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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (15 page)

BOOK: Cita con Rama
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«¡Uy!, dijo Norton para sí. ¿Cómo manejo esto?».

—Le agradecería que me explicara —dijo en voz alta.

No era la simple curiosidad lo que le hacía solicitar una explicación, aunque, desde luego, sentía curiosidad. Si concedía a Rodrigo la prioridad pedida, tendría que justificar su autorización.

Los serenos ojos azules estaban fijos en los suyos. No sabía que Rodrigo hubiera perdido jamás el control por cosa alguna; no lo conocía sino tranquilo, seguro de sí mismo. Todos los Cristianos del Cosmos eran así; era uno de los beneficios de su fe, y contribuía a hacer de ellos excelentes astronautas. A veces, empero, su seguridad, que jamás cuestionaba nada, resultaba un tanto fastidiosa a aquellos menos afortunados a quienes no había sido impartida la revelación.

—Concierne a la significación de Rama, comandante. Creo que he descubierto cuál es.

—Prosiga usted, Boris.

—Considere la situación. He aquí un mundo vacío, sin vida, y no obstante adecuado para los seres humanos. Tiene agua y una atmósfera que nos permite respirar. Viene de las profundidades remotas del espacio y se dirige precisamente al sistema solar, algo en verdad increíble, si hemos de pensar que se trata de pura casualidad. Y no sólo parece nuevo; parece como si jamás hubiera sido usado.

Hemos hablado sobre esto mismo docenas de veces, pensó Norton. ¿Qué podría agregar Rodrigo a lo ya dicho?

—Nuestra fe nos ha enseñado a esperar una visita semejante, aunque no sabemos con exactitud qué forma tomará. La Biblia nos da algunas sugerencias. Si ésta no es la Segunda Llegada, puede ser el Segundo juicio; la historia de Noé describe el primero. Yo creo que Rama es un Arca cósmica enviada para salvarnos, o, mejor dicho, para salvar a los que sean dignos de la salvación.

Hubo un largo silencio en la cabina. No era que a Norton le faltaran las palabras; más bien se le ocurrían demasiadas preguntas, aunque no estaba seguro de cuáles eran las más indicadas para hacer.

Por fin manifestó, con el tono más impersonal que pudo adoptar:

—Esa es una hipótesis muy interesante, y aunque yo no pertenezco a su confesión, reconozco que es tentadoramente plausible.

No se estaba mostrando hipócrita ni adulador: despojada de su fondo religioso, la teoría de Rodrigo resultaba por lo menos tan convincente como docenas de otras que había oído. ¿Y si estaba a punto de sobrevenir a la especie humana alguna tremenda catástrofe y una inteligencia superior y benevolente estaba al tanto de ello? Eso lo explicaría todo muy claramente. Sin embargo, subsistían unos cuantos problemas.

—Un par de preguntas, Boris. Rama alcanzará el perihelio dentro de tres semanas; luego circundará el Sol y abandonará el sistema solar con tanta rapidez como penetró en él. No queda mucho tiempo para un Día del Juicio, y tampoco para trasladar a aquellos que sean... esto... elegidos, como quiera que eso se lleve a cabo.

—Muy cierto. De modo que cuando alcance el perihelio Rama tendrá que retardar su velocidad y penetrar en una órbita estacionaria, probablemente una con el afelio en la órbita de la Tierra. Una vez allí puede realizar otro cambio de velocidad y encontrarse con la Tierra.

Esto parecía lógico hasta el punto de resultar inquietante. Si Rama deseaba quedarse en el sistema solar, estaba siguiendo justamente el camino para ello.

La más eficiente manera de disminuir la velocidad de su desplazamiento consistía en aproximarse lo más posible al sol, y realizar la maniobra de freno allí. Si había alguna verdad en la teoría de Rodrigo, o alguna variante de la misma pronto sería puesta a prueba.

