De Silva había azuzado al caballo y se perdía en la oscuridad de la noche a toda velocidad; sólo vieron por unos segundos más la luz de la lámpara, que luego, de a poco, también desapareció.
Candelaria suspiró, abrumada; después, se echó a llorar.
—Está bien, Catusha, vuelva a su casa. —Fiona no lograba convencerla— Ya está muy oscuro, algo malo puede ocurrirle.
—A ti puede ocurrirte algo malo. Yo ya soy un carcamal, ¿qué podría pasarme? Pero tú, querida, eres tan bella... Cualquier zopenco querría hacerte daño.
La mujer no aflojaba el paso, a pesar de que su voz sonaba agitada.
—Bueno, Catusha, hasta aquí está bien. Mire, allá está mi casa. —Señaló más allá del bosque de tipas—. Pensándolo bien, creo que lo mejor será que esta noche se quede en mi casa...
—¡No! ¡Ni lo pienses, querida Fiona! Puedo regresar sola; conozco este camino como la palma de mi mano. Vamos, corre hasta la casa grande. Así yo puedo verte.
Fiona comenzó a correr maquinalmente. De pronto se detuvo, dio media vuelta, y trató de distinguir la figura de la mujer entre los árboles; pero Catusha ya no estaba allí.
Un rato después, al entrar en la casa, encontró a María despatarrada en el confidente del hall, llorando a mares; Candelaria trataba de calmarla, pero ella también tenía la voz congestionada; el resto de la servidumbre se apiñaba a la entrada de la cocina, observando la escena.
Maria profirió un grito de angustia al verla sana y salva. Se arrojó de rodillas al suelo mientras con la mano en alto mostraba la estampa de San Patricio.
—¡Gracias, santísimo San Patricio, gracias! ¡Bendito seas, bendito seas!
—¡Señora de Silva! —exclamó Candelaria.
Ayudada por la negra, Maria se puso de pie; con los brazos extendidos, se encaminó donde Fiona. La joven la contemplaba azorada; sabía que ya era de noche, pero no había caído en la cuenta del escándalo que provocaría. La tarde se le había pasado como un relámpago y, cuando se dio cuenta, el sol se había puesto.
Maria la abrazó fuerte.
—¡Mi niña, mi niñita! —repetía una y otra vez.
Al cabo de unos momentos, se separó de ella. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de llorar. Fiona le pasó la mano por la mejilla.
—Pero, ¿dónde has estado? —preguntó Maria mientras le acariciaba el rostro—. Casi nos matas de la angustia.
Durante la desaparición de Fiona, a Maria se le cruzaron mil ideas por la cabeza, pero había una en especial que la torturaba.
"Una vez que tenga la certeza de que ese hombre ha pagado todas las deudas de mi abuelo, me escaparé, huiré lejos, donde nadie pueda encontrarme."
—Bueno, ya, Maria, tranquilízate.
Fiona rodeó con sus brazos a la criada. Sus ojos se cruzaron con los de Candelaria que la miraba absorta desde un rincón del hall. Fiona la llamó y le tendió el brazo. La negra caminó hasta ella y le tomó la mano.
—Perdónenme, lo siento tanto. Miren cómo las he hecho sufrir. Sólo salí a dar un paseo, caminando. De repente, me di cuenta de que se había hecho de noche. Eso fue todo.
—Nunca más, ¿entiendes?, nunca más vuelvas a hacerlo —la reprendió Maria.
—Señora... el señor de Silva ha salido a buscarla —balbuceó Candelaria.
—¿El señor de Silva ya llegó de Buenos Aires?
No se lo esperaba. Ahora sí, "Troya", como decía Celedonio.
—Llegó hace más o menos una hora y salió a buscarla, de inmediato. Todos están buscándola.
"Sí, definitivamente, Troya", se dijo Fiona con resignación.
Fiona parecía una leona enjaulada. Iba de un lado al otro de su habitación, mirando el suelo y mordiéndose las uñas. Ya eran más de las diez de la noche y ninguno de los que habían salido a buscarla, había regresado.
