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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (28 page)

Fiona, abrumada, se dejