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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (40 page)

—Pero, señora, señora mía, ¿qué me dice? Si usted es la mujer más querida de toda la Confederación. ¿Qué hay con su abuelo, con su abuela, Maria, todos? No hay quien no la quiera en esta casa. Todos se desviven para que usted esté mejor cada día. Además, señora, su esposo la ama por sobre todas las cosas.

Fiona se arrojó a los brazos del indio, llorando como una niña.

—¡No, Sanc, no te vayas!

Sollozó un rato, desconsolada. Sanc Nieté la dejó hacer. Al cabo de unos minutos, prosiguió.

—Señora, debo regresar, debo hacerlo. Tengo pocos días para arreglar unos asuntos en mi casa antes de volver al trabajo en La Candelaria. Ya falta poco para que comience la época en que me necesita el patrón de Silva.

Fiona bajó la vista. Todos parecían amar a su esposo por esos días; todos menos ella.

—Además —continuó Sanc—, necesito los reales que me va a pagar el patrón de Silva. ¿Se acuerda que le conté que quería comprar una manada de ovejas?

La joven asintió, sin poder pronunciar palabra, llorosa otra vez. Dejó pasar unos segundos en silencio, pensando que debía dejarlo ir. No podía aferrarse a él; Sanc tenía que continuar con su vida y ella con la suya. Ya era hora de tomar el toro por las astas y dejarse de niñerías. Sanc Nieté tenía razón, todos la querían y se desvivían por su bienestar; ella, en cambio, no hacía sino llenar sus corazones de desasosiego, más del que ya les había causado con la desaparición, que nadie le había reprochado, nunca.

—Está bien, Sanc, tienes razón. Te dejaré ir, pero con una condición.

Lo miró con picardía. Después, sacó de su escote la bolsita con las monedas de Sarquis.

—Esto es para ti, para que puedas comprar algunas ovejas más. No es mucho, pero es lo que había ahorrado para mí y para mi hijo. Te lo doy. Este dinero te corresponde más a ti que a mí, créeme.

Le entregó la bolsa, que el indio recibió desconcertado. La abrió y descubrió las monedas en su interior.

—¡No, señora, es demasiado! Además, usted no me debe nada. Yo lo hice por usted y por el patrón de Silva. —Se la devolvió.

—Sanc, por favor, te lo suplico. Si deseas verme feliz, toma la bolsa con monedas.

Fiona volvió a poner el talego de cuero en sus manos.

—Está bien, señora. Yo acepto las monedas y le agradezco, pero sé que sólo hay una forma de verla feliz a usted.

Fiona lo miró con desconfianza, frunciendo el entrecejo.

—Vuelva con el señor de Silva, señora. Sólo junto a él será feliz de nuevo.

El indio dio media vuelta y se marchó. Esa noche, Fiona no pudo dormir.

Llamaría a la puerta como todas las tardes. Le abriría Coquita, lo haría pasar y le pediría que esperase sentado a misia Brigid y a don Malone. Como siempre, tomarían juntos el té, hablando especialmente de Fiona y de alguna otra banalidad. Después, llegaría María lo saludaría muy cordial y le recibiría la carta. Durante unos minutos, aguardaría ansioso, pero al ver regresar a la criada con cara de angustia y la esquela en la mano, sabría que, también hoy, Fiona la había rechazado. A pesar de todo, jamás se daría por vencido. Regresaría, una y otra vez, hasta que ella lo recibiera. La ansiedad por tenerla entre sus brazos lo volvía loco por las noches, y la necesidad de escucharla lanzar con furia sus frases impertinentes lo atormentaba durante el día.

A pesar de que su mujer no lo había recibido siquiera una vez, él se las había ingeniado para verla. Fiona no salía a la calle más que para la misa en el Socorro los domingos por la mañana. En esas ocasiones, Juan Cruz se presentaba primero en la iglesia, esperando que ella apareciera. A la salida, la observaba trepar raudamente a la diligencia de su abuelo, y se perdía una vez más la belleza de su rostro. En ese momento y mientras la volanta doblaba en la primera esquina, Juan Cruz sentía deseos de llorar.

