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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (22 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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—Un nuevo cambio en las órdenes.

—¿De qué se trata?

Bolitho permaneció en silencio; esperaba oír que el ataque, desembarco o lo que fuese, se retrasaba.

—Me toca quedarme a bordo —dijo Cairns con amargura. Luego desvió la mirada para esconder su dolor, y añadió—: ¡Otra vez!

Bolitho no supo qué responder. Era obvio que Cairns había esperado participar con el ataque en el papel de teniente de rango superior. Ya que, en su momento, se perdió la oportunidad de embarcar como patrón de barco apresado, y ni siquiera tomó parte en la captura de la goleta
Faithful
, debía de considerar que el desembarco contra el fuerte era una recompensa merecida, aunque en esa misión tuviese él tantas posibilidades de morir como cualquier otro oficial.

—¿Quien dirija la operación será alguien del navío insignia, señor?

Cairns se encaró con él.

—No. Probyn irá al mando. ¡Que Dios les ayude a todos ustedes!

Bolitho pasó examen a los sentimientos que surgían en su interior.

—También el joven James Quinn vendrá con nosotros.

Quinn no respondió cuando recibió la noticia de su alistamiento en el comando. Su expresión, sin embargo, explicaba con claridad el violento golpe que representaba para él.

Cairns pareció leerle los pensamientos.

—Eso es, Dick. Recaerá en usted la responsabilidad de las vidas de toda nuestra gente.

—Pero ¿por qué ningún oficial del navío insignia? Sin duda podría prescindir de uno o más de sus tenientes.

Cairns le observó con curiosidad.

—Usted no comprende la mentalidad de los almirantes, Dick. Jamás se desprenden de lo suyo. Necesitan mostrar siempre una apariencia perfecta, o sea, que precisan de todos sus oficiales y sus hombres, formando un universo perfectamente ordenado. Coutts no va a ser una excepción a la regla. Exige que a su alrededor haya perfección, nada de esa amalgama de ancianos y mozalbetes en que se está convirtiendo la dotación del
Trojan
.

Bolitho pensó que Cairns se callaba todavía algunas cosas. Por ejemplo, que mandaban a Quinn para comprobar que su herida no había acabado con su resolución y coraje. O que daban el mando a Probyn porque nadie le iba a echar en falta. Pensó en su propia posición y casi tuvo que sonreír. Pears copiaba con exactitud la estrategia del almirante. Se guardaba los mejores oficiales cerca de sí. Antes que sacrificar a Cairns, prefería hacerlo con cualquiera de menos rango y experiencia.

—Bien —dijo Cairns—, me alegra que encuentre razones para reír en este asunto, Dick. Yo, por mi parte, lo encuentro intolerable.

Les interrumpió la aparición del guardiamarina Couzens. El joven iba equipado con un catalejo, una daga, varias pistolas y un abultado saco lleno de vituallas. Se plantó ante ellos y anunció sin aliento:

—¡Mensaje de la
Spite
, señor! Preparados para transportar la última remesa de hombres.

—Muy bien —asintió Bolitho—. Embarque con su división.

Observó los movimientos de un segundo guardiamarina, un joven de dieciséis años y expresión seria llamado Huyghue, que descendía por la escala para saltar a la yola. Una vez allí se sentó en la bancada de popa junto al patrón, que probablemente le doblaba la edad.

—Veo que está usted preparado, señor Bolitho.

La espesa voz del teniente Probyn, proveniente del alcázar, le hizo girar sobre sus talones. El segundo teniente del
Trojan
debía de haber recibido noticia de los nuevos planes de Pears pocos minutos antes. Sin embargo, se le veía sorprendentemente seguro de sí mismo. Su cara aparecía enrojecida, algo bastante usual en él, y mientras se asomaba por la barandilla del alcázar, examinando los botes abarloados al costado del
Trojan
, mostraba una tranquilidad rayana en la indiferencia. Cairns desencorvó su espalda y se puso firmes al oír el paso firme del comandante al acercarse por la cubierta.

—Buena suerte, a ustedes dos.

Pears lanzó una mirada hacia la yola que se balanceaba:

—¡Por todos los santos, me gustaría ir con ustedes!

Probyn, sin decir palabra, se tocó el sombrero en saludo marcial dirigido al alcázar y siguió al resto de sus hombres por la escala, hasta el atestado bote.

Bolitho, al ver que Stockdale se hallaba a bordo de un bote vecino, le dirigió un saludo. Pensó que si alguna razón hubiese impedido al ex luchador unirse a su grupo, eso le habría parecido un mal presagio, una fatal premonición. El mero hecho de verlo allí, fornido y con la expresión tranquila, acallaba la multitud de dudas que le embargaban.

—Soltando amarras, patrón —ordenó Probyn—. ¡No quiero abrasarme más rato bajo este sol!

Se acercaban ya a la borda de la balandra cuando apareció corriendo a toda prisa por cubierta su comandante e hizo bocina con las manos para gritarles:

—¡Muévanse, maldita sea! ¡Estamos a bordo de un buque de Su Majestad, no en el de un condenado pescador de langostas!