—Otro punto oscuro, Boris. ¿Qué fuerza controla a Rama en estos momentos?

—No hay doctrina que informe a ese respecto. Podría ser un robot puro. O podría ser... un espíritu. Eso explicaría por qué no hay señales de formas de vida biológicas.

«El Asteroide Encantado», ¿por qué esa frase irrumpía desde las profundidades de la memoria? Luego Norton recordó una historia tonta leída años antes, pero consideró mejor no preguntar a Rodrigo si la conocía. Dudaba de que los gustos del otro se inclinaran por lecturas de esa clase.

—Le diré qué haremos, Boris —dijo bruscamente, decidiéndose de golpe. Quería terminar esta entrevista antes de que se tomara demasiado difícil, y creía haber hallado una buena solución—. ¿Cree usted poder resumir sus ideas en menos de... bueno, pongamos mil palabras?

—Sí, pienso que sí.

—Bien, si es capaz de dar al contenido la forma de una estricta teoría científica, enviaré el mensaje con aviso de prioridad al Comité Rama. Una copia irá al mismo tiempo a su iglesia, y todos se sentirán felices.

—Gracias, comandante. Créame que aprecio su gesto.

—¡Oh, no hago esto para ponerme a bien con mi conciencia! Me gustará saber cuál es la reacción del Comité. Aun cuando no estoy enteramente de acuerdo con usted, reconozco que puede haber dado con algo importante.

—Bueno, lo sabremos en el perihelio, ¿no?

—Sí. Lo sabremos en el perihelio.

Cuando Rodrigo abandonó la cabina, Norton llamó al centro de comunicaciones y dio la necesaria autorización. Pensó que había resuelto el problema con habilidad; además «suponiendo» que Rodrigo tuviera razón.

Con su acción acaso aumentó sus propias posibilidades de encontrarse entre los salvados.

Después de la tormenta

M
ientras se deslizaban a lo largo del ahora familiar pasillo de la compleja cerradura aérea de Alfa, Norton se preguntó si tal vez se había dejado dominar por la impaciencia, olvidando la precaución.

Habían esperado a bordo del
Endeavour
durante cuarenta y ocho horas —dos preciosos días— listos para la partida inmediata si los hechos lo justificaban. Pero nada sucedió; los instrumentos dejados en Rama no detectaron actividad inusitada alguna en su interior. Sucedió algo decepcionante: la cámara de televisión del cubo fue cegada por una niebla que redujo la visibilidad a unos pocos metros y sólo ahora había empezado a desvanecerse.

Cuando manipularon la puerta de la última cerradura aérea y flotaron alrededor del cubo, lo primero que llamó la atención a Norton fue el cambio habido en la luz. Ya no era brillantemente azul sino más suave y delicada; le recordaba en cierto modo el resplandor de un día brumoso en la Tierra.

Miró hacia afuera, a lo largo del eje del mundo, y no vio nada aparte de un brillante y liso túnel blanco que llegaba hasta aquellas extrañas montañas en el Polo Sur. El interior de Rama estaba enteramente enfundado en nubes, sin un solo resquicio visible en esa capa uniforme. La parte superior de la capa estaba bien definida; formaba un cilindro pequeño dentro del cilindro grande de este mundo rodante, y dejaba un centro, de cinco o seis kilómetros de ancho, completamente despejado aparte de algunos jirones de cirros desperdigados.

El inmenso tubo de nubes estaba iluminado por los seis soles artificiales de Rama. La situación de los tres en este continente norte estaba bien definida por las difusas franjas de luz, pero las del lado lejano del Mar Cilíndrico se fundían en una sola franja resplandeciente.

¿Qué estará sucediendo debajo de esas nubes?, se preguntó Norton. Pero al menos la tormenta que las centrifugó en tan perfecta simetría alrededor del eje de Rama, había pasado ya. De no haber otras sorpresas, podían descender con tranquilidad.

Parecía apropiado, en esta nueva visita, utilizar el equipo que hizo la primera penetración profunda en Rama. El sargento Myron —como los demás miembros de la tripulación del
Endeavour
ahora totalmente sometido a las exigencias físicas determinadas por la doctora Ernst— hasta sostenía, con sinceridad convincente, que jamás volvería a usar sus viejos uniformes porque le quedaban demasiado grandes.

Mientras Norton contemplaba a Mercer, Calvert y Myron «nadar» rápida y confiadamente a lo largo de la escala hacia abajo, se recordó a sí mismo cuánto había cambiado el panorama. En la primera visita habían descendido en medio del frío y la oscuridad; ahora se dirigían hacia la luz y el calor. Hasta entonces estaban seguros de que Rama era un mundo muerto, y esto quizá seguía siendo verdad en un sentido biológico. Pero algo estaba agitándose, y la teoría de Boris Rodrigo valía tanto como cualquier otra: el «espíritu» de Rama había despertado.

Cuando los tres hombres alcanzaron la plataforma al pie de la escala y se preparaban para comenzar el descenso del primer tramo, Mercer ejecutó su primera prueba de rutina de la atmósfera. Había algunas cosas que jamás daba por sentadas; aun cuando la gente a su alrededor respiraba con comodidad, sin ayuda, él jamás dejaba de comprobar el aire antes de quitarse el casco. Cuando se le pedía que justificara ese exceso de precaución, respondía:

—Procedo así porque los sentidos humanos no son de fiar, por eso. Uno puede pensar que está bien, y caer al suelo de cara, sin sentido, en la próxima inspiración.

Miró su medidor de porcentaje de oxígeno, y exclamó:

—¡Maldición!

—¿Qué pasa?— preguntó Calvert.

—Está roto... Marca muy alto. Qué raro, nunca había sucedido antes. Lo probaré con mi circuito de respiración.

Enchufó el pequeño analizador compacto en el punto de prueba de su provisión de oxígeno, y permaneció un momento callado y pensativo. Sus compañeros le miraban con ansiosa preocupación: algo capaz de preocupar a Mercer debía ser tomado muy en serio.

Desconectó el medidor, lo utilizó nuevamente para medir la muestra de atmósfera de Rama, y luego llamó a Control, en el cubo.

—Jefe! ¿Querría usted medir el oxígeno?

Hubo una pausa más prolongada de lo que justificaba el requerimiento. Luego Norton transmitió la respuesta.

—Creo que mi medidor tiene un fallo.

Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Mercer.

—Supera el cincuenta por ciento, ¿verdad?

—Sí. ¿Qué significa eso?

—Significa que todos podemos quitarnos nuestras máscaras. ¿No es eso conveniente?

—No estoy seguro —respondió Norton, respondiendo al sarcasmo en el tono de Mercer—. Parece demasiado bueno para ser verdad.

No había necesidad de agregar nada más. Como todos los astronautas, Norton desconfiaba profundamente de las cosas que parecían demasiado buenas para ser ciertas.

Mercer entreabrió un tanto su máscara y aspiró cautamente un poco de aire. Por primera vez en esa altitud el aire era perfectamente respirable. Ya no se percibía el olor a moho, y había desaparecido la sequedad excesiva del ambiente que en viajes anteriores causó varios trastornos respiratorios a los exploradores. Cosa sorprendente: la humedad se elevaba ahora al ochenta por ciento; sin duda, el responsable de este fenómeno era el deshielo del mar. Había una sensación de bochorno en el aire, lo cual no resultaba desagradable. Era como encontrarse en una costa tropical, un atardecer de verano, pensó Mercer. El clima en el interior de Rama había mejorado espectacularmente en los últimos días.

¿Y por qué? La humedad creciente tenía su explicación; la sorprendente subida del oxígeno era mucho más difícil de explicar. Al continuar el descenso, Mercer inició una serie de cálculos mentales. No había llegado aún a ningún resultado satisfactorio cuando iban a penetrar en la capa de nubes.

