—¡Fiona! —Sixto trataba de sacarla de sus reflexiones—. Parece como si estuvieras a mil leguas de acá.
—Perdóneme, señor Sixto. Es que estaba pensando en otras cosas.
—¿Qué cosas son, que te llenan los ojos de lágrimas? Ni siquiera has tocado la comida.
Fiona comenzó a engullir el locro para así no tener que hablar más. Sólo asentía o negaba con la cabeza y trataba de ser lo más fría y distante posible; al menos mientras Sacramento no les sacara los ojos de encima.
"¿Y el señor Sixto?", pensó. Por un segundo lo miró por el rabillo del ojo. No estaba nada mal y era dulce con ella, le faltaba un poco de educación, sí, pero nada que no pudiera pulirse. Estaba convencida de que haría cualquier cosa si se lo pedía, hasta dar su apellido al hijo de de Silva. No necesitó mucho tiempo para desistir de la idea. Ella no podría quererlo y la vida junto a él se tornaría un calvario. Sólo había amado una vez y sabía que jamás podría volver a hacerlo.
Esa noche, en el camastro de la carreta, se sintió muy intranquila. Daba vueltas y vueltas y no conseguía dormirse. Estaba sola con Sacramento y eso la ponía más nerviosa aún. Tina, como siempre, había partido hacia la carreta de Tadeo a pasar la noche con él. Antes del amanecer regresaría con el mismo sigilo con el que se había ido; se escurriría entre las sábanas, y a la mañana siguiente, simularía haber dormido toda la noche allí.
Fiona no comprendía qué encontraba Tina de atractivo en ese hombre gordo y desagradable, pero no era asunto suyo. A pesar de que la malabarista era buena con ella, jamás le había dado la confianza suficiente para preguntárselo.
Ya casi amanecía; lo supo porque escuchó a Tina regresar de su escapada nocturna. Cerró los ojos, y, sin quererlo, se durmió.
En comparación con los puebluchos en los que habían actuado, Tandil era casi Buenos Aires. Lo mismo de siempre, aunque más grande y con más movimiento. La plaza, y en torno a ella, la catedral, el negocio de ramos generales, el edificio de la comuna.
Las personas se detenían a observar esa extraña caravana multicolor, con dos formidables caballos cubiertos con gualdrapas de satén y un pequeño animalito que chillaba como loco en una jaula. Los tandilenses eran individuos desconfiados y poco amables; vivían al límite de la frontera final, y la embestida continua de los malones los había convertido en pobladores de mirada torva y movimientos rápidos.
Don Tadeo decidió acampar cerca de la salida sur de Tandil, listo para continuar en unas semanas hacia Bahía Blanca. El lugar era tranquilo y las sienas le daban un marco imponente. Fiona pasaba largos ratos contemplándolas, absorta en sus pensamientos.
—¡Vamos, Fiona, ven aquí! ¿Qué tanto miras? Hay mucho trabajo que hacer —la reconvino Tina.
Los ayudantes más jóvenes, Cipriano y Julio, trazaban el diámetro de la pista según las indicaciones de Sixto, que necesitaba mucho espacio para sus piruetas ecuestres. Sacramento barría las alfombras que se colocaban en el escenario, y se cubría con un trapo la nariz y la boca para protegerse de la espesa polvareda que se levantaba.
—¡Sería mejor tirar estas porquerías a los chanchos! ¡Ya ni color tienen! —se quejaba sin dejar de barrer.
—¡Cállate! —ordenó Tadeo, cómodamente sentado en su silla.
—Podría ayudar en vez de sentarse a miniar a esa mona estúpida —replicó Sacramento desafiante.
Tadeo la miró de reojo. Se puso de pie y, después de devolver a Sisi a su jaula, se aproximó a la joven malabarista con las manos en la espalda y la vista fija en el suelo. Sacramento lo miraba acercarse; dejó de barrer, se apartó el pañuelo del rostro y lo miró envalentonada, lista para enfrentarlo.
