—No necesariamente —dijo Garramarga—. Un tipo de barrera como ésa dependería por completo de la integridad de todos los componentes, de modo que si una sola de las cadenas se rompiera, la prisión entera se disolvería. No, de acuerdo a nuestras exploraciones y a mis propios cálculos, la barrera está dispuesta más o menos de la siguiente manera —tras sacar un compás plegable de color negro y un estilo de hueso de un bolsillo de su túnica y utilizando como referencia las líneas que ya había marcado, Garramarga empezó a dibujar la barrera largo tiempo oculta que protegía la prisión del Hijo Olvidado. Muchas de las líneas que estaba trazando eran el resultado de extrapolaciones matemáticas y, a pesar de no ser ningún cachorro ignorante, Tajavientres tuvo que asumir que Garramarga sabía lo que estaba haciendo.
—Al final —dijo el Theurge—, las líneas individuales no tienen que ser tan fuertes como en el caso de una barrera centrada en un solo punto. De este modo se refuerzan unas a otras y la pérdida de una o más de ellas no compromete la existencia de la barrera. Es una obra de lo más ingeniosa para los seres primitivos que debieron de construirla.
—Desde luego —dijo Arastha mientras ponía un brazo sobre el hombro de Garramarga y lo apretaba con suavidad. Enfurecido. Tajavientres trató de comprobar si el hombro era más musculoso que el suyo.
Garramarga prosiguió, señalando diferentes partes del mapa mientras hablaba.
—La energía de la barrera se desplaza desde los túmulos que sirven de ancla, a través de estos nexos y se equilibra aquí, en el centro. En algún lugar de esta «zona de amortiguación». Me gustaría ser más exacto pero sin un examen pormenorizado de cada una de las cadenas de patrón que forman la barrera, me es imposible. No obstante, en algún lugar, oculto en estas montañas, se esconde un túmulo ancestral que es el centro de la prisión del Hijo Olvidado.
—El mapa es lo bastante preciso para empezar una búsqueda —dijo Arastha. Parecía exultante por las noticias. Se irguió y colocó una mano en el bíceps izquierdo de Garramarga y otra en el derecho de Tajavientres. Éste flexionó ligeramente el músculo—. Ahora debemos ponernos manos a la obra sin demora. Garramarga, haz copias del mapa y llévalas a la cámara del Guardián de las Puertas. Quiero que cada colmena que aparece en él sea informada sobre lo que has encontrado y quiero que cada una de ellas envíe guerreros y cazadores para ayudarnos. Cuando lleguen, que todos se reúnan al instante en la fosa. Allí elegiremos a los mejores guerreros y más astutos cazadores de entre los nuestros para unirse a la búsqueda. Ha llegado la hora del Hijo Olvidado y nosotros seremos los que lo liberaremos. Marchaos.
Con un leve asentimiento de cabeza, Garramarga enrolló el mapa y se encaminó hacia la puerta. Tras cruzar el umbral, volvió a adoptar su forma Lupus y desapareció por el pasillo para hacer lo que se le había ordenado. Cuando hubo desaparecido, Arastha cruzó la habitación y cerró la puerta tras él. Entonces regresó junto a Tajavientres con un fuego de lujuria en los ojos. Tajavientres no sabía si era verdadero, pero lo cierto es que tampoco le importaba demasiado.
—Y tú, dulce Tajavientres —ronroneó, mientras caminaba hasta él y lo empujaba contra la mesa de obsidiana apoyando las manos sobre su pecho—. ¿Pensabas que te había olvidado?
—No soy tan fácil de olvidar —fanfarroneó él mientras la sujetaba, al fin, por los hombros.
Arastha se estremeció exquisitamente ante aquel trato rudo pero una sonrisa cruel y helada le iluminó los ojos.
—No, es cierto —murmuró, mientras lidiaba suavemente con los intentos de Tajavientres de juntar sus bocas—. ¿Cómo iba yo a olvidar a mi dulce y fiel Tajavientres? Has hecho tantas cosas por mí desde que te marchaste…
—No hablemos de eso —dijo Tajavientres al tiempo que la atraía hacia sí—. Hablemos sobre mi recompensa.