Se apeó del padrillo. Uno de los mozos de la caballeriza de Malone tomó las riendas, y se alejó con el animal. Llamó a la puerta y Coquita lo recibió. Al cabo de unos minutos, Brigid y Sean se presentaron en la sala. Se saludaron como de costumbre y se sentaron a tomar el té.

—Quería comentarles que tal vez me ausente por algún tiempo —dijo de Silva.

Los abuelos de Fiona lo observaron con gesto desconsolado.

—Hace meses que he dejado mis negocios en manos de mis hombres y, aunque se han manejado bastante bien, ahora requieren mi presencia. Usted entenderá lo que trato de explicarles, don Malone — agregó.

—Sí, por supuesto, entiendo; pero, ¿por cuánto tiempo se ausentará, de Silva? —preguntó Sean.

—Tal vez un mes. Estamos por comenzar con el rodeo y la yerra.

—Sí, es cierto —afirmó el irlandés.

Ingresó Maria a la sala, recibió la carta de costumbre, y se volvió a ir.

—¿Cómo está Fiona? —preguntó Juan Cruz con no disimulada ansiedad.

—Está muy bien. Ayer se marchó Sanc y pensamos que eso le causaría gran tristeza; en cambio, ha estado de buen talante todo el día. Incluso acompañó a Maria al mercado, como solía hacer de pequeña —respondió Brigid entusiasmada.

—Eso sí que es bueno —afirmó de Silva—. Pero... Bueno, ¿no preguntó por mí?

—No, señor de Silva, lamentablemente no —acotó la anciana, bajando los ojos.

Retornó Maria y le devolvió la carta como siempre.

— Está bien, Maria, no se preoc...

— No, señor, no es lo que usted piensa. La niña Fiona ha dicho que la espere, que hoy lo recibirá.

Fiona llegó a la sala y sus abuelos no estaban allí. De Silva, de espaldas a ella, miraba por la ventana. Entró silenciosamente, tanto que Juan Cruz no la escuchó, absorto como estaba en el paisaje exterior.

—Buenas tardes —susurró, revelando su presencia.

De Silva volteó. Con la mirada fija en ella, no atinó a abrir la boca. Después de tanto tiempo, otra vez la tenía frente a él. Y nuevamente su hermosura lo dejó sin aliento. La miró de arriba a abajo, sin recato, deteniéndose en el vientre abultado. Tenía tantos deseos reprimidos que avanzó decidido hacia ella, dispuesto a besarla.

Fiona levantó la mano, indicándole que se detuviera. No podía hablar; tenía la voz quebrada. Había ensayado esa escena en su mente cientos de veces, pero ahora las palabras se habían desvanecido. No sabía cómo comenzar, qué decirle. Levantó la mirada, y se encontró con su rostro a unos pasos de ella. Lo contempló detenidamente. Esa levita que llevaba no se la conocía, era nueva. Se había cortado el cabello y ya no tenía la coleta que a ella tanto le gustaba. Estaba delgado y ojeroso. Siguió mirándolo, sin timidez.

—Fiona...

La forma en que de Silva pronunció su nombre y el brillo en sus ojos destrozaron las convicciones con que Fiona se había presentado. Se había propuesto que sería firme y dura con él, que lo haría sufrir, que le haría sentir en carne propia la humillación y el desamor. Pero todo eso quedó atrás, y las firmes decisiones desaparecieron apenas escuchó su voz.

—Fiona... Por favor...

De Silva comenzó a aproximarse; ella retrocedió.

—Amor mío, no me rechaces —suplicó Juan Cruz.

La joven levantó la vista al escuchar las últimas palabras. La voz de Juan Cruz le sonó extraña, temblorosa, y eso la angustió. Después, recordó.

—¿No me rechaces? ¿Dijo no me rechaces? —Lo miró fijamente unos instantes, sin hablar—. A pesar de todo, señor de Silva, yo lo acepté. Fue usted el que me rechazó, fue usted el que me hizo a un lado, engañándome con esa... con esa... señora.