La bofetada de revés que le propinó Sarquis la tiró sobre la alfombra. El dueño del circo se quedó, inmóvil, a unos pasos de la joven desparramada. Tina arrojó lo que tenía en la mano y corrió, con Fiona por detrás, a socorrer a su hija. Sixto contempló un momento la escena y continuó dando órdenes a los jóvenes.
—Que me acueste con tu madre no significa que te conviertas en mi hija —dijo Tadeo, con ojos de odio.
—¡Tadeo, por Dios! —gritó Tina, mientras ayudaba a su hija a ponerse en pie.
—¡Suéltame, estúpida! —vociferó Sacramento cuando Fiona intentó tomarla por el otro brazo, y le dio un empellón que casi la tira al suelo.
—Sí que eres una perra retorcida, Sacramento. —Tadeo volvió al ataque—. Déjala, Fiona, no vale la pena. Y escúchame bien, en tu vida vuelvas a darme órdenes o insinuarlas siquiera. ¿Está claro? O te encontrarán degollada en la zanja de algún camino perdido.
Fiona se estremeció al escuchar esas palabras. Tadeo era malhumorado, sí, pero aquello era algo más. Había algo de promesa que se cumpliría en eso de "degollada en una zanja".
—¡Basta, Tadeo! ¿Qué estupideces dices! —Tina estaba a punto de llorar—. Ven, vamos, hija.
Tadeo y Fiona las siguieron con la mirada hasta que entraron en la carreta. Sacramento iba sobándose la mejilla mientras su madre, tomándola por la cintura, le murmuraba algo al oído.
—¿Estás bien, Fiona?
La pregunta de Tadeo le resultó tan extraña que lo miró sin contestarle.
—Pregunto si estás bien, Fiona. Digo, porque esa idiota te empujó.
—¡Ah, sí, don Tadeo! ¡Estoy bien, no fue nada!
No le habría costado creer que de viejo zafio y energúmeno pasase a degollador de jóvenes malabaristas, pero, ¿a dulce hombre preocupado por su bienestar? Eso ya no podría concebirlo siquiera como idea. Lo vio alejarse, con ese andar de obeso torpe, en medio de una sarta de maldiciones y resuellos.
En unos días más harían la primera presentación. El circo se había convertido en tema de conversación para el pueblo entero; no sólo los niños, sino también las mujeres, e incluso los hombres, estaban deseosos de asistir a la primera función.
Y a pesar de que no había un alma en todo Tandil que no estuviese enterado, don Tadeo se encaprichó como nunca en hacer propaganda. Durante dos días, Fiona pintó unos carteles con acuarelas de colores vistosos y la leyenda
Circo Sarquis
en tinta negra. En realidad, prefería hacer eso en lugar de alimentar a Sisi y a los caballos, o limpiar o cocinar. Pero como todo, las acuarelas le traían recuerdos que la atormentaban.
Tadeo y Fiona, acompañados por los jóvenes ayudantes, fueron a la ciudad a pegar los anuncios. Sacramento se moría de ganas de ir, pero su orgullo le impedía rogar. Desde el día de la cachetada, no había vuelto a cruzar palabra con el amante de su madre. Sintió deseos de ahorcar a Fiona con sus propias manos cuando la vio trepar a la carreta. Esa jovencita citadina, tan refinada y bonita, le crispaba los nervios de celos y envidia. Sixto estaba loco por ella y ahora hasta Tadeo la trataba con amabilidad.
Colgaron los carteles por todas partes. Debajo del mostrador del negocio de abarrotes, en la puerta de la pulpería, en el hotel, incluso en el edificio de la comuna. Nadie podría evitar verlos.
—Ustedes dos, vuelvan a la carreta y esperen ahí —ordenó don Tadeo.
Sin decir palabra, Cipriano y Julio los dejaron solos.
—Ven, Fiona, te invito a tomar un trago —dijo el viejo.
—Tal vez sea mejor regresar, don Tadeo, hay mucho trabajo que hacer.
