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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos

 

Nueva York, 1777. Mientras la revolución americana hace estragos en el territorio de la Colonia, la armada británica se apresta a entrar en combate desde el mar. La marina inglesa debe enfrentarse a una pujante flota de barcos enemigos, corsarios americanos y franceses, para intentar mantener el bloqueo de suministros militares vitales para Washington. Atrapado en la contienda, el joven oficial Richard Bolitho se ve obligado a tomar decisiones trascendentales mientras participa en duras batallas. Decisiones de las que depende la vida de muchos hombres, y quizás, también, el devenir de la historia de América.

Alexander Kent

Corsarios americanos

Bolitjo #3

ePUB v1.0

Chotonegro
01.01.12

Título original:
In Gallant Company

@2000 Alexander Kent

Traducción: Carlos Serra

ISBN: 9788484503316

Editor original: Chotonegro (v1.0)

1
DEMOSTRACIÓN DE FUERZA

El helado viento del noroeste, que tras rolar hacia el norte a lo largo de la jornada barría la rada del puerto de Nueva York, no permitía presagiar mejora alguna en la meteorología invernal. Más bien indicaba que el frío iba a venir ahora acompañado de la amenaza de nevadas.

El
Trojan
tiraba con fuerza de los cables de su fondeo. Se trataba de un enorme navío de línea de la escuadra de Su Majestad británica, del porte de ochenta cañones. Cualquier lego en asuntos marineros, viendo su majestuosa estampa, le habría supuesto indiferente al ataque de viento y lluvia. Pero para los marineros que trabajaban sin descanso en cubiertas y entrepuentes, el castigo del frío resultaba casi insostenible. Más descontentos aún se hallaban los gavieros, cordeleros y veleros que, en lo alto del aparejo, se aferraban a las resbaladizas vergas y, además de sufrir a cuerpo descubierto el helado tormento, tenían que soportar el balanceo del buque.

Corría el año 1784 y, con la llegada del mes de marzo, cabía esperar ya en el ambiente los primeros signos de la primavera. Sin embargo, el teniente de navío Richard Bolitho tenía la sensación de vivir todavía en pleno invierno. Bolitho era el oficial encargado de la guardia aquella tarde. Hoy oscurecerá pronto, pensó recordando que los botes y chalupas del navío debían revisarse, y que hacía falta doblar sus amarras antes de que la noche se cerrase por completo.

Se estremeció, y no tanto a causa del frío como por la certeza de que no encontraría un refugio más caliente cuando, terminada su guardia, tuviese permiso para descender a la cámara del buque. El
Trojan
, con su masivo armamento y su gigantesco casco cuyas entrañas acogían durante largas temporadas una dotación de seiscientos cincuenta hombres, entre oficiales, marineros e infantes de marina, no contaba con otra calefacción que los fuegos de las cocinas y el calor humano, fuese cual fuese la inclemencia de los elementos exteriores.

Bolitho alzó su catalejo y lo enfocó hacia la línea de costa que se desvanecía en el crepúsculo. A medida que la lente se posaba en los navíos fondeados en la rada, así como en las fragatas y en el habitual bullicio de embarcaciones auxiliares que traficaban sin parar alrededor de la escuadra fondeada, halló tiempo para maravillarse del súbito giro de la situación. No más allá del último verano, el
Trojan
soltó su ancla ante las playas de Staten Island en compañía de una gigantesca flota de ciento treinta navíos. Si el estallido de la Revolución americana —auténtica rebelión de colonos— cogió a todo el mundo por sorpresa, enseguida la toma de Nueva York y Filadelfia, con tamaña demostración de fuerza por parte de la escuadra imperial, hizo pensar a todos los allí destinados en una rápida victoria, o por lo menos en una solución negociada.

En aquel momento la acción militar pareció simple y efectiva. Apoyado por la presencia de las tropas refugiadas a bordo de los imponentes navíos, ante Staten Island, el general Howe se hizo trasladar a tierra acompañado de un pequeño contingente de infantería y tomó posesión.

