el ataque, sus personalidades se desarrollaron hacia formas singulares de convincentes profetas capaces de crear una organización secreta y bien controlada por la que individuos como Fu Cheng, de Hong Kong, o Elvira Lindfeldt y Jonas Landahl, de Escania, se habían visto atraídos, antes de sucumbir convencidos y quedar atrapados sin remedio. La imagen de una secta de estructura jerárquica fue saliendo a la luz poco a poco. Carter y Falk tomaban todas las decisiones. Aquellos a quienes se permitía ingresar en su comunidad eran elegidos. Y, por más que aún no contasen con las pruebas necesarias para demostrarlo, sospechaban que el propio Carter había ejecutado a varios de los que no habían dado la talla o habían manifestado su deseo de dejar de pertenecer a la organización.

Carter era el misionero. Si bien era cierto que se había despedido del Banco Mundial, había seguido realizando algún que otro trabajo de asesoría para la organización financiera. Y durante uno de esos trabajos, que realizó en Pakistán, conoció a Elvira Lindfeldt. Sin embargo, nunca supieron cómo habían conocido a Jonas Landahl.

Para Wallander, Carter se perfilaba como el guía loco de una secta, un dechado de sangre fría y crueldad. La imagen de Falk resultaba, en cambio, más compleja. En efecto, no habían podido detectar ningún rasgo de verdadera crueldad, aunque sí entreveían la silueta de un hombre movido por una velada necesidad de destacar. Un hombre que, durante un corto periodo de tiempo, durante los años sesenta, había pertenecido a varias organizaciones extremistas, tanto de derechas como de izquierdas, pero que no tardó en desligarse de todas ellas para iniciar su propia senda y acercarse al mundo con su profético desprecio por el ser humano.

En Angola y por pura casualidad, los senderos de Carter y de Falk se cruzaron y, al ver el uno el interior del otro, se reconocieron como almas gemelas.

Acerca de Fu Cheng, la policía de Hong Kong les envió interminables informes en los que descubrieron que, en realidad, se llamaba Hua Gang. La Interpol había identificado sus huellas en diversos delitos, como algunos asaltos a bancos de Frankfurt y Marsella, entre otros. Aunque tampoco esto pudo probarse, supusieron que el dinero se invirtió en la financiación de la operación que Falk y Carter preparaban. Hua Gang tenía sus raíces en el inframundo del crimen organizado y, pese que nunca llegó a ser condenado, sí fue sospechoso de varios asesinato cometidos tanto en Asia como en Europa y cada uno de ellos bajo una identidad distinta. No les cabía la menor duda de que él había sido el autor de los asesinatos de Sonja Hokberg y Jonas Landahl, pues tanto las huellas dactilares como los testimonios tardíos de algunos testigos apoyaban esta tesis. Como tampoco cuestionaban el hecho de que no hubiese sido más que un mercenario, dirigido por Carter y quizá también por el propio Falk. Las ramificaciones parecían conducir a todos los continentes y el trabajo que tenían por delante para lograr el total esclarecimiento del caso era, en verdad, ingente. Y, pese a todo, podían concluir que no debían temer ninguna continuación dado que, con Carter y Fallg muertos, la organización había dejado de existir.

Jamás lograron averiguar por qué Carter asesinó a Elvira Lindfeldjj pues, salvo la información fragmentaria que de las acusaciones de Carter contra ella refirió Robert Modin, no tenían más detalles de su relación. Probablemente, aquella mujer sabía demasiado y había dejado de ser necesaria. Por otro lado, Wallander suponía que, a su llegada Suecia, Carter estaba poco menos que desesperado.

Comoquiera que fuese, aquellos dos hombres estaban decididos a sembrar el caos en el mundo financiero; y la conclusión a la que llegaron los investigadores era aterradora: estuvieron muy cerca de con seguirlo. Si Modin o Wallander hubiesen introducido la tarjeta y el código exactamente a las cinco y treinta y un minutos de aquel lunes 20 de octubre, un alud electrónico se habría desencadenado sin remedio Los expertos que habían logrado esbozar un estudio preliminar del programa que Falk había instalado en los sistemas, palidecieron al comprender el alcance de sus consecuencias. La vulnerabilidad de la instituciones cuyos sistemas habían sido conectados en serie por Falk y Carter había resultado ser extraordinaria. En todo el mundo, distintos grupos de expertos trabajaban con denuedo para obtener una valoración del efecto de tal atentado informático.

