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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (24 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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El muro estaba coronado por las habituales troneras. A medida que la luz cobraba más entidad Bolitho pudo ver dos aspilleras de cañones que apuntaban hacia tierra firme y hacia el terraplén. Pronto adivinó, asimismo, la sombra de un paso que las unía.

En una playa cercana se veían dos botes que reposaban sobre la arena junto al esqueleto de un tercero, probablemente destruido en un combate de un año atrás o más.

—¡Allí, señor! —siseó excitado Couzens—. ¡La barcaza!

Bolitho tomó el catalejo y enfocó, primero la fortaleza, luego, la barcaza que reposaba amarrada en su cercanía. Era de construcción tosca. Se veían en ella los cordajes usados para remolcarla y las rampas, plegadas, usadas por caballos y carretas. La arena de la playa y del camino cercano aparecía pisoteada, lo que indicaba numerosas idas y venidas de gente y equipo.

Movió con cautela la lente hasta enfocar el fondeadero. No era muy grande, pero cabían en él un par de barcos medianos. Con toda probabilidad, pensó, se refugiaban allí bergantines o goletas.

El eco de una corneta resonó por encima del agua arremolinada. Un instante después, una bandera serpenteó a lo largo del mástil y se hinchó, apuntando con pereza hacia ellos. Varias cabezas circularon por encima del parapeto. Enseguida vio Bolitho una figura solitaria que aparecía por la rampa interior de la barcaza. Llevaba sobre el hombro un mosquete que sujetaba, sin protocolo, por el cañón. Bolitho contuvo el aliento. Ahí había una información importante. No había pensado en que la barcaza podía albergar un centinela.

Ya con la luz del día creciendo en tierra, y despiertos los hombres del fuerte, la misión del vigilante nocturno terminaba. Para que el plan de Pagel funcionase habría que ocuparse, en primer lugar, del centinela.

A medida que transcurría la primera hora del día de su guardia, Bolitho se dedicó a estudiar el fuerte concienzudamente. Lo hacía para mantener ocupada su mente y no pensar en el resplandor que aumentaba, junto con el calor, más que por otro motivo.

La guarnición no parecía disponer de muchos hombres. Las huellas de caballería visibles cerca de la barcaza hacían sospechar que un buen número de ellos habían abandonado el fuerte recientemente. Era probable que su salida se debiese a las noticias de que una escuadra británica había sido avistada navegando paralela a la costa y en dirección sur.

Bolitho evaluó el plan del contraalmirante Coutts y se felicitó por su simplicidad. A Coutts le hubiese gustado estar allí con ellos, pensó. Y poder ver cómo sus ideas iban tomando forma.

Macdonald, el canadiense, se deslizó a su lado sigilosamente y le sonrió con sus dientes manchados.

—¡De nada le hubiese servido agarrar el sable, señor! —avisó ensanchando aún más su sonrisa—. ¡De cualquier forma le hubiese cortado el pescuezo!

Bolitho tragó saliva con esfuerzo.

—Probablemente. —Vio que Quinn y el guardiamarina Huyghue se acercaban gateando entre los matojos y añadió—: Parece que vienen a relevarnos.

Luego, tras llegar al puesto de mando de Paget, Bolitho describió con detalle todo lo que había observado.

—Quiero que nos hagamos con la barcaza —dijo Paget, dirigiendo una mirada amenazadora hacia Probyn—. He aquí una tarea para hombres de mar.

—Por supuesto, señor —replicó Probyn encogiéndose de hombros.

Bolitho reposaba, la espalda apoyada contra un tronco de palmera. Bebió un sorbo de agua procedente de una cantimplora.

Stockdale se puso en cuclillas cerca de él y preguntó:

—¿Será difícil, señor?

—Todavía no estoy seguro.

Reconstruyó en su mente la imagen de la barcaza y el centinela que abandonaba su escondite en ella. El hombre estiraba sus miembros como para desperezarse después de un buen sueño. Era probable que dormitase durante su guardia. No resultaba difícil, cuando una fortaleza se creía inexpugnable, que su guarnición se relajase.

Stockdale le observaba con semblante preocupado.

—He preparado un lugar apartado donde usted se podrá acostar, señor —dijo señalando un tosco cobertizo hecho con ramas y matojos—. No es bueno pelear sin haber dormido.

Bolitho penetró gateando entre las ramas y se tumbó bajo el cubierto. El frescor que el trago de agua dejó en su garganta ya había desaparecido.

Aquel iba a ser el día más largo de su vida, meditó con desánimo. La espera, sobre todo, se haría insoportable.

Un ronquido que resonaba en la vecindad le hizo volver la cabeza… Vio que Couzens dormía a pierna suelta tumbado sobre su espalda, ajeno a las quemaduras que el sol había ya provocado en su sensible y pecosa piel.

La mera visión de aquel hombre durmiendo, con la apariencia de tanta tranquilidad, ayudó a Bolitho a serenarse. Sin duda Couzens revivía en sus sueños las deliciosas tartas de manzana de su madre. O acaso se encontraba paseando por la pacífica aldea de Norfolk donde, hacía ya años, alguien le metió en la mollera la idea de hacerse oficial de marina y abandonar la tierra firme.

