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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (15 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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Bolitho deseaba tragar saliva o aclarar su garganta reseca. Moffit resultaba perfecto. No hacía teatro, sino que era él mismo el oficial segundo de un corsario, un hombre que sabía de lo que trataba.

Haskett se volvió hacia Stockdale.

—Voy a izar la señal convenida. Las barcazas están escondidas ahí detrás —explicó señalando vagamente hacia unos árboles espesos que crecían prácticamente junto a la orilla del agua. Probablemente había allí una caleta escondida, o la entrada de una bahía inexplorada.

—¿Qué hacemos con el patrullero británico? —preguntó Moffit, que acababa de cruzar su mirada con Sparke.

—Necesita media jornada para barloventear hasta aquí, y tenemos buenos vigías situados donde más fácil es divisarle si se acerca.

Bolitho estudió a Haskett mientras éste afirmaba un pequeño pabellón rojo a la driza del palo trinquete y lo izaba hasta la cruceta. Podía ir vestido de leñador, pero nada de lo que se refería al mar le era extraño.

El ronquido de sorpresa de un marinero le hizo volver la cabeza. En tierra, lo que hasta entonces había parecido un árbol se estaba separando de la orilla. Un momento más tarde vio que se trataba de un cúter panzudo y de proa redonda, cuyo único mástil, así como la verga, había sido camuflado mediante ramas y matorrales. Su ancho casco avanzaba empujado por varios pares de remos largos situados en sus costados. Detrás iba otra embarcación casi gemela. Parecían de construcción holandesa. Imaginó que probablemente habían sido traídos desde las Antillas, a menos que hubiesen cruzado por sus propios medios buscando ganarse la vida en la pesca y el comercio local.

Sabía que Sparke había contado con enfrentarse con un único buque, acaso varios botes pequeños y chalupas. Esos cúteres de ancha manga eran casi tan poderosos como la goleta
Faithful
, y sus proas tenían la solidez de un ariete.

Moffit, que se percató de la señal de su superior, dijo:

—Bastará que se acerque uno de ellos. Parecen capaces de transportar todo el arsenal de un rey. Haskett asintió.

—Cierto. Pero una vez terminado la carga aquí tenemos otra misión más hacia el sur, en dirección a Chessapeake. Nuestros muchachos capturaron un bergantín de suministros británico hace menos de una semana. Está embarrancado, pero lleno hasta la borda de mosquetes y pólvora. Traspasaremos su carga a uno de los capturas. ¡Podríamos aprovisionar un ejército entero!

Bolitho se alejó. No soportaba mirar a la cara de Sparke. En ella podía leer sus pensamientos e imaginar el plan de ataque que estaba forjando. Contando con que la balandra británica se hallaba demasiado lejos para servir de alguna ayuda, Sparke pensaba ya en adjudicarse el mérito completo de la doble captura.

Los momentos que siguieron fueron los peores que podía recordar Bolitho. Los dos pesados cascos tardaron en maniobrar y acercarse, entorpecidos por su camuflaje y empujados únicamente por los remos, tan largos que podían haber equipado una galera. Calculó que en cada uno de ellos debía de haber entre treinta y cuarenta hombres. Algunos de ellos serían marinos, el resto probablemente formaban parte de la banda local de rebeldes, o de un contingente de batidores enviados desde Washington.

El gallardete del
Faithful
batía el viento, empapado por el agua. Bolitho vio cómo el cúter más cercano pivotaba empujado por la corriente. Se hallaba lejos todavía. En pocos minutos, sin embargo, estaría ya al alcance de las armas de la
Faithful
, sin tiempo para izar las velas y huir a remo para zafarse de su ataque.

—Necesito un hombre aquí —murmuró Moffit. Si estaba nervioso, no lo mostraba.

—¡A la orden, señor! —gritó un marinero.

A Bolitho se le heló la sangre en las venas. Habían pasado por alto aquella posibilidad. Cualquier hombre de a bordo, incluido él mismo que había ayudado a planear la artimaña, podía traicionarse exagerando su actuación. Un marino desertor o un corsario, carente de entrenamiento y disciplina, jamás respondía con tanta presteza a la orden de su superior.

Haskett se revolvió maldiciendo:

—¡Condenada escoria!

El estampido de una pistola paralizó a toda la gente. Las voces que surgían del
doris
amarrado al costado se mezclaron con los agudos chillidos de las aves marinas, asustadas por la escaramuza. Bolitho sólo tuvo ojos para el extranjero de pelo gris que avanzaba a tropezones hacia la borda, escupiendo sangre por la boca, mientras sus manos se agarraban a su estómago como garras de color escarlata.

Sparke abatió su pistola y ordenó con un aullido:

—¡Cañones giratorios! ¡Abran fuego!

De inmediato los cuatro cañones giratorios crujieron en sus estructuras, barriendo los costados y la cubierta del cúter más cercano con metralla aullante. Simultáneamente, los hombres de Rowhurst apartaron la lona encerada que disimulaba el cañón de nueve libras y se abalanzaron sobre los aparejillos y las picas.