Sólo entonces mostró algo de su temple el teniente Probyn.

—¿Ha oído eso? ¡Pollito, mocoso, impertinente! ¡Dios mío, lo que cambia un hombre cuando le dan el mando!

Bolitho le atravesó con una rápida mirada. Mediante esas escasas palabras coléricas, Probyn había dejado entrever muchas cosas de sí mismo. Bolitho sabía que antes de la guerra el teniente había pasado un tiempo en la reserva, cobrando sólo medio sueldo. ¿Fue desembarcado a causa de su afición a la bebida? ¿Se había aficionado al alcohol precisamente a causa de esa mala fortuna? No estaba seguro. De algo no cabía duda: había perdido el tren de los ascensos a comandante, y ser víctima de los gritos del joven que comandaba la
Spite
no facilitaba las cosas.

Trepando ya para alcanzar la atestada cubierta de la balandra, Bolitho se preguntó dónde habían ido a parar los infantes de marina. Lo mismo ocurrió con ellos en la misión de la goleta
Faithful
: pocos minutos después de embarcar, ya habían sido tragados bajo la cubierta. Vio que el comandante Pagel, su oficial, charlaba con D'Esterre y dos tenientes de navío en el coronamiento de popa.

El comandante de la balandra cruzó la cubierta para dar la bienvenida al último contingente. Les dedicó una brusca reverencia, y luego se volvió para gritar:

—¡Señor Walker! ¡Hágase a la vela y ponga el barco en marcha, hágame el favor!

—Ustedes busquen lugar en la cámara —añadió dirigiéndose a Bolitho—. Mi gente tiene ya bastantes ocupaciones como para verse acosada por oficiales desconocidos que vienen de cualquier buque.

Bolitho se llevó los dedos al sombrero. A diferencia de lo que le ocurría a Probyn, comprendía la aspereza del joven marino. Era el efecto de saberse al mando, con responsabilidad sobre una misión que le había caído encima sin avisar. Sin duda le afectaba también el tener tan cerca dos navíos de línea, uno de ellos con el correspondiente almirante a bordo además de varios capitanes de navío que observaban sus movimientos, atentos a cualquier fallo y dispuestos a comparar su eficacia con la de otros oficiales.

De nuevo el comandante se dirigió a él oscilando sobre sus talones.

—Me han informado de que usted es el oficial con quien mi barco se las tuvo hace dos semanas, ¿eh?

Hablaba en un tono agudo e incisivo, y Bolitho dedujo que no era fácil llevarse bien con aquel hombre. Tenía veinticuatro años. ¿Qué había dicho Probyn? «¡Lo que cambia un hombre cuando le dan el mando! »

—¿No me responde?

—Así es, señor. Yo era el segundo oficial en la misión. Mataron al teniente que estaba al mando.

—Ya veo —asintió el otro—. Mi jefe de artilleros estuvo a punto de matarles a todos ustedes muy poco antes —cortó antes de alejarse.

Bolitho se dirigió hacia popa abriéndose camino entre marineros atareados en las brazas y las jarcias, ajenos a todo lo que no fuesen las órdenes de sus oficiales.

Ya los botes de desembarco navegaban en obediente fila, tirando de sus cabos de remolque. Cuando la cabeza de Bolitho penetró en la penumbra del sollado de la
Spite
, ésta escoraba hacia el costado y mostraba su popa a los dos navíos de doble cubierta.

La camareta de oficiales hervía con tantos hombres uniformados. El contador de la
Spite
tardó pocos minutos en repartir vasos y botellas de vino para los huéspedes suplementarios.

Cuando alcanzó a Probyn, éste sacudió la cabeza negativamente y dijo con una sacudida:

—Para mí no, aunque muchas gracias. Acaso beba más adelante.

Bolitho apartó su mirada de él. Le costaba ser testigo de la batalla librada por aquel hombre. Jamás había visto, hasta entonces, que Probyn rechazase una copa. Hacerlo en aquella ocasión, se veía claramente, le costaba un gran esfuerzo.

Reflexionó sobre la amargura mostrada por Probyn ante el comandante de la balandra. ¿Qué iba a ser de ellos el día siguiente?

Lograr un éxito en aquella misión era de una importancia vital para Probyn. Para ello estaba dispuesto a prescindir del brandy y de muchas otras cosas.

En la noche que siguió, así como en el día siguiente, la
Spite
navegó dando largas bordadas que ayudaban a pasar el tiempo mientras se aproximaba hacia la costa.

Fort Exeter se hallaba sobre una isla arenosa que mostraba una curiosa forma de filo de hacha. No tendría más de cuatro millas. Cuando la marea estaba baja, una calzada que coronaba un terraplén de arena y cascajo la unía a tierra firme. Las murallas del fuerte albergaban una fuerza de artillería perfectamente situada, capaz de defender la entrada de un fondeadero casi tan cerrado como una laguna.

