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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (14 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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Cuando uno era joven, como Couzens o el guardiamarina Forbes, esas imágenes resultaban aún más terribles. Pero era fácil pensar que el dolor y la muerte sucedían sólo a los demás, nunca a uno mismo. Ahora Bolitho sabía que eso no era cierto.

Las fuertes pisadas de Stockdale retumbaron en cubierta. Andaba con la cabeza gacha, como enfrascado en sus pensamientos, con las manos agarradas tras la espalda. El largo chaquetón azul con que se cubría le daba aspecto de capitán, y más aún de capitán de barco corsario.

El chirriar de un metal hendió la penumbra.

—¡Anóteme el nombre de ese marino! —ladró Sparke—. ¡He dicho que quiero silencio absoluto en cubierta!

Bolitho miró hacia el palo mayor en busca del gallardete que colgaba de su perilla. El viento había rolado de nuevo durante la noche; ahora provenía prácticamente del sur verdadero. Si la balandra que patrullaba la costa continuó su bordada hasta más allá del lugar donde ellos habían virado, con la esperanza de regresar de la amura opuesta al amanecer, iba a tener ahora mucho más trabajo para alcanzar la costa, y necesitaría el doble de tiempo.

Junto a la rueda destacaba la forma de otro hombre, el marinero llamado Moffit. Nacido en la región de Devon, ya de niño se trasladó a América con su padre para instalarse en New Hampshire. Luego, cuando la revolución se transformó en algo más serio que las desorganizadas rebeliones de los primeros tiempos, el padre de Moffit se encontró en el bando equivocado. Le acusaron de mantenerse leal a la corona, de loyalista. Tuvo que huir, junto con su familia, al enclave canadiense de Halifax. La hacienda, fruto de tanto esfuerzo, cayó en manos de sus nuevos enemigos. Moffit, que se hallaba lejos de casa en aquel momento, fue capturado; le obligaron a alistarse en un navío de la armada revolucionaria, uno de los primeros corsarios de bandera americana que tuvieron su base en Newburyport.

Poco tiempo duraron sus actividades, pues pronto el navío se cruzó con una fragata británica, que lo apresó. La mayoría de la tripulación fue a parar a la cárcel. Para Moffit, sin embargo, fue la ocasión para cambiar de nuevo de bando. Luchando del lado inglés buscaba a su modo la venganza contra aquellos que habían arruinado a su padre.

Ahora esperaba tenso junto a la rueda la oportunidad de interpretar su nuevo papel.

Bolitho oyó el siseo de la lluvia que se aproximaba en la oscuridad, batiendo la superficie del agua; un instante después el chaparrón caía inclemente sobre la cubierta y las velas aferradas.

Se forzó por mantener la sensibilidad de sus manos y frenar el temblor de su cuerpo. No era únicamente la incomodidad, ni tampoco que la espera se hiciera más desagradable. La lluvia iba a retrasar la llegada de la luz del día, necesaria para tener visión y saber qué ocurría. Sin esa ayuda no tenían posibilidad de encontrar a las gentes que habían venido a capturar. Aquel litoral era un laberinto de ensenadas, golfos, bahías y desembocaduras de río, unos más pequeños y otros más grandes. En muchos de esos rincones se podía esconder un auténtico navío de línea, siempre que su comandante estuviera dispuesto a dejarlo reposar en seco cuando bajaba la marea.

Pero la tierra estaba allí mismo, descansaba más allá del oleaje, lisa y negra como una losa. Tarde o temprano tenía que aparecer ante sus ojos. Árboles, playas, colinas cubiertas de arbustos, terrenos hasta ahora hollados únicamente por animales o indios nativos que vivían allí desde siempre. Dos ejércitos ajenos a esa tierra rondaban a su alrededor, penetrando algunas veces en ella con sus patrullas; ocasionalmente se enfrentaban en feroz batalla armados de mosquetes, bayonetas, machetes y espadas.

A pesar de todas las incomodidades que soportaban los hombres de la mar, decidió Bolitho, su vida era, con mucho, la mejor. Viajaban con la casa a cuestas. Dependía de sí mismos lo que hicieran de ella.

—¡Se aproxima un bote, señor!

Ése era Balleine, que haciendo pantalla con una mano tras la oreja, recordaba a Bolitho los momentos que vivieron juntos antes del abordaje de la goleta.

Sparke se mantuvo unos instantes inmóvil y en silencio. A Bolitho le pareció que no había oído el aviso del vigía.

Enseguida avisó con voz queda:

—Pasen la orden: todos atentos para repeler un ataque a traición.

Al tiempo que Balleine se precipitaba corriendo hacia la proa, Sparke añadió:

—Ya lo oigo.

Era un chapoteo rítmico de remos. El choque de la madera sobre el agua sonaba esforzado contra la poderosa corriente.

—Un bote pequeño, señor —aventuró Bolitho.

—Sí.

La embarcación surgió de la bruma con sorprendente rapidez. La corriente la hizo derivar, girando como un pedazo de madera, hacia las amuras de la goleta. Se trataba de un pesado
doris
de pescadores sobre el que venían cinco hombres.