Stockdale se recostó contra el tronco de un pino y observó cómo Bolitho cerraba los ojos.

Vigilaba aún a su superior cuando uno de los soldados a las órdenes de D'Esterre penetró arrastrándose en el claro del matorral y siseó a su oído:

—¿Dónde está el teniente?

Bolitho se despertó a disgusto, incapaz de responder, sin saber ni dónde estaba ni qué hacía allí.

—El comandante le manda sus respetos, señor —explicó el soldado con aprensión—, y dice que se reúna usted con él donde estaban esta mañana.

Bolitho logró incorporarse a pesar de que todos sus músculos protestaban enérgicamente.

—¿Por qué?

—El señor Quinn ha avistado una vela extraña, señor.

Bolitho miró directamente a Stockdale e hizo una mueca.

—¡Pues qué oportuno! ¿No podía haber elegido otro momento?

Llegar hasta el punto de vigilancia le llevó esta vez mucho más rato. El sol lucía ya en lo alto del cielo, y entre su resplandor y la humedad del aire se hacía difícil respirar.

Paget yacía junto a la loma completamente cubierto por su capa verde. Frente a sus ojos había colocado el catalejo, camuflado con cariño mediante ramas y hojas. A su costado estaba tendido Probyn. Más allá, buscando alguna sombra en la pendiente de la ladera, se veía a Quinn y su guardiamarina, que parecían supervivientes de una travesía por el desierto.

—¡Ah, por fin está usted aquí! —ladró Pagel con voz impetuosa, que se suavizó cuando el oficial añadió—: Véala usted mismo.

Bolitho agarró el catalejo y lo orientó hacia la embarcación que se aproximaba. Su casco era mangado, más ancho en el centro, y a juzgar por lo hundido que navegaba debía de venir cargado hasta la orla. Avanzaba muy lentamente, casi a paso de caracol, dando bordadas contra el viento para ganar camino hacia la fortaleza. A cada virada sus velas gualdrapeaban con incomodidad. Viendo aquellos tres mástiles bajo su casco pesado y ancho, Bolitho dedujo que se trataba de un lugre dedicado al cabotaje costero. La costa americana estaba llena de aquel tipo de embarcaciones, hábiles en mar abierto, pero capaces de abrirse camino por las aguas poco profundas de los canales.

Bolitho se enjugó el sudor que le caía sobre los ojos y dirigió la lente hacia la torre cuadrada del fuerte. Un buen número de cabezas, que sobresalían por su muro, observaban el progreso del lugre. Bolitho vio, asimismo, que los portones del acceso principal de la fortaleza se hallaban completamente abiertos. Varios hombres se dirigían con andares pausados desde la muralla hacia la playa situada en el extremo más alejado de la isla.

Ninguno de los cañones de la fortaleza había avanzado en su aspillera, ni se veía que sus dotaciones se acercasen a ellos.

—Deben de estar esperándolo —musitó.

—Evidentemente —gruñó a su lado Paget.

Probyn reflexionó con voz plañidera:

—Ese barco hace nuestra misión prácticamente irrealizable. Ahora el enemigo nos podrá atacar por dos flancos. —El teniente soltó un sonoro juramento y añadió—: ¡Menuda suerte tenemos!

—Pienso atacar tal y como lo habíamos planeado. —Pagel observó el lugre con semblante inexpresivo—. Ni sueñen en perder otro día entero. En cualquier momento una patrulla puede caer encima de nuestros hombres. O imagínense que la
Spite
decide regresar antes de tiempo para ver cómo nos va. —Adelantó su mandíbula en un gesto decidido—. No. Atacaremos.

Se arrastró con dificultad por encima de unas piedras afiladas y ordenó:

—Regreso al campamento. Mantengan la guardia; después me contarán sus impresiones.

Probyn le observó retirarse y maldijo:

—¡Me pone enfermo!

Bolitho se tendió de espaldas y con los brazos se protegió la cara del brillo del sol. Miles de minúsculos insectos le atacaban, le picaban y chupaban su sangre sin que él apenas lo notase. Su pensamiento se hallaba inmerso en el lugre. Se le ocurría que una circunstancia imprevista como aquella podía, de hecho, convertirse de pronto en la pieza del rompecabezas que faltaba.

—A lo mejor tiene razón sobre eso de no perder ni un día más —dijo Probyn con voz ofendida—. Y, siendo como es, no hay ni que pensar en que suspenda el ataque.

Bolitho notó que el otro le observaba y sonrió:

—¿Su opinión?

—¿La mía? —preguntó Probyn con escepticismo, agarrando de nuevo el tubo del catalejo—. ¿A quién le importa mi opinión?

Hasta bien entrada la tarde el lugre no logró remontar el extremo de la isla; luego, ya con el viento a favor, se dirigió hacia el fondeadero. Mientras sus marineros cargaban las velas y soltaban el ancla, ya en aguas protegidas, Bolitho vio cómo un bote dejaba la playa y se dirigía hacia el barco.