Todos los preparativos estratégicos de las fuerzas rebeldes, así como la instrucción llevada a cabo por las milicias locales, se redujeron a nada en un instante. Hasta la guarnición de Staten Island, a cuyos 400 hombres el general Washington había ordenado defender el reducto a cualquier precio, rindieron a toda prisa sus mosquetes y juraron sumisión y fidelidad a la Corona.

Bolitho plegó el catalejo, cuya lente se empañaba a causa de la ventisca. Costaba recordar la imagen veraniega de aquella isla verde: la multitud de curiosos atraídos por la majestuosa estampa de los buques, el entusiasmado vitorear de los
loyalistas
, el silencio ominoso de los que observaban pero deseaban su marcha. Ahora, los únicos colores visibles se limitaban a una lúgubre gama de grises. La tierra, el agua agitada, incluso los navíos, parecían haber perdido aquel brillo tan suyo a causa del invierno persistente e implacable.

Paseó de un lado al otro de la amplia cubierta del alcázar del
Trojan
; sus zapatos resbalaban sobre la tablazón que escupía agua; sus ropas, también empapadas, se aferraban y tiraban de él a causa del fuerte viento. Llevaba ya dos años a bordo del navío. Los veinticuatro meses, ahora se le antojaban una eternidad. Como a la mayoría de oficiales de la Armada, la noticia de la Revolución le había producido una impresión contradictoria: sorpresa y espanto por un lado y simpatía, y también indignación, por el otro. Y, por encima de todo, una gran sensación de impotencia.

La Revolución, nacida de una mezcla de ideales individuales, se transformó pronto en algo mucho más real y amenazador. Aquella guerra era distinta a todo lo que habían conocido hasta entonces. Por supuesto que los enormes navíos de línea, como el
Trojan
, se desplazaban majestuosamente de un incidente o alzamiento a otro, y, en cualquier caso, lograban dominar a quien osaba colocarse al alcance de sus cañonazos.

Pero la verdadera guerra, que se libraba en el terreno de las comunicaciones y los suministros, la llevaban a cabo una multitud de embarcaciones menudas y rápidas: las balandras, las goletas, los bergantines. Durante todo el invierno, mientras los cansados navíos del escuadrón costero patrullaban para cubrir con su vigilancia las mil quinientas millas de la costa occidental norteamericana, la cada vez más evidente fuerza de los colonos rebeldes halló un aliado en el eterno enemigo de Gran Bretaña: Francia.

De momento, la Armada francesa no se alineaba junto a los rebeldes de forma notoria; pero una numerosa flotilla de veleros con patente de corso francesa merodeaba desde la frontera canadiense hasta el Caribe, y no iba a pasar mucho tiempo antes de que el gobierno francés mostrase sus verdaderas intenciones. Tras eso, sin duda España sería un rápido, si bien reticente, aliado. Las rutas de comercio españolas eran las más extensas; eso, junto con la escasa simpatía que desde siempre sentía España por Gran Bretaña, inclinarían a la Corona española a tomar el rumbo más fácil.

Bolitho había oído discutir esas y otras consideraciones en numerosas ocasiones; el tema ya le aburría. El papel del
Trojan
en la contienda parecía disminuir día a día fuesen cuales fuesen las noticias, buenas o malas. El navío pasaba semanas fondeado en la rada, olvidado por el Estado Mayor cual herramienta inútil. La dotación se resentía de ello; los oficiales buscaban oportunidades para embarcarse en otros buques más rápidos e independientes, donde poder hallar más ocasiones de hacer fortuna.

Bolitho recordó el último barco en que estuvo destinado, la fragata de 28 cañones
Destiny
. Si bien en ella no era más que el teniente cadete —todavía reciente su ascenso desde guardiamarina a oficial profesional—, halló, en aquella circunstancia, emoción y satisfacciones sin número.

Pateó ahora con sus pies las tablas húmedas y enseguida vio cómo los hombres del cuerpo de guardia, que reposaban en el otro costado del puente, se revolvían alarmados. Bolitho era el cuarto teniente de aquel mastodonte sujeto a dos pesadas anclas enterradas en el fondo de la bahía, y no tenía ninguna expectativa de cambiar de destino.