—¡Ah, niña! No digas eso que me recuerdas a Tina. —Antes de insistir, sonrió amablemente—. Vamos, vamos, te mereces un trago.
La tomó por el codo y la obligó a entrar en la pulpería. Ella mantenía su cuerpo alejado del de Tadeo, que no dejaba de atraerla.
—¿Qué deseas tomar? —preguntó cuando se sentaron.
—Un vaso de leche, por favor.
—¿Un vaso de leche?
—Sí —murmuró Fiona, avergonzada.
—Está bien. ¡Pulpero, un vaso de leche y otro de chicha! ¡Rápido!
Se dio vuelta y, al mirar a Fiona, ya no era el mismo hombre que había estado vociferando al dueño de la pulpería; su mirada se había suavizado.
Colocó una pequeña bolsa sobre la mesa. Después, la arrastró hacia el extremo de la mesa donde estaba Fiona.
—Esto es para ti —dijo.
La joven tomó la bolsa y las manos le temblaron. Descorrió el cordón que la envolvía y miró dentro. Muchas monedas.
—¡Por Dios, don Tadeo, esto es demasiado!
—No, Fiona. Te lo debo. Has trabajado duro y eres la mejor asistente que he tenido. Además, ahí también va la paga por los carteles.
Llegó el pulpero y les dejó la bebida. Fiona, con la bolsa todavía en la mano, no sabía qué decir. En ese momento, un sentimiento de ambición mezclado con algo de necesidad imperiosa se apoderó de ella. ¿Alguna vez le había importado el dinero? Jamás. Siempre lo había tenido, y en abundancia. Pero ahora, no. Lo necesitaba mucho, muchísimo. Su hijo lo necesitaba.
—Está bien, don Tadeo, lo acepto. Gracias.
—¡Bien! —vociferó el hombre al tiempo que asestaba un golpe en la mesa.
Fiona le sonrió hipócritamente.
—A veces creo... —retomó Tadeo—. ¡Pulpero, otra chicha! A veces creo que vienen a verte a ti y no a mí, ¡el gran mago Sarquis!
Fiona tragó dificultosamente su leche.
—Eres muy hermosa, ¿lo sabías?
Sarquis estiró su mano regordeta para encontrar la de ella. Fiona la sacó de inmediato fuera de su alcance.
—¡Ey! ¿Qué sucede? Sólo quería tocarte la mano.
El olor de la leche comenzó a invadirla y un asco incontrolable le revolvió las entrañas. De pronto, la figura de Tadeo se hizo borrosa, y sintió que el piso se movía. Sin querer, volcó su bebida al suelo. Luego, salió a los tumbos a tomar el fresco de la calle.
—¿Qué te sucede?
Al cabo de unos instantes, y mientras inspiraba profundamente tratando de recomponerse, Fiona escuchó la voz de Tadeo. Más que entenderlas, adivinó sus palabras.
—Nada, nada, don Tadeo. De repente me sentí mareada. Mejor será regresar al campamento —contestó con voz desmayada.
Sin mirarlo, se encaminó a la carreta. Con Cipriano y Julio estaría a salvo.
Siempre la llevaría consigo, colgada en su cotilla, enganchada a una de las ballenas. Jamás la dejaría en la carreta; no confiaba en nadie. "Por dinero baila el mono, ¿verdad? Si no, miren a Sisi", pensaba, mientras terminaba de coser la bolsita con monedas a su enagua. Se colocó el vestido de asistente de mago y coloreó sus mejillas con carmín. Después, salió.
Era la primera función y la gente comenzaba a llegar. Se había preparado un lugar especial, bajo un toldo, donde se ubicarían las autoridades. Hasta el cura vendría.
Don Tadeo estaba muy nervioso, porque, desde la de Buenos Aires, no habían tenido otra presentación tan importante como ésa. De todos modos, nada podía salir mal: habían ensayado hasta el hartazgo.