Fue una experiencia dramática, a causa de lo brusco de la transición. En un momento se deslizaban por la escala envueltos en un aire claro, despejado, aferrando el liso metal del pasamanos para no descender demasiado velozmente en esa región de un cuarto de gravedad. Luego, súbitamente, se encontraron rodeados por una cegadora blancura de niebla, con apenas unos cuantos metros de visibilidad en torno.

Mercer frenó la velocidad de su descenso con tanta brusquedad que Calvert estuvo a punto de chocar con él, mientras que, sin poder evitarlo, Myron chocaba con Calvert despidiéndolo casi de la escalera.

—Tómenlo con calma, muchachos —aconsejó Mercer—. Pongan la suficiente distancia entre uno y otro para que podamos vernos. Y no aumenten la velocidad, por si tengo que detenerme de pronto.

Envueltos en un silencio imponente, continuaron deslizándose a través de la niebla.

Calvert podía ver a Mercer apenas como una sombra vaga a diez metros de distancia, adelante, y cuando volvió la cabeza Myron se encontraba a la misma distancia detrás de él. En cierto sentido esto resultaba aún más impresionante que descender envueltos en la completa oscuridad de la noche de Rama; entonces, por lo menos, los rayos de luz del reflector del cubo les mostraba lo que tenían delante. En cambio, esto era como navegar en mar abierto, con visibilidad escasa.

Era imposible saber cuánto habían avanzado, pero Calvert calculaba que habían alcanzado casi el cuarto nivel cuando Mercer volvió a frenar de golpe. Cuando estuvieron los tres juntos, murmuró:

—¡Escuchen! ¿No oyen algo?

—Sí —respondió Myron al cabo de una pausa—. Parece viento.

Calvert no estaba tan seguro. Movió la cabeza de un lado al otro, tratando de localizar la dirección del leve rumor que les llegaba a través de la niebla, aunque pronto se dio por vencido.

Prosiguieron el descenso, alcanzaron el cuarto nivel, y se lanzaron hacia el quinto. Entretanto el ruido aumentaba en intensidad y se tornaba más y más familiar. Estaban por la mitad de la cuarta escalera cuando Myron exclamó:

—¿Ahora lo reconocen?

Debieron identificarlo mucho antes, pero no era un sonido que habrían asociado con un mundo que no fuera la Tierra. Brotando de la niebla, de un origen cuya distancia no podía ser calculada, llegaba a ellos el firme repiqueteo de agua que caía.

Unos minutos después, el techo de nubes terminó tan bruscamente como se había iniciado. Penetraron en la cegadora brillantez del día de Rama, más brillante aún por la luz reflejada de las nubes bajas. Allí estaba la familiar planicie curvada, ahora más aceptable para la mente y los sentidos debido a que su circulo completo ya no podía ser visto. No resultaba demasiado difícil pretender que estaban contemplando un ancho valle, y que la extensión ascendente del mar era en realidad una extensión hacía afuera.

Hicieron alto en la quinta y penúltima plataforma, para informar que ya habían salido del techo de nubes y para realizar un examen cuidadoso. Hasta donde podían verificar, nada había cambiado allá abajo, en la planicie, pero allí, en la cúpula norte, Rama producía otra maravilla.

Así que allí estaba el origen del ruido que oyeron. Descendiendo de alguna fuente oculta en las nubes, a tres o cuatro kilómetros de distancia, había una cascada, y durante largos minutos la contemplaron absortos y silenciosos, totalmente incapaces de creer a sus ojos. La lógica les decía que en este mundo rodante ningún objeto podía caer en línea recta, pero había algo de horriblemente anormal en una cascada combada y con curva hacia un costado, que terminaba muchos kilómetros más allá del punto directamente debajo de su nacimiento.

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