—Cuánta presunción, Tajavientres —replicó Arastha. Apartó la parte superior de su cuerpo de él al tiempo que frotaba las caderas contra las del macho.
Tajavientres gruñó y trató de atraerla con más denuedo. Odiaba esa clase de juegos a los que tenía que entregarse para conseguir lo que deseaba. ¿Eran tan retorcidas todas las Galliard hembras?
—Sé lo que me merezco.
—Oh —sonrió Arastha—. ¿Y qué es lo que te mereces, Eric?
Tajavientres se detuvo como si ella acabara de arrojarle un vaso de agua helada a la cara.
—No me llames así —repuso.
—Es así como te llamas, ¿no? —dijo Arastha mientras lo inmovilizaba con una mirada implacable—. Eric Roba-Fuegos. Señor de la Sombra y Ahroun. Guardián del Túmulo de Descanso del Buho.
—¡Ya no! —gritó Tajavientres y le propinó con todas sus fuerzas una bofetada en la boca. Ella era su reina pero no podía controlarse—. ¡Ése ya no soy yo! ¡Te lo dije, llámame sólo Tajavientres!
El persistente calor de la lujuria se evaporó por completo de los ojos de Arastha. Adoptó la voluminosa forma neandertalense que los de su especie llamaban Glabro y rompió con facilidad la presa de Tajavientres. Una de sus manos voló hacia su garganta y la otra se cerró sobre su entrepierna como una trampa para osos. La súbita transformación hizo que Tajavientres retrocediera, sorprendido, y cayó torpemente sobre la mesa de obsidiana, con Arastha encima. Ella se irguió sobre su cara, casi montada a horcajadas, con el rostro salvaje a escasos centímetros de distancia.
—Yo soy la líder de esta colmena —ladró, cubriéndole el rostro de saliva—. ¡No toleraré que me hables de ese modo! ¿Comprendes?
—Sí —resolló él. La garganta y los genitales le dolían tanto que todo lo veía blanco. Sin embargo, sabía que tratar de adoptar una forma más poderosa sería un suicidio. Arastha era más fuerte de lo que aparentaba: le partiría la columna vertebral contra la mesa. Y al mismo tiempo, en contra de su voluntad, su cuerpo estaba respondiendo a la calidez y el peso del de ella.
—Bien —le gruñó Arastha. Alivió un poco la presión sobre su cuello, pero no del todo. Además, su otra mano apretó aún más y el miembro de Tajavientres empezó a cobrar vida entre sus dedos—. Por mucha gloria que obtengas, no eres más que lo que yo haga de ti.
Yo
te perdoné cuando te arrebataron tu túmulo y
yo
te traje aquí conmigo.
Yo
te mostré la verdad sobre el Padre y
yo
hice posible que pudieras compartir la gloria de liberar al Hijo Olvidado. No eres nada sin mí. Eres un exiliado, y un traidor por añadidura.
Con estas palabras, levantó a Tajavientres en vilo y lo arrojó de espaldas sobre la mesa. El hombre lobo cayó con los brazos sobre la cabeza. El aire que respiraba le sabía a sangre y le quemaba la garganta. Cada latido de su corazón le dolía como una explosión en la entrepierna pero a pesar de ello su miembro estaba ahora completamente erecto. Arastha saltó sobre la mesa, se montó a horcajadas sobre sus caderas y le inmovilizó las muñecas sobre la cabeza con la mano izquierda. Tratando de no sucumbir al pánico, Tajavientres se retorció de nuevo e hizo lo que pudo por liberarse.
—Y cuando vienes a hacerme
demandas
—dijo Arastha con una sonrisa de maníaca y sujetando a Tajavientres como si fuera un niño—, me pregunto por qué lo hice. Con un aullido, puedo deshacerlo todo y convertirte de nuevo en Eric Roba-Fuegos… espía de Gaia y prisionero de guerra en el Túmulo del Descanso del Buho.