Lo que le convenía al
Trojan
era reunirse con la flota del Canal, pensó. Continúas maniobras, expediciones para asustar a los siempre vigilantes franceses y, en cuanto fuese posible, una escapada a los puertos de Plymouth o Portsmouth, en cuyos muelles esperaban los viejos amigos.

Bolitho oyó unos pasos familiares que se aproximaban tras él y se dio la vuelta. Se trataba de Cairns, el primer teniente. Al igual que el resto de oficiales de a bordo, llevaba en el navío desde su botadura en Bristol, en el año 1775.

Cairns era un caballero alto, flaco, tranquilo y reservado. Si, como todos los tenientes, pensaba únicamente en su ascenso en el escalafón militar o aspiraba, por ejemplo, a comandar un navío propio, su conducta no lo denunciaba en absoluto. Aunque casi nunca sonreía, era un hombre atractivo y de trato agradable. Bolitho le respetaba y, además, sentía simpatía por él; a menudo se preguntaba qué pensaba el primer teniente del comandante.

Cairns se detuvo y levantó la cabeza mientras se mordía el labio inferior. Su mirada repasaba el bosque de aparejos, jarcias y burdas que se elevaban, majestuosos, sobre el buque. Las vergas perpendiculares, cubiertas por una fina capa de nieve, parecían, desde la cubierta, ramas de pinos desnudos y muertos.

—El comandante regresará pronto —dijo—. Yo estoy ocupado. Mantenga los ojos abiertos y tenga a la gente dispuesta.

Bolitho asintió y calibró el momento. Cairns tendría unos veintiocho años, mientras que él no había cumplido todavía los veintiuno. Pero esos ocho años de edad eran poca cosa comparados con el abismo que separaba a un cuarto teniente de su primero.

Se dirigió a él fingiendo desinterés:

—¿Hay noticias sobre la misión del comandante en tierra, señor?

Cairns pareció no haberle oído.

—Ordene que los gavieros desciendan a cubierta, Dick. De lo contrario, si el tiempo empeora y hay que maniobrar estarán helados como témpanos. Dé orden de que el cocinero caliente algo de sopa para ellos; ese canalla estará contento de tener algo que hacer —continuó con una mueca, para añadir mirando a Bolitho—: ¿Misión? ¿Qué misión?

—Bueno, señor, creí que había bajado a tierra para recibir órdenes —respondió Bolitho encogiéndose de hombros—, o algo parecido.

—Sí, seguro que ha estado reunido con el Alto Mando. Pero dudo que nos destine a alguna misión que no sea vigilar atentamente y mantener la disciplina.

—Ya entiendo, señor. —Bolitho desvió la mirada. Nunca lograba saber si Cairns hablaba en serio o en broma.

—¡Guardiamarina de la guardia! —gritó. Inmediatamente, vio cómo una de las siluetas que yacían por cubierta se apartaba del refugio de la batayola y se acercaba hacia él.

—¡Señor!

Se trataba de Couzens, un muchacho de trece años nuevo en la dotación del navío, llegado desde Inglaterra en un buque de suministros. Las facciones de su cara eran redondeadas, y temblaba continuamente, pero compensaba su bisoñez e ignorancia con una firme voluntad que no lograban doblegar ni la dureza del navío ni la de sus superiores.

Bolitho, tras pasarle las órdenes para el cocinero, le avisó del pronto regreso del comandante. Luego le dio instrucciones para formar a la gente y cambiar la guardia cuando llegase la hora. Bolitho recitaba la lista de tareas sin pensar en ellas de forma consciente; su atención se concentraba en vigilar a Couzens, en quien veía, en vez de a un subordinado, su propia imagen cuando tenía trece años. También él se embarcó entonces en un navío de línea. Se recordaba como un jovenzuelo asustado al que todo el mundo daba órdenes y de quien todos abusaban. Pero a bordo de aquel primer navío había un hombre a quien él admiraba y a quien consideraba su héroe, un teniente que probablemente jamás se dio cuenta de su existencia como ser humano. Bolitho nunca le olvidaría. Era un militar que no perdía la serenidad ocurriese lo que ocurriese. Jamás se vengaba de las amonestaciones de su comandante humillando a sus inferiores. Bolitho soñó, entonces, que algún día llegaría a ser como aquel teniente. Y seguía aspirando a ello.

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