Llegó a la puertaventana y, a pesar de que la noche era fresca, salió al balcón. Sintió que la piel se le erizaba y se embozó en su salto de cama. Quiso escudriñar la inmensidad del campo pero apenas alcanzó a ver la fuente de los angelotes.
El ruido de los cascos de un tropel de caballos la sacó de su ensimismamiento. Eran Celedonio y su grupo.
—¡Ya está aquí! —gritó Candelaria.
Fiona la oyó, pero no logró verla. También escuchó las exclamaciones que lanzó el grupo de peones y la maldición de Celedonio.
—¿El señor de Silva ya lo sabe? —preguntó el capataz, aún montado en su alazán.
—No, todavía está fuera, buscándola —respondió la negra.
—Y Eliseo tampoco regresó. —Ahora era la voz torturada de Maria.
Fiona sintió que se le hacía un nudo en la garganta. "Dios mío, de Silva va a matarme."
—Eliseo y su grupo se unieron al patrón hace más o menos una hora —comentó Celedonio. Luego, se dirigió al resto de los hombres—: Guarden los caballos y vayan a sus casas. Yo iré a buscar al patrón.
—¿No quiere que lo acompañe, don Celedonio? —preguntó uno de los peones.
—No, está bien. Iré solo. Ya sé dónde encontrarlos. —Y sin más, salió a todo galope.
Pasó más de media hora. Celedonio no aparecía. La angustia de Fiona iba en aumento.
Había vuelto al dormitorio y había corrido las cortinas. No tenía sentido quedarse en el balcón, muriéndose de frío, mirando la nada. De todos modos, no pudo quedarse quieta: recorría la habitación de una punta a la otra, una y otra vez.
De pronto, escuchó los tacones de las botas de Juan Cruz en el corredor y por unos segundos el corazón se le detuvo. De pie junto al borde de la cama, con las manos sobre el pecho y los ojos muy abiertos, no se atrevía siquiera a pestañear. Un momento después, la puerta se abrió de golpe.
Juan Cruz la miraba tan fijamente que Fiona no pudo evitarlo y comenzó a sollozar convulsivamente. Temblaba como una hoja, se le había nublado la vista y no podía controlar el llanto que la hacía tan vulnerable frente a su esposo.
De Silva se aproximaba a ella lentamente. El ruido de sus pasos sobre los tablones de madera era como una marcha fúnebre en los oídos de Fiona. Era el fin, no tenía la menor duda.
Juan Cruz estaba muy agitado. A pesar del frío nocturno, tenía la camisa abierta hasta la mitad del torso y su pecho velludo subía y bajaba en un intento por normalizar la respiración.
Cuando estuvo junto a ella, de Silva la rodeó con sus brazos como si al abrazarla se mantuviera él con vida. Apretó su cara contra el cabello de Fiona y, después, comenzó a besarla, primero en la coronilla, luego en los ojos, en la nariz, en la frente, en las mejillas, en la boca, con desesperación. Fiona comenzó a gemir de excitación.
—¿Qué haces de mí, Fiona? ¿Qué haces de mí que si no te tengo siento que me muero?
Aquellas palabras la sorprendieron. Jamás había sido tan dulce y sincero con ella.
—Perdóneme, señor, perdóneme.
Era todo lo que podía decir; ella también se aferraba a él como una desquiciada. Con sus manos le acariciaba el cabello, se lo quitaba de los ojos y le rozaba las mejillas, algo ásperas ya por la barba.
—¡Dios mío! —gimió Juan Cruz—. Si algo te pasara... —Levantó los ojos y miró el cielo raso.
Fiona lo besó en el pecho.
—¿Dónde has estado? —preguntó, mientras la separaba apenas.
—Perdóneme, señor. Yo... Salí a caminar, por ahí, como siempre y, sin darme cuenta, se hizo de noche —respondió Fiona, apenada por mentirle.