Pero ni Modin había introducido la tarjeta Visa de Carter en la ranura del cajero ni Wallander había llegado a teclear el código De modo que nada sucedió, salvo que unos cuantos cajeros de Escania se habían visto afectados, aquella mañana, por una serie de fallos técnicos tan repentinos como inexplicables. Varios de ellos se declararon fuera de servicio, aunque jamás se detectó avería alguna. Y de repente, todo empezó a funcionar de nuevo con total normalidad. Un muro de confidencialidad insalvable se alzó en torno a la investigación a la conclusiones que, gracias a ella, iban tomando forma.

Los asesinatos de Sonja Hokberg, Landahl y Lindfeldt habían quedado aclarados. Fu Cheng se había suicidado, tal vez porque en los rituales de la misteriosa organización se incluyese el no dejarse atrapar jamás. Tampoco para aquella pregunta hallarían respuesta. A Carter le había disparado Wallander. Del mismo modo en que no pudieron aclarar las circunstancias misteriosas de por qué Sonja Hokberg había sido arrojada a una estación de transformadores o por qué Falk disponía de los planos de una de las instalaciones más importantes de Sydkraft. Sin embargo, sí que consiguieron esclarecer parcialmente el asunto de cómo abrieron la verja y la puerta de la estación de transformadores. En efecto, Hanson no se daba por vencido y averiguó que el técnico Moberg había sido victima de un robo en su domicilio durante una semana en la que estuvo de vacaciones. Las llaves estaban en casa cuando regresó pero, según Hanson, las habían copiado a cambio, seguramente, de una tentadora suma de dinero ofrecida al fabricante americano.

En el pasaporte de Jonas Landahl descubrieron que el joven había visitado Estados Unidos un mes después del robo en casa de Moberg y, como ya sabían, contaba con mucho dinero procedente de los asaltos a los bancos de Frankfurt y Marsella. Con no poco esfuerzo, lograron dar con las respuestas a cada uno de los cabos sueltos que salpicaban el material de la investigación. Resultó, entre otras cosas, que Tynnes Falk tenía un apartado de correos en Malmö, pero jamás supieron por qué le había dicho a Siv Eriksson que ella recibía toda su correspondencia. Tampoco encontraron nunca el diario de bitácora, ni los dedos seccionados de Falk, pero los patólogos consiguieron determinar que la muerte se había producido de hecho por causas naturales, si bien Enander tenía razón y no había sido a causa de un paro cardíaco, sino de una embolia cerebral difícil de detectar. Por otro lado, no quedaba ningún punto que aclarar sobre el asunto del asesinato del taxista. El factor desencadenante en ese caso había sido el irrefrenable deseo de venganza de Sonja Hokberg, una venganza ejemplar. No se explicaban, no obstante, por qué no eligió como blanco de su venganza al hombre que la había atacado, en lugar de a su padre, que era inocente. Ni alcanzaron a comprender las deficientes reacciones de Eva Persson, pese al exhaustivo análisis psicológico a que se la sometió. En cambio, sí que quedaron convencidos de que la muchacha jamás empuñó ni el martillo ni el cuchillo. Otra de las cuestiones sin respuesta quedó definitivamente aclarada: Eva Persson había decidido modificar su versión de los hechos por la sencilla razón de que no quería cargar con la responsabilidad de un delito que no había cometido y, cuando se retractó de su primera confesión, lo hizo en el desconocimiento de la muerte de Sonja. Lo único que la movió fue su deseo de contar la verdad acerca de su propia intervención. Nadie sabía qué sena de ella en el futuro.

Pese a las intensas pesquisas y ulteriores análisis, quedó algún que otro cabo suelto.