Del buque cercano surgieron algunos disparos aislados. Pero el ataque sorpresa había ya logrado lo que deseaba Sparke. La descarga cerrada arrasó a los hombres de la cubierta del cúter, cortó de cuajo sus remos y terminó con su ritmo de avance. Un instante después su casco derivaba con la proa atravesada a la corriente. Ya estaban listos los restantes hombres de Rowhurst junto a los robustos cañones de seis libras que apuntaban, las mechas retardadas en las llaves de fuego. Todas las armas habían sido cargadas anticipadamente con munición de metralla.

—¡Fuego a discreción!

Bolitho empuñó su sable y se abrió paso entre sus hombres, que parecían resucitar.

—Con cuidado.

Una bala silbó junto a su cara; tras él un marinero, alcanzado por ella, se derrumbó entre aullidos y patadas, y quedó tumbado junto al cuerpo de Elías Haskett.

Sparke, que recibía una pistola cargada de manos de un marinero, comentó con voz ausente:

—Espero que la puntería de Rowhurst sea tan eficaz como sus obscenidades.

El propio Rowhurst, siempre taciturno, parecía haber abandonado su calma habitual. Saltaba de un costado a otro de la cureña del cañón de nueve libras y no perdía de vista el segundo cúter, que había logrado izar su vela mayor y su foque. Los remos caídos por la borda flotaban a la deriva como huesos; el camuflaje de las vergas también saltaba al agua, y las lonas empezaban a hincharse al viento.

Rowhurst lanzó una maldición; uno de sus hombres acababa de derrumbarse mostrando un orificio redondo en la frente.

—¡Listos, señor! —aulló.

Esperó entonces que la
Faithful
completase el círculo alrededor de su fondeo y embutió la mecha en la llave de cañón.

Cargado con bala doble, a la que se añadía alguna metralla por precaución, el cañón retrocedió con la furia de un león embravecido y tensó los aparejos improvisados que lo sostenían. El estampido se esparció por encima del agua con la fuerza de un trueno; el humo que brotaba a bocanadas añadía horror a la escena; el mástil del cúter se abatió, desintegrado, y cayó sobre un amasijo de jarcias y trapos rotos.

—¡Carguen de nuevo! ¡Saquen el cañón en cuanto estén listos y hagan fuego a discreción!

El primer disparo de la pistola de Sparke produjo una inmediata y general ola de salvaje excitación. Por fin, una situación fácil de entender, la acción para la que habían sido entrenados durante inacabables jornadas.

Mientras los morteros y cañones de seis libras continuaban vomitando su fuego mortal sobre el cúter cercano, Rowhurst y sus hombres mantuvieron el ataque regular sobre el más alejado. Éste, ya perdido su mástil y sus velas, derivó con la corriente hasta encontrarse con un banco de arena, donde quedó embarrancado. Un grito surgió de no se sabía dónde. Una pluma de fuego incontrolado explotó entonces en la popa del bastimento y avanzó, velozmente empujada por el viento, devorando las tablas que escupían vapor de agua de lluvia a medida que las llamas se apoderaban de ellas. En pocos instantes ardía toda la cubierta desde la proa hasta la popa.

Por encima del retumbar de los cañones y el griterío de los hombres, Bolitho oyó la voz del capitán D'Esterre:

—¡Vaya ligero, sargento Shears, o cuando salgamos ya no quedará nada por hacer!

D'Esterre apareció entonces parpadeando, sus ojos cegados por la luz súbita y el humo que impregnaba el aire, procedente tanto de los cañones de Rowhurst como del cúter.

—¡Por Dios! ¡Éste caerá sobre nosotros dentro de un instante!

Bolitho vio cómo, en efecto, el primer cúter derivaba como un borracho hacia la proa de la
Faithful
. Se adivinaban ahora muchos más hombres sobre su cubierta, aunque muchos de ellos no volverían a respirar jamás. Amplios regueros de sangre brotaban de los imbornales que desaguaban la cubierta al mar, dando prueba fehaciente de los efectos de la metralla y los proyectiles.

—¡Infantería, avancen!

Igual que marionetas, los soldados alzaron la pierna sobre la borda y presentaron los mosquetes al unísono.

—¡Apunten! —El sargento esperaba, ajeno al silbido de las balas que volaban sobre su cabeza o se incrustaban en las maderas—. ¡Fuego!

Bolitho vio cómo los hombres del barco enemigo, congregados en el punto en que iban a entrar en contacto con la goleta, se tambaleaban y caían luego como matas de maíz en plena siega. La descarga, de precisa puntería, acabó con la mayoría de ellos.

El sargento no mostró ninguna emoción. Su energía se concentraba en marcar el ritmo de las operaciones de recarga, que llevaba golpeando con su lanza. Los hombres actuaban como piezas de una máquina.

—¡Apunten! ¡Fuego!