Su voz de niña lo enterneció, y la estrujó nuevamente contra él.
—Tonta, ¿no te das cuenta que ya casi estamos en invierno y que oscurece muy temprano? ¡Si algo te sucediera!
Fiona no podía creer lo que estaba pasando. Se sintió mal por haber pensado que de Silva la mataría, se sintió mal por no contarle acerca de su amiga del monte, y se sintió mal por... porque había dejado de abrazarla y parecía que deseaba marcharse.
—¿Se va, señor?
—Ahora, que ya sé que estás a salvo, voy a comer algo. Estoy famélico. Candelaria me lo está preparando.
"Candelaria, siempre Candelaria", pensó Fiona. ¿Nunca dejaría de sentir celos de esa mujer?
—Ah... Bueno... —miró hacia abajo y dio media vuelta—. Está bien, hasta mañana —lo despidió, sin mirarlo.
De Silva la tomó por la cintura y la elevó en el aire, pasándole un brazo bajo las rodillas.
—Aunque pensándolo bien... ¿Para qué cenar si aquí tengo lo único que me sacia por completo?
La miraba y no podía creer que todavía se sonrojara cuando él decía esas cosas. La depositó en la cama con suavidad; luego, se quitó la camisa.
—La puerta... señor.
Juan Cruz la miró por un segundo antes de ir a cerrarla. Fiona lo observaba desde la cama, apoyada en sus codos. El torso desnudo, los músculos que se le remarcaban naturalmente y hacían un juego de movimientos cuando él, aún parado al borde del lecho, se quitaba las botas, los pantalones... Y su miembro erecto... Decididamente, no podía dejar de mirarlo.
Después de quitarle el salto de cama y el camisón, y sin decir palabra, la cubrió con su cuerpo.
Candelaria se había marchado temprano a la cremería. Maria estaba en su dormitorio, bordando. Las sirvientas, ocupadas en sus quehaceres. Era el momento ideal, tal como lo había planeado. Pero Catusha no llegaba.
Le había costado un mundo convencerla de que viniera a la mansión. Fiona deseaba invitarla con una taza de té, con algún sabroso bizcocho de Maria, pero lo que más anhelaba era que tocara en su piano. Además, quería mostrarle la biblioteca de Juan Cruz. No había tardado en descubrir que a Catusha le fascinaba leer. Era una mujer extraordinariamente culta y refinada; resultaba increíble que alguien como ella viviera aislada en ese paraje.
Comenzó a reír al vislumbrar un par de ojitos celestes que la observaban divertidos desde la ventana del salón azul. Era Catusha. Con una seña le indicó la puerta principal; ella misma le abriría.
—¡Pasa, Catusha! ¡Bienvenida a mi casa!
La mujer permaneció unos instantes bajo el vano, mirando de reojo y con desconfianza. Después, entró.
—Es tan hermosa por dentro como lo es por fuera, Fiona —sentenció, con la mirada clavada en la araña del
hall.
El salón azul no la dejó menos boquiabierta. Lo había espiado de cuando en cuando desde la ventana, pero, era obvio, no había logrado descubrir la belleza de la habitación.
—¡Qué hermoso piano!
Se acercó presurosa y, sin pedir permiso, levantó la tapa y jugueteó con las teclas.
—Está mucho mejor que el mío. El pobrecito ya está viejo y algo desafinado.
La mujer clavó sus ojos en los de Fiona y le sonrió.
—Por eso quería que viniese a mi casa, para que tocara en mi piano. ¡Toca tan bien, Catusha! Además, quiero que vea esto.
La joven la tomó de la mano y la llevó a la sala de la biblioteca.
—¡Por Dios! ¡Esto parece la biblioteca de una universidad!
—Sí —afirmó Fiona, orgullosa.
Acercó con dificultad la escalera y la apoyó en uno de los estantes más altos; trepó para tomar el libro que había pensado prestarle. Total, de Silva no se daría cuenta de nada.