Un buen día, Wallander halló sobre su mesa un extenso informe redactado por Nyberg en el que el técnico explicaba con prolijidad modélica que la maleta vacía que habían encontrado en el transbordador había pertenecido, sin duda, a Jonas Landahl. El técnico no supo decir, en cambio, qué había sido de la ropa o qué otros objetos podía haber contenido la maleta. Lo más probable era que Hua Gang, su asesino, hubiese arrojado por la borda todas las pertenencias del joven en un intento de retrasar la identificación del cadáver, de modo que la única prueba era su pasaporte. El inspector dejó el informe sobre la mesa con un profundo suspiro.

Lo más importante fue, con todo, el esclarecimiento de las actividades de Carter y Falk. A Wallander no le quedó la menor duda de que ambos tenían otros planes tras el ataque a los sistemas financieros. Así pues, habían diseñado un proyecto de sabotaje de las centrales de suministro energético más importantes del mundo. Y la cuestión del relé que Hua Gang, en cumplimiento, sin duda, de las órdenes de Carter, había colocado en la camilla vacía del depósito o la de la conducción del cadáver, ya sin los dos dedos, al lugar en que se lo encontró en un principio, no habían sido sino manifestaciones de la vanidad de aquel guía sectario, pinceladas rituales y pseudorreligiosas de un mundo en el que Carter y Falk eran dioses.

Aun así, en medio de la brutalidad sin límites manifestada por dos perturbados con completo de superhombres, Wallander hubo de admitir que Falk y Carter habían puesto de manifiesto un hecho importante la fragilidad de la sociedad en que vivían era mayor de lo que ninguno de ellos habría podido sospechar.

Por otro lado y a raíz de todos aquellos sucesos, el inspector empezó a tomar conciencia de que el futuro necesitaría un tipo de policías bien distinto al que él representaba. No porque sus conocimientos y experiencias llegasen a resultar superfluos, sino porque había campos del saber decisivos para el trabajo policial y en los que él era un completo ignorante.

En un sentido más amplio, se había visto obligado a reconocer que el era ya viejo. Un perro viejo incapaz de aprender nada nuevo.

En su apartamento de la calle de Mariagatan se había sumido, a altas horas de la noche, en penosas reflexiones acerca de la vulnerabilidad; la que caracterizaba a la sociedad y la suya propia, que parecían enlazadas e interdependientes. Y así, llegó a una doble interpretación de sus reacciones. Por una lado, vela crecer a su alrededor una sociedad que le resultaba ajena. En su trabajo, se enfrentaba de forma constante a manifestaciones de fuerzas descarnadas que, inmisericordes, zarandeaban a los seres humanos arrojándolos a la marginalidad más periférica. Veía a gente joven que, antes de terminar sus estudios primarios, ya había perdido la fe en su propio valor; el consumo de drogas y de alcohol, siempre creciente, como en el caso de la joven Sofía Svensson, aquella que vomitó en su asiento trasero… En la sociedad sueca los antiguos abismos se ensanchaban y otros nuevos velan la luz; y los cercados invisibles segregaban a los grupos, cada vez más reducidos, de los que vivían bien. Los muros se levantaban altos contra los que vivían en los fríos reductos marginales: los sin techo, los toxicó-manos, los desempleados.

Y, al margen de todo aquello, se desarrollaba otra revolución, la de la vulnerabilidad en la que unos puntos de conexión cada vez más poderosos pero, al mismo tiempo, más frágiles regulaban la sociedad. La eficacia aumentaba a cambio de que las personas quedasen indefensas frente a las fuerzas que se dedicaban a perpetrar el sabotaje y a sembrar el terror.

Por otro lado, allí estaba también su propia vulnerabilidad, la soledad, la timidez, la falta de autoestima, la certeza de que Martinson lo superaría y le arrebataría el puesto. La sensación de inseguridad ante las innovaciones que no cesaban de modificar su trabajo y que ponían a prueba su capacidad de adaptación y de renovación.

Durante aquellas noches en la calle de Mariagatan, solía pensar que no aguantaba más. Pero sabía que debía hacerlo, al menos durante otros diez años. No le quedaba ninguna otra opción real. Era un investigador, un trabajador de campo. La idea de dedicarse a dar conferencias en las escuelas sobre los riesgos de la droga o enseñando las reglas de tráfico a los niños de las guarderías le resultaba impensable. Aquel mundo jamás sería el suyo.

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