El contingente debía desembarcar en la isla durante la noche. Así daría tiempo a que la
Spite
se retirase y, al amanecer, hubiese desaparecido de la vista de tierra. En caso de que el viento faltase, se pospondría el ataque hasta que volviese a soplar brisa. Ocurriera lo que ocurriese, la misión no se iba a suspender a menos que el enemigo hubiese sido alertado y les esperase vigilante.

. Bolitho se acordó del comandante Samuel Pagel, el hombre que debía liderar el ataque; conociéndole, ni con el enemigo alertado había posibilidad de que la misión se suspendiera.

8
FORT EXETER

El desembarco se llevó a cabo a la una de la madrugada y resultó mucho más fácil de lo esperado. Un viento favorable permitió a la balandra acercarse hacia la costa y penetrar en las aguas interiores. Allí, una vez soltada el ancla, se pudo proceder al traslado a tierra de la infantería como si la maniobra formase parte de un ejercicio en tiempo de paz.

El comandante Samuel Pagel saltó a tierra a bordo del bote que llevaba la primera remesa. Cuando, bastante más tarde, Bolitho pisó por fin la arena que resplandecía de humedad y unió sus pasos a los de la fila de apresurados soldados, no pudo por menos que admirar la eficaz planificación del jefe de infantería. Se había hecho acompañar por dos canadienses que, según explicó, eran capaces de rastrear y explorar «mejor que dos malditos perros». Mostraban ambos un semblante feroz, cubiertos por espesas barbas y ataviados con la tosca indumentaria de los cazadores de pieles. A su alrededor, flotaba siempre un intenso hedor a pellejo.

Uno de ellos, llamado Macdonald, mostraba una mirada triste y era de origen escocés. Su familia se asentó originariamente en Carolina del Sur, aunque fue expulsada de sus tierras cuando la principal fuerza loyalista de la zona sucumbió en una feroz batalla contra la milicia rebelde, que se llamaba a sí misma patriota. Su odio por esa gente le recordaba a Bolitho el del hábil marinero Moffit.

Pagel recibió a Bolitho con su brusquedad habitual:

—Silencio absoluto. Quiero que los hombres estén listos en sus posiciones antes de que empiece a clarear. Repartiremos raciones de alimento y agua dulce. —Luego oteó hacia el firmamento poblado de estrellas y gruñó—: Demasiado calor para mi gusto, ¡maldita sea!

Stockdale se acercó y le comunicó con voz ronca:

—El señor Couzens ha llegado con el último destacamento, señor.

—Muy bien —asintió Bolitho, que acababa de ver a Probyn surgiendo de una oscura mata de matojos y husmeando a su alrededor como un zorro—. Todos los hombres están ya en tierra, señor.

Probyn estudiaba el paso de las columnas de soldados. Sus armas, envueltas en trapos para evitar ruidos. Le parecían silenciosos fantasmas procedentes de alguna batalla olvidada.

—Dios mío, no me diga que eso no le hace a uno pensar. Aquí estamos, a millas y millas de cualquier lugar civilizado, avanzando hacia el cielo sabe dónde, y con qué objetivo: ¿me lo puede usted decir?

Bolitho sonrió. También él había reflexionado en términos semejantes. Los soldados de infantería parecían sentirse tan cómodos sobre la tierra firme como a bordo de un barco. Pero entre los marineros se podía casi oler la cautela y la inseguridad; de ahí que procurasen en cualquier momento reunirse en apretados grupos, desoyendo órdenes y amenazas de sus oficiales.

D'Esterre apareció en la oscuridad y mostró su amplia dentadura.

—Venga conmigo, Dick. ¡Reúnase con la infantería de marina y conozca el mundo! —dijo, y se alejó en busca de su teniente haciendo voltear su espada como un bastón.

Bolitho estudió la disposición de la playa, que relucía débilmente en la oscuridad. Los botes ya se habían marchado. Imaginó que por encima del murmullo de las olas rompientes oía los sonidos producidos por sus velas y vergas al desplegarse. Fue entonces cuando la realidad apareció clara ante sus ojos, violenta como un mazazo: se hallaban solos y sin asistencia, abandonados a sus propios medios, en aquella costa desconocida. Dependían en todo de la habilidad de dos exploradores canadienses que Pagel había «pedido en préstamo» al ejército de tierra.

Pensó en la posibilidad de que el enemigo les vigilara; de que el lento y torpe avance de las tropas hubiese sido seguido y espiado, y que en realidad se estuviesen dirigiendo hacia una emboscada enemiga. Era una noche silenciosa, rota sólo por el siseo de los árboles que la brisa agitaba y algún ocasional graznido de un ave asustada. Incluso el aire en movimiento tenía allí un sonido distinto, pensó Bolitho. Eso no era sorprendente, sin embargo, pues los árboles no eran tales sino unas extrañas palmeras que se extendían casi hasta la misma orilla del mar. Su presencia daba a aquella tierra un cierto toque tropical, por completo ajeno a la gente y el lugar.

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