—Aquí está —dijo Fiona.
Lo tomó por el lomo y lo observó un momento. Después, descendió con cuidado los peldaños.
—Tome, Catusha, se lo presto para que lo lea —le dijo, alcanzándole el libro.
—¿Para mí? —De nuevo esa actitud aniñada—. ¡Oh, gracias! Pero veamos de qué se trata.
Catusha leyó el título con atención.
—¿Qué haces aquí, mamá? —La voz gruesa de de Silva resonó en la biblioteca.
Fiona levantó la vista y se puso lívida. "¿Cómo, qué haces aquí,
mamá?".
Juan Cruz parecía tranquilo, pero su mirada le dio pánico.
—Mamá, te estoy hablando —repitió.
Catusha tenía la vista perdida en el primer capítulo del libro. Fiona no podía moverse, ni hablar; sólo observaba. Pero la vista se le estaba nublando y comenzaba a sentirse mareada.
—¡Ah, Manuelito! Eres tú. —La voz de Catusha había adquirido un matiz extraño. — ¿Qué haces aquí? Debes tener mucho cuidado, en esta casa vive un hombre muy malo.
La mujer se acercó a de Silva. Era mucho más baja que él, y tuvo que estirar bastante el brazo para mostrarle el libro.
—Mira, mi amiga Fiona me lo va a prestar.
Catusha se dio vuelta y fijó sus ojos en la joven, a quien ya le costaba mantenerse en pie.
—¿Cómo "mamá", señor de Silva? —Por fin, y como pudo, preguntó la muchacha.
Sólo en aquel momento Juan Cruz miró a Fiona; la vio tan pálida que se asustó. Con paso firme, se acercó a ella, la tomó por los hombros y la guió hasta el sofá.
—Fiona, ¿te sientes mal? —Le tomó las manos. Estaban heladas—. ¡Candelaria! —gritó.
Los labios de Fiona empalidecían. No pudo explicarle que la negra se encontraba en la cremería. No conseguía modular las palabras; la lengua le pesaba toneladas y sentía la garganta seca como una lija.
—¡Mamá! —Juan Cruz se dio vuelta y vio que Catusha aún tenía la vista fija en el libro.
—¡Mamá! —gritó más fuerte—. Busca a alguna de las sirvientas y tráela aquí. ¿Entendiste? —La vio asentir con la cabeza—. ¡Vamos, ve ahora!
—¿Cómo mamá, señor? Usted... Usted me elijo que estaba muerta... Muerta...
—Fiona, tranquilízate, no es nada. Puedo explicártelo todo. Pero ahora, debes ponerte mejor —dijo, besándole los dedos; seguían fríos.
Un momento después regresó Catusha con una criada. Fiona olió las sales que le acercó la mujer y comenzó a sentirse mejor. Juan Cruz la cargó en sus brazos y la llevó a la alcoba. Ella no le sacaba los ojos de encima. No podía dejar de pensar en lo que acababa de escuchar. Catusha era la madre de su esposo. ¿Por qué no vivía con ellos? ¿Por qué lo llamaba Manuel?
—Ahora, trata de descansar —dijo con dulzura Juan Cruz, mientras la criada corría las cortinas.
—¡No! —Se aferró a su brazo y lo atrajo hacia ella—. No, señor, por favor... Cuénteme todo, no puedo esperar. No se vaya.
La desesperación de su esposa lo acongojó.
—Mamá, vuelve a la sala y quédate allí. ¿Me has comprendido?
Catusha, de pie junto a la puerta del dormitorio, observaba impávida la escena. Al cabo, desapareció.
—Encienda unas velas, Blanca —ordenó de Silva a la sirvienta—. Asegúrese de que la señora permanezca en la sala y mande a alguien a buscar a Candelaria a la cremería, ya mismo. Que ella se haga cargo de la señora.
Volvió los ojos a Fiona. Vio, con alivio, que lentamente los colores volvían a su rostro.