Los ojos de Tajavientres soltaron chispas y se debatió con más fuerza tratando de liberarse. Arastha se balanceó con él y a continuación adoptó su enorme forma Crinos y lo aplastó con todo su peso.
—No hagas que me arrepienta, Tajavientres —gruñó en la lengua de los hombres lobo, mientras sus enormes fauces se abrían y cerraban frente a los ojos del macho—. Eres mío.
—No lo haré —respondió Tajavientres con voz ahogada—. Señora Arastha. Soy tuyo. Por favor.
—Sí —le espetó Arastha—. Mío.
Mientras lo decía, desplazó el cuerpo y levantó una de las piernas. Con un movimiento extremadamente cuidadoso del pie, le desgarró el cinturón y la parte delantera del pantalón hasta dejarlos reducidos a unos jirones que apartó a continuación de sus caderas. Entonces volvió a sentarse sobre él y lo introdujo tan dentro de sí misma como le fue posible.
—Mío —gruñó de nuevo mientras empezaba a balancearse adelante y atrás—. Tajavientres es mío.
Tajavientres emitió un gemido de vergüenza y sumisión y permaneció completamente inmóvil.
—Pero si alguna vez lo olvidas —le gruñó ella—. Eric Roba-Fuegos deseará que lo hubiera dejado morir en Descanso del Buho. ¿Comprendes?
—Sí, mi señora —gimió Tajavientres—. Comprendo.
Jonas Albrecht se encontraba a un lado de la cama del estrecho cuarto, reprimiendo el gruñido que estaba haciendo que le temblaran los labios. Tan pronto metía las grandes manos en los bolsillos de su andrajoso guardapolvos como jugueteaba con la empuñadura de Amo Solemne, el gran klaive que pendía de su cinturón. Cuando las palmas de las manos se le llenaban de sudor, se las secaba con aire ausente en la parte delantera de sus desgastados vaqueros azules. No había sitio suficiente en el cuarto para pasear, lo que hacía que se sintiera como si estuviera atrapado en una jaula.
—No sé con seguridad si ella sabe que estás aquí —dijo el muchacho que se encontraba al otro lado—, pero a
mí
me estás poniendo nervioso. Quizá deberías sentarte o algo así.
—No serviría de nada —dijo Albrecht entre dientes—. Además, no voy a quedarme tanto.
—Entonces puede que debas decir algo antes de marcharte —dijo el muchacho—. Por si ella puede oírnos.
Albrecht bajó la mirada hacia la cama que lo separaba del muchacho. Había una mujer tendida en ella, una mujer a la que Albrecht quería más que a cualquier otro ser del mundo, salvo acaso el muchacho. Era menuda, de tez olivácea y enjuta. De sangre hispana principalmente, aunque mezclada con un poco de griega. La mayor parte del tiempo era una persona dura y tuerto que no toleraba tonterías de nadie pero ahora estaba débil, pálida y demacrada. No había abierto los ojos desde hacía semanas y su cuerpo estaba inmóvil, aplastado en apariencia por el peso de la delgada sábana que la cubría. Descansaba sobre un montón de cojines de plumas que cubrían un somier de tablas, como una inválida, y ni siquiera podía darse la vuelta. La polvorienta luz del sol que se colaba por la ventana incidía sobre su rostro y no lograba sino resaltar un poco más su miserable condición.
—Maldita sea, Mari —gruñó Albrecht a la mujer—. Te dije que no fueras. ¿Por qué no podías escucharme por una sola vez?
—Sé cómo te sientes —dijo el muchacho—, pero se pondrá bien. Estoy seguro.