Un instante después, la embarcación desapareció, empujada por la corriente, tan rápida como había llegado. Parecía que la hubiesen imaginado.

—No parece probable que pesquen, señor —reflexionó Frowd—, por lo menos a esta hora de la mañana.

Sparke mostró una inesperada animación en su semblante:

—Nos están poniendo a prueba. Quieren ver qué planeamos. Un buque de Su Majestad les hubiese recibido con una ráfaga de metralla o de balas, para ahuyentarles. Lo mismo un contrabandista. Estoy seguro de que llevan una semana haciendo la ronda por aquí todas las mañanas y todas las noches. Tienen que asegurarse. —Su dentadura iluminó las facciones sombrías de su cara—. ¡Les voy a dar algo que no lograrán olvidar el resto de sus vidas!

De nuevo el mensaje circuló por cubierta de boca en boca. Los marinos bajaron la guardia, con sus miembros entumecidos por la lluvia y el frío feroz.

Las nubes que corrían por lo alto del cielo se abrían a veces en jirones para dejar pasar los colores del alba. Pronto se vislumbró el violento verde de la costa, enmarcado por el agua gris en unas zonas y azul en otras. La corriente entrante provocaba viciosos remolinos, que brillaban en blancas crestas. La rada podía pertenecer a cualquier costa o a cualquier rincón del mundo. Sin embargo, Bolitho, que había servido dos años en la zona, sabía que más allá del cabo se hallaba la desembocadura del Delaware. Allí, en el refugio que el estuario creaba, se encontraban varias aldeas, algunos campamentos de colonos, muchas haciendas y casas de campo aisladas donde vivían familias aquejadas ya por suficientes preocupaciones como para que se les añadiese una guerra.

La emoción que había sentido Bolitho al hacerse de nuevo a la mar, en respuesta a la llamada que obedecieron antes que él tantos antepasados suyos, se agrió pronto con las experiencias. Muchos de los hombres a quienes debía enfrentarse eran de su misma sangre. Procedían, como él, de Cornualles, o también de Kent, de Newcastle y las ciudades fronterizas, o acaso de Escocia o del País de Gales. En su momento, decidieron emigrar a ese nuevo país, arriesgando mucho para forjarse una vida nueva. Por culpa de otra gente situada en alta posición, de profundas lealtades y de grandes traiciones, la violencia de la revolución había caído sobre ellos como un hachazo.

El nuevo gobierno revolucionario se enfrentaba a la autoridad del Rey. Eso era razón suficiente para la intervención de la Armada. Pero a menudo, cuando lo pensaba con sinceridad, Bolitho hubiera deseado que esos hombres a los que combatía, y a los que había visto morir, no hablasen su misma lengua, o incluso el mismo dialecto que él hablaba.

Varias gaviotas sobrevolaban perezosas, trazando círculos sobre los afilados mástiles de la goleta, y luego se dejaban llevar por el viento en busca de mejores presas situadas cerca de la orilla.

—Sustituya a los vigías —ordenó Sparke—. Coloque a un hombre dedicado únicamente a observar hacia mar abierto.

Aparecía más delgado que nunca en la claridad que ganaba fuerza; su camisa y sus calzones blancos, empapados por la lluvia, se le pegaban a brazos y piernas y brillaban, como una piel de serpiente.

Un haz de sol acuoso y tímido se abrió paso entre las nubes. Era la primera luz viva que veía Bolitho en muchos días.

Pronto iban a entrar en acción los catalejos y largavistas.

—¿Desea que preparemos la izada de la mayor, señor? —preguntó.

—Sí —respondió Sparke, que jugueteaba con la empuñadura de su espada.

Los hombres se colgaron jadeando de las jarcias revenidos por la lluvia; pronto, la lona de la vela mayor, suelta de sus matafiones, ondeó suelta al viento dejando que el parche encarnado destacase en el débil resplandor del sol.

La goleta pivotó bajo el empuje de la vela y tiró de su fondeo; se encabritaba como un caballo que mordiese el freno y tirase de las riendas.

—¡Un bote por estribor, señor!

Bolitho esperó. Una embarcación, muy parecida al
doris
avistado poco rato antes, se acercaba desde la orilla con potentes golpes de remo. No era probable que aquella gente conociese personalmente a la tripulación del
Faithful
; eso hubiese hecho innecesario el parche rojo distintivo. La presencia de la goleta habría bastado. De su infancia en Cornualles, Bolitho recordaba las idas y venidas de los contrabandistas que aprovechaban la marea, a pocos metros de los vigilantes agentes de aduana, sin usar más señales que los rápidos golpes de silbato.

Pero alguien sí debía de saberlo. En algún lugar, entre el ejército de Washington y la flota de corsarios a su servicio que crecía día a día, se hallaban los intermediarios, esos hombres que fijaban la cita un día y en un lugar, o que colocaban informadores en puestos clave.