Probyn se volvió hacia él con semblante cansado; su voz sonaba irritada y tensa:

—Y ahora, ¿qué se ve?

Bolitho enfocó la lente hacia el hombre que descendía desde la regala del barco hasta el bote. ¿Era coraje, soberbia, o se trataba de dar a sus hombres una lección de seguridad en sí mismos? El uniforme del hombre, de color brillante y limpio, que contrastaba con la poca pulcritud del barco, resultaba más expresivo que cualquier mensaje.

—El que sale del barco es un oficial de la Armada francesa —explicó en un murmullo, observando por el rabillo del ojo la reacción en el semblante de Probyn—. O sea, que ahora ya no hay ninguna duda.

9
LA ELECCIÓN DE PROBYN

El guardiamarina Couzens avanzó gateando sobre manos y rodillas hasta alcanzar la posición de Bolitho en la cima del promontorio.

—Están todos, señor —anunció el joven, que deslizó su mirada por la ladera que terminaba en el mar, para posarla finalmente en la característica silueta del fuerte.

Bolitho asintió con un gesto. Una docena de preguntas bullían en el fondo de su cerebro. ¿Habían sido revisadas una a una las armas de los marineros? A menudo alguno de ellos, nervioso, cargaba su pistola haciendo caso omiso de la prohibición y de los serios castigos que ese proceder comportaba. ¿Habría explicado Couzens a todos lo vital que resultaba mantenerse escondidos y silenciosos a partir de ese momento? Ahora ya era demasiado tarde para volverse atrás. No le quedaba otra alternativa que confiar plenamente en sus hombres. Bolitho notaba la presencia de todos ellos tras su espalda. Se agachaban y escondían en aquel territorio desconocido, apretaban con fuerza las empuñaduras de sus armas, sufrían.

Por suerte, aquella noche no había luna. Sin embargo, el viento había amainado casi por completo, lo cual era una desventaja para ellos, pues ahora sólo el suspiro regular del oleaje contra la playa silenciaba sus movimientos. Sin viento que enmudeciera sus pasos, iba a resultar doblemente difícil que los hombres llegasen hasta la playa y alcanzasen la isla sin levantar la alarma.

Recordó la ecuanimidad con que D'Esterre había examinado la isla y sus defensas. Estudió el territorio, usando el catalejo, desde tres puntos de observación. El fuerte disponía por lo menos de ocho cañones de gran calibre, aparte de algunas piezas de calibre menor. La guarnición, aunque reducida ahora por la marcha de un contingente, debía de consistir en unos cuarenta hombres.

Una docena de ellos habría bastado para defender el fuerte y aniquilar cualquier ataque frontal. Por alguna suerte de milagro, ninguno de sus exploradores o centinelas había tropezado aún con los infantes de marina escondidos en las inmediaciones. El enclave formaba parte de una costa desierta. Aparte de los hombres que pululaban por la isla, y las idas y venidas lógicas tras la llegada del lugre, no habían visto ni un signo de vida humana.

Al parecer, el oficial francés permanecía en la fortaleza. Las razones de su presencia allí continuaban siendo una incógnita.

—Ya está aquí la división del señor Quinn, señor —siseó a su lado Stockdale.

—Muy bien. —Sintió pena por el joven Quinn, que sin haberse iniciado el ataque ya ponía cara de muerto—. Dígale que se prepare.

Bolitho intentó estudiar a través de la lente el barco fondeado, pero vio poco más, aparte de su sombra. Ningún fanal de fondeo traicionaba su presencia. Hacía ya horas que el último canto de los marineros borrachos se había extinguido.

Notó que una mano le agarraba del hombro y, al mismo tiempo, oyó la ronca voz del explorador canadiense:

—¡Ahora!

Bolitho se levantó y le siguió por el costado de la colina, que descendía en abrupta pendiente hasta la orilla. Sus pisadas hicieron rodar piedras y arena. Sentía cómo el sudor empapaba su camisa y descendía torso abajo. Era como andar desnudo: avanzaban hacia los mosquetes que les apuntaban y que en cualquier momento podían empezar a vomitar fuego y a destrozarles.

Ahora es demasiado tarde. Ahora es demasiado tarde
.

Anduvo rítmicamente para mantenerse tras los pasos del otro hombre, sabiendo que el resto de la columna le pisaba los talones. No le costaba imaginar la mayoría de las caras. Hombres como Rowhurst, el segundo jefe de artilleros; Kutby, el árabe de la mirada perdida, o Robbet, el ladrón de poca monta de Liverpool que se había librado de la horca ofreciéndose como voluntario en la Armada.

El resuello del mar les alcanzó y les dio confianza, como habría hecho un viejo amigo.

Bolitho les ordenó detenerse junto a unas matas resecas. Quería pasar revista a su situación. Desde lo alto de la colina las matas le habían parecido mayores y más espesas. Los marineros se agazapaban ahora tras ellas, algunos metidos entre su espesura, y con sus miradas observaban la fortaleza que se hallaba más allá del agua rizada. Aquellos arbustos iban a ser el último refugio donde cubrirse hasta alcanzar los muros de la fortaleza.

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