Albrecht miró al muchacho y casi —
casi
— estuvo a punto de creerlo. El muchacho, Evan, había crecido un montón desde la última vez que se habían visto. Por aquel entonces, no era más que un chico fugado más, perdido y temeroso de su propia sombra. Ahora era orgulloso y valiente y estaba seguro de sí. A Albrecht le recordaba a sí mismo una vida entera atrás. Sabía quién era y sabía lo que debía hacer con su vida. Evan había alcanzado ese punto en el que un choque más con las tragedias de la realidad terminaría de convertirlo en un hombre. Albrecht confiaba en que no fuera aquél, perder a Mari de aquella manera, sin que ninguno de ellos pudiera hacer nada para ayudarla.
—Por supuesto que se pondrá bien —dijo Albrecht por cariño al muchacho—. Ha estado en situaciones peores, ¿sabes?
Esbozó una sonrisa, pero el gesto era una imitación carente de vida de una sonrisa verdadera.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó el muchacho.
Albrecht se volvió y miró por la ventana en dirección al sol poniente. Su sombra cubrió el rostro de Mari y reveló al hacerlo unas líneas severas que la recorrían.
—Tú —dijo— te quedarás a su lado para que seas lo primero que vea cuando despierte. En estos momentos necesita a sus compañeros de manada. Necesita que montes guardia y estés con ella y necesita también que yo me asegure de que algo así no vuelve a ocurrir.
—Por supuesto —dijo Evan—. ¿Y tiene algún sentido que me moleste en preguntarte qué estás planeando hacer tú?
—Me conoces muy bien —dijo Albrecht, con la mirada aún entornada en dirección al sol—. Voy a salir. Descubriré quién le ha hecho esto a Mari y lo mataré. Luego buscaré a Arkady y lo mataré también por estar involucrado. Y si Konietzko o cualquier otro de esos capullos europeos se atreven a interponerse en mi camino, les romperé el culo de una patada.
—Me lo imaginaba —suspiró Evan—. ¿Estás seguro de que no quieres por lo menos que vaya contigo? En estos tiempos de crisis la diplomacia tiene su importancia, ya lo sabes.
Albrecht sacudió la cabeza sin volverse. El sol que entraba por la ventana se reflejaba sobre la sencilla corona que llevaba e iluminaba su largo cabello platino.
—De ningún modo —dijo—. La diplomacia es lo que hacen todos por allí y mira adónde los ha llevado. Mira adónde ha llevado a Mari.
—Lo sé —dijo Evan—. Pero…
—Nada de peros, muchacho —dijo Albrecht—. Te necesito aquí, con ella, mientras yo me encargo de todo.
Evan cruzó los brazos y se apoyó sobre la pared que había junto a la puerta.
—¿Sabes?, hay que acabar de una vez con este asunto do Arkady y con lo que quiera que esté pasando en Europa. Pero no puedes hacerlo solo. Mari lo intentó y, tal como has dicho, mira cómo ha terminado.
—Lo sé —dijo Albrecht—. Pero ¿qué otra elección tengo? Yo provoqué todo este embrollo. Dejé que Arkady se fuera cuando debiera haberlo matado. Luego esos europeos deciden someterlo a juicio y yo permito que Mari asista para ver lo que ocurre y testificar. Y lo siguiente que sabemos es que Mari tiene problemas, hay una verdadera tormenta de mierda en la Umbra y Arkady va de un lado a otro dando saltos y farfullando sobre espirales de plata antes de esfumarse y desaparecer en Gaia sabe dónde. Nada de esto… —hizo un ademán hacia el cuerpo inconsciente y consumido de Mari— hubiera ocurrido si yo hubiera matado a Arkady cuando tuve oportunidad de hacerlo. Adelante, Evan. Trata de negar que es así.
—Hiciste lo que debías —dijo Evan—. O sea, no es como si hubieras dejado escapar a Arkady. Lo
exiliaste
. Tuvo tratos con el Wyrm, trató de arrebatarte tus derechos de nacimiento en un duelo…
—Un duelo
amañado
—murmuró Albrecht.
—… trató de arrebatarte la Corona de Plata y te torturó hasta casi matarte. Y mientras tanto, estuvo a punto de permitir que un túmulo fuera profanado. Y aun entonces, tú contuviste tu mano.