Fiona cerró los ojos y apretó los dientes. Juan Cruz completó el trecho que los separaba y le tomó las manos. Fiona se sobresaltó; dio un paso atrás, y se soltó de su esposo.

—No me toque —ordenó en un susurro acerado.

De Silva sintió un puñetazo en el estómago al escucharla.

—Por favor, Fiona, perdóname. Jamás te engañé con ella. Eso es cosa del pasado. Desde el primer día en que te vi, en el Socorro, te amé. Aún lo recuerdo; te veías tan hermosa con tu vestido lila y tu mantilla blanca... Tu rostro era radiante. Me acuerdo que reías fuerte y a pesar de que tu abuela se escandalizaba, tú no dejabas de hacerlo. ¿Recuerdas por qué reías? Siempre quise saberlo.

La pregunta la desconcertó. Se quedó muda, mirándolo, mientras Juan Cruz esperaba la respuesta.

—Yo... Pues... —masculló Fiona—. No, no recuerdo —dijo por fin—. Tal vez, no sé, me reía de alguna de las viejas. Siempre me daban risa, con sus peinetones fuera de moda, medio tiesas dentro de sus corsés ajustados... Había que ayudarlas a que se pusieran de pie. —Las comisuras de sus labios se elevaron un poco. Respiró profundo y bajó la vista.

—Sí, seguramente te reías de alguno de esos carcamanes. Desde el principio supe que detestabas toda esa farfolla. Lucías tan natural como una flor. Nada en ti parecía medido. Te movías sensualmente, pero yo me daba cuenta de que eras ingenua. Eres tan sensual...

Fiona mantuvo la mirada baja porque sabía que tenía el rostro como la grana. Percibió que de Silva se acercaba unos pasos, pero no se movió de donde estaba.

—Después, esa noche, en lo de misia Mercedes... Bueno, ahí confirmé todas las teorías acerca de la que sería mi esposa. —Juan Cruz sonrió, sin quitarle la mirada de encima—. Desde el primer momento en que te vi supe que serias mía, aunque misia Mercedes pensara lo contrario. Ella me dijo que jamás te fijarías en mí, que eras inalcanzable para mí.

Fiona se sorprendió. Aunque trató de decir algo, no encontró las palabras.

—Pensé que me lo decía porque yo era un advenedizo, un bastardo, criado por una negra. Hice lo que hice con tu padre porque pensé que me despreciarías por ser así, y que jamás me aceptarías. Me tendrías asco y me rechazarías.

—¡No! —exclamó Fiona, con un nudo en la garganta, dando un paso hacia adelante—. No...— susurró después, sintiéndose vulnerable una vez más frente a él—. Jamás rechazaría a nadie por eso, señor de Silva.

—Me viste con Clelia esa noche, ¿verdad?

Fiona dio un respingo, avergonzada de sólo oírlo hablar de aquello. Contuvo la respiración y no pudo hablar.

—Fue eso, entonces... Me viste con ella —repitió Juan Cruz.

—Sí —susurró Fiona.

—Con razón piensas de mí lo peor. —Sonrió con tristeza—. Esa noche te deseé desde el primer momento en que te vi. Tú parecías ajena a todo, a leguas de lo de misia Mercedes. Tenías la mirada perdida y lucías aburrida. Más tarde, te busqué y no te encontré. Un rato después, me entraron ganas de matar al hermano de Clelia, que te había conseguido para una pieza. Estaba tan celoso y deseoso de ti... Bueno, tú sabes.

—Dígame, qué es lo que debo saber.

—Estaba rabioso, tenía que descargarme con alguien. Y Clelia se mostraba tan dispuesta que... —Hizo una pausa, desviando la mirada—. Después, cuando me rechazaste para el vals... —Otra vez, la mueca triste en su rostro—. Todavía lo recuerdo: "Antes prefiero estar muerta", me dijiste, tan decidida como siempre.

De Silva soltó una corta carcajada. Fiona también sonrió, aunque trató de disimularlo.

—Creo que con esa respuesta te deseé más aún. —Se acercó a ella y la tomó por los hombros—. ¡Oh, Fiona, jamás pensé que te amaría tanto! Te amo y no puedo evitarlo. No puedo quitarte de mi mente un solo instante. Tú y sólo tú. Me estoy volviendo loco sin ti. No duermo de noche porque no estás a mi lado, no pued...