Observó impresionado cómo Stockdale se acercaba a la borda. Stockdale hizo un amplio gesto con el brazo; dos marinos apuntaron un mortero cargado en dirección al bote, mientras él gritaba con su voz ronca:

—¡Manténganse apartados!

Moffit se colocó a su lado e hizo bocina con sus dos manos:

—¿Qué quieren de nosotros?

El bote bailaba sobre el oleaje de la mañana; sus remeros encorvaban las espaldas y soportaban la implacable lluvia.

—¿El capitán Tracy? —gritó a modo de respuesta el hombre del timón.

—¡Quizá! —respondió Stockdale encogiéndose de hombros.

—¡Malditos! —murmuró Sparke—. Mire cómo dudan, quieren asegurarse.

Bolitho se volvió de espaldas a la costa. Casi sentía la presencia de los telescopios que, desde allí, recorrían palmo a palmo la cubierta, y examinaban uno a uno a todos los hombres que la poblaban.

—¿De dónde vienen? —El bote derivó para acercarse todavía más.

Moffit miró a Sparke, quien asintió con un gesto.

—¡Allí en mar abierto hay un buque de guerra británico! —gritó el marino—. ¡No vamos a esperar mucho más! ¿De qué tienen miedo?

—Eso les ha decidido —dijo Frowd—. Ahí vienen.

La mención de la balandra británica combinada con el acento colonial de Moffit parecían haber pesado más en la decisión que el parche encarnado de la vela.

El
doris
se acercó al costado de la goleta. Un marinero recogió el cabo que lanzaba uno de los remeros.

Stockdale se mantuvo quieto, observando en la distancia el bote, y luego soltó con una actitud displicente que sorprendió incluso a Bolitho:

—Que suba a bordo sólo uno, el que manda. No estoy satisfecho.

Inmediatamente se volvió hacia sus oficiales. Bolitho le hizo una rápida señal de asentimiento.

—Ocurra lo que ocurra —apremió Sparke en voz sigilosa—, no dejen que se acerque al cañón de nueve libras. —Luego hizo un gesto en dirección a Balleine—. Empiecen a abrir la tapa de la bodega.

Bolitho, mientras observaba al hombre que había subido desde el bote a la cubierta, trató de imaginar cómo vería él la cubierta del
Faithful
. Cualquier fallo en aquel momento, y el botín de su misión se reduciría a cinco cadáveres y un
doris
de pesca.

El hombre que pisaba ya las oscilantes tablas de la cubierta era fornido, pero parecía ágil para su edad.

Mostraba un espeso mechón de pelo gris, del mismo color de su barba, y usaba ropas cosidas con toscos puntazos, al estilo de los leñadores.

—Soy Elías Haskett —dijo encarándose tranquilamente con Stockdale. Avanzó otro medio paso y añadió—: Usted no es el Tracy que recuerdo. —Eso no era un reto, sino una afirmación.

—Es el capitán Stockdale —aclaró Moffit a su lado—. El capitán Tracy nos ordenó relevarle a él y a su gente a bordo de la
Faithful
. —Sonrió y esperó que el otro se tragase la mentira—. Él ha tomado el mando de un bergantín, como el de su hermano.

El hombre denominado Elías Haskett pareció convencido.

—Les hemos estado esperando. No lo tenemos nada fácil en esta zona. Los casacas rojas no paran de rastrear el territorio y hundir sus lanzas por todas partes. Ese buque de guerra, el que se han cruzado, lleva semanas patrullando la costa arriba y abajo; parece un conejo nervioso.

Su mirada pasó por las caras de los hombres cercanos y se paró en Sparke.

—Casi toda la tripulación es nueva —explicó Moffit—. Desertores británicos. Ya sabe cómo funciona eso, amigo.

—Lo sé —replicó Haskett, que de repente pasó a un tono más pragmático—: ¿Nos traen un buen cargamento?

Balleine, ayudado por algunos marineros, había descubierto las lonas de la bodega. Haskett se desplazó hacia la brazola que la protegía y se agachó para mirar.

Bolitho observó la colocación de sus hombres, que en aquel momento debían variar sus puestos tal como habían ensayado numerosas veces. La primera parte había salido bien, o por lo menos así lo parecía. Vio que Rowhurst, el segundo artillero, se acercaba disimuladamente a Haskett y se colocaba a su lado, la mano lista en el puño de la espada. Bastaba una mínima alarma para que Haskett muriese antes incluso de alcanzar con su cuerpo la cubierta.

Bolitho escudriñó la escena por encima de los hombros de los marinos. No quería pensar en los infantes de marina, apiñados en un doble fondo casi carente de ventilación que habían construido bajo una falsa plataforma. Vista desde cubierta, la bodega aparecía repleta de barriles de pólvora. En realidad ocupaban únicamente una capa, y sólo dos de ellos estaban llenos. Pero bastaría que uno de los soldados escondidos estornudase para hacer fracasar la artimaña.

Moffit descendió por la escala lateral.

—Un excelente botín. Logramos aislar a dos buques del convoy. También conseguimos mosquetes y bayonetas, además de un millar de proyectiles de nueve libras.

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