La nueva descarga fue interrumpida por la colisión de los dos cascos, aunque eso no bastó para salvar la vida a otro puñado de hombres que, con sus gritos y sus desafíos, se aprestaban a saltar al abordaje armados de los ondeantes machetes, o disparaban a los servidores del cañón de nueve libras parapetado en el castillo de proa.

—¡Ataquen de una vez! —gritó Sparke—. ¡Malditos condenados!

—¡Nos veremos en el infierno!

Bolitho se precipitó también hacia la borda. Por un instante fue consciente de que alguien, a pesar del evidente peligro mortal, había osado desafiar a Sparke.

—¡Bayonetas caladas! —ordenó el sargento Shears. Luego, se volvió hacia el capitán D'Esterre y esperó a que éste bajase su sable—: ¡Infantería, avancen!

—¡Señor! —gritó Bolitho—¡dígales que hagan fuego una vez más!

—¡Esos condenados ya han tenido su oportunidad!

Los soldados avanzaron con precisión, hombro con hombro. Formaban una muralla animada de color encarnado, que separó a los asaltantes de sus cañoneros y les aisló de su propio barco, cortándoles la escapatoria y quitándoles toda esperanza.

Bolitho advirtió que una figura se zambullía bajo las bayonetas y se escurría hacia popa con un machete sostenido contra el pecho como un talismán.

Levantó su sable, observando la torpe actitud con que el enemigo aguantaba el arma. Pobre, no era más que un niño.

—¡Ríndase!

Pero el mozo continuó su carrera, aunque gimió de dolor cuando Bolitho apartó la hoja de su sable y, con un rápido giro de la muñeca, arrancó de su mano el machete, que cayó golpeando contra los imbornales. Aun entonces, el jovenzuelo intentó atacar a Bolitho, llorando y cegado por la furia y las lágrimas.

Stockdale golpeó la cabeza del muchacho con el canto plano de su sable y le dejó caer sin sentido.

—Ya está —exclamó Sparke.

Se adelantó a D'Esterre y dirigió su mirada cargada de desprecio al grupo de enemigos supervivientes. No quedaban muchos. El resto, muertos o heridos por la afilada embestida de las bayonetas, reposaba por la cubierta como una banda de curiosos fatigados.

Bolitho enfundó de nuevo su sable. Le invadió un mareo; el insistente dolor de su cabeza regresaba de nuevo.

Los muertos carecían siempre de dignidad, reflexionó. Tanto daba por qué causa se luchase, o cuál fuese el valor de la victoria.

—¡Tomen control del cúter! —gritó Sparke—. Señor Libby, ¡salte a bordo y hágase cargo de todo! ¡Balleine, ponga centinelas a los prisioneros!

Frowd se acercó a la popa y explicó con parsimonia:

—Hemos perdido tres hombres, señor. También hay dos heridos, pero con un poco de suerte se salvarán.

Sparke entregó su pistola a un marinero.

—¡Diantre, señor Bolitho, vea lo que hemos logrado!

Bolitho miró. A lo lejos, el esqueleto ennegrecido del segundo cúter aparecía prácticamente consumido por el fuego. El humo brotaba a borbotones sobre una masa de despojos y restos desordenados. Entre sus ocupantes, los que no habían muerto bajo el fuego del solitario cañón de Rowhurst, se habían ya ahogado en la traicionera corriente. Pocos eran los marinos que sabían nadar, meditó con pesar.

Más cerca de su vista, con su casco golpeando el de la goleta, se hallaba el otro cúter. Su cubierta ofrecía una visión aún más tremebunda. Por todas partes se veían cadáveres y charcos de sangre. Vio que el guardiamarina Libby se abría camino entre ellos seguido de su puñado de hombres. La expresión del joven se mostraba contraída y lúgubre, temerosa de lo que iba a encontrar a continuación.

—¿No ve? —dijo Sparke—. El casco y los palos están intactos. ¡En una semana, dos barcos apresados! Le prometo que nos mirarán con envidia cuando regresemos de vuelta a Sandy Hook. ¡Puede contar con ello! —Luego dedicó un gesto impaciente al infeliz Libby—: ¡Por Dios y todos los santos, señor! ¡No se quede así quieto! ¡Écheme toda esa porquería por la borda! Dentro de una hora quiero estar listo para zarpar. ¡Que me condene si no lo logramos!

—Le cederé algunos soldados para ayudar en la tarea —terció D'Esterre.

—De ninguna manera, señor —replicó Sparke—. Ese joven desea alcanzar el rango de teniente, y probablemente lo logrará, pues todos sabemos que la Armada está necesitada de oficiales. ¡Tiene, por tanto, que aprender que su obligación no consiste únicamente en llevar un uniforme! ¡Que me condene si no es así!

Luego se dirigió con acritud al segundo piloto:

—Venga abajo conmigo, señor Frowd. Me va usted a calcular el rumbo hacia Chessapeake. Necesito la posición exacta del bergantín que esos bandidos han dejado embarrancado.

Desaparecieron ambos hombres por la escala y D'Esterre dijo con voz queda:

—¡Repugna tantas ansias de gloria!

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