—Señor, por favor —lo interrumpió Fiona, deshaciéndose de sus manos y alejándose unos pasos—. Yo no estoy preparada aún. He sufrido mucho con su engaño y...

—¡No, Fiona! ¡Yo no te engañé!

Juan Cruz trató de calmarse; estaba gritando, y Fiona lucía asustada.

—Fiona, entiende, todo fue una patraña urdida por Cloé y Soler. Ellos armaron esto, todo es mentira.

—¡Pero ella fue su amante, señor! ¡Usted me mintió!

—¡Sí, pero antes de conocerte! ¡Después no! —mintió de Silva. Jamás la perdería por una mujerzuela que no había valido un ardite para él.

Se hizo un silencio. De Silva estaba agitado. Fiona había bajado los ojos e intentaba contener el llanto. No deseaba quebrarse frente a él. Si la sabía vulnerable, lograría despedazarla. Respiró profundo y recomenzó.

—Señor de Silva, han pasado tantas cosas que estoy muy confundida. No estoy segura de creerle, no sé, no puedo. Sólo quise verlo hoy para comunicarle mi decisión. Bueno... Lo mejor será que yo permanezca en casa de mi abuelo y no volvamos a vernos. Cuando nazca...

—¡Noo! —gritó de Silva, cayendo de rodillas frente a ella, y aferrándose a su cintura—. ¡No, Dios mío, no me digas eso!

El hombre lloraba como un niño. Fiona quedó sin aliento frente a la reacción de Juan Cruz. Jamás pensó que viviría para verlo llorar. La cabeza de de Silva apoyada en su vientre, se mecía al ritmo de un llanto que no acababa.

—¡Fiona, por favor, ten compasión de mí! —le decía Juan Cruz entre suspiros—. No puedo vivir sin ti. Éste es mi castigo por haberte hecho sufrir desde un primer momento. En cambio tú, tú sólo me hiciste feliz, amor mío. ¡Perdóname! —Por momentos parecía ahogarse con el sollozo; después, continuaba—. ¡Perdóname! ¡Dime que me perdonas, por favor! —Seguía de rodillas, asido a su cintura—. ¡Necesito tu perdón para seguir viviendo!

La joven permanecía tiesa. Aquella reacción la había dejado inerme y sin palabras, pero de pronto todo se volvía claro. Ella también lo rodeó con sus brazos y ya no pudo contener más las lágrimas.

Un momento después, Fiona apoyó sus manos sobre la cabeza de Juan Cruz, y entrelazó los dedos con aquellos mechones negros que tanto le gustaban.

—¿Por qué lo amo tanto, señor de Silva? —se preguntó, sonriendo.

Sintió que su esposo la apretujaba más aún y eso la llenó de sensaciones raras.

—Ahora sé que lo amé desde un principio, desde aquella noche en que me sentí tan atraída por usted. Jamás había conocido a alguien tan viril. Caminaba como un rey y miraba a todo el mundo con aire desafiante. Me gustó tanto que me asusté.

Juan Cruz se incorporó. Fiona se sobrecogió al ver su rostro empapado y sus ojos enrojecidos. No pudo evitarlo y lo acarició. De Silva la tomó entre sus brazos y la apretó contra su pecho. Desesperado, buscó la boca de su esposa y la besó, al borde de la locura. Después, sin separar sus labios de los de ella, le habló como acostumbraba a hacerlo. Con una orden.

—Nunca más vuelvas a abandonarme, Fiona.

—Nunca más, señor.

Epílogo

El taxi se detuvo en la
Rue Duret,
a media cuadra de la
Avenue Foch.
Era otra de esas desapacibles noches parisinas. Llovía y hacía frío. Miró por la ventanilla tintes de descender del automóvil. Había luz en la planta alta de la mansión. La cortina se descorrió y ahí estaba ella, mirando el taxi desde arriba, con enojo. La muchacha sonrió antes de abandonar el vehículo.

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