El representante del Restaurador Rosas, el Brigadier Zola, llegó junto a su mujer y a sus hijas; más tarde, las autoridades de la milicia, el comandante del ejército de frontera y el cura; hasta el médico logró un lugar de privilegio.
—Buenas tardes, Brigadier Zola, es un honor tenerlo entre mi público. Usted honra mi espectáculo con su presencia —saludó Tadeo, casi sin respirar, inclinándose una y otra vez hacia adelante.
—Por favor, señora Zola. Pase, pase usted y póngase cómoda. ¡Cipriano! Sírveles a las hijas del Brigadier la limonada. ¡Padre Octavio! Por fin se decidió a venir. —Al besarle el anillo, le empapó el dedo.
—Sí, hijo, sí. La sana diversión también es buena para el espíritu —sermoneaba el cura, mientras se limpiaba sin disimulo el dedo en la sotana—. No como esas obras de teatro francesas que, me enteré, están estrenando en el Teatro de la Victoria, en Buenos Aires —agregó, indignado—. Son un insulto a la Iglesia, a la moral y a las buenas costumbres.
—Mi esposo y yo hemos ido al Victoria semanas atrás y vimos una ópera de... —La mujer de Zola se llevó la mano al mentón.
—
Donizetti,
señora —la ayudó su esposo.
— ¡Ah, sí! Y, ¿cuál era?
La...
—
La favorita,
señora —dijo Zola, mientras la miraba avergonzado.
—Pero no hemos visto ninguna obra francesa, Padre —se atajó la señora Zola.
—Estoy seguro de que si no están de acuerdo con la causa federal, el gobernador no dejara pasar mucho tiempo antes de prohibirlas... No se inquiete Padre Octavio —sentenció el brigadier.
—Eso espero, hijo, eso espero.
La figura de Sarquis, embutido en un traje rojo y azul, se presentó en medio del escenario y vociferó el inicio del espectáculo. Siempre empezaban igual, con Cipriano y Julio disfrazados de payasos haciendo tonterías. Los niños disfrutaban mucho ese número y esperaban ansiosos la garrapiñada que repartían los comediantes antes de abandonar el escenario. Después, continuaba el número de las malabaristas, uno de los que más agradaba al público. Y cuando llegaba el turno del mago Sarquis, Fiona ya sabía que los hombres le silbarían, le gritarían obscenidades y le harían señas extrañas que ella nunca comprendería. Al principio, todo aquello la había descolocado; se quedaba como estaqueada en medio de la pista, sin poder moverse; pero ahora, se había acostumbrado y actuaba como si nadie reparase en su presencia. El populacho de Tandil no fue la excepción y, nuevamente, tuvo que armarse de valor para soportar los silbidos y las muecas cargadas de lascivia.
Cuando aparecía en el escenario con Sinfonía y Merina detrás, Sixto lucía formidable en su traje de cuero. Los espectadores contenían el aliento mientras el caballo galopaba y Sixto hacía la vertical sobre su montura. Lo vitoreaban al verlo erguirse sobre los animales, con un pie en cada montura, una mano extendida asiendo las riendas y la otra saludando al público. Luego, se subía a la yegua por las ancas y descendía por el costado cuando el animal galopaba a gran velocidad; apenas tocaba el piso con la punta de la bota y se acomodaba rápido en el lomo de Merina. Y de nuevo descendía por el otro costado, asido a las crines de la yegua. Repetía estas suertes varias veces, muy de prisa, y el público aplaudía eufórico.
Cuando Merina y Sinfonía terminaron su presentación, Tadeo anunció al público que el espectáculo había finalizado. Todos aplaudieron una vez más antes de abandonar sus ubicaciones.
Sin perder un minuto, Sarquis se aproximó al grupo de espectadores de lujo, y los invitó a una copa, que se serviría en su carreta, para festejar el éxito de la primera presentación. El brigadier Zola despachó a su mujer y a sus hijas y se encaminó con el cirquero a su cubil, junto al cura y a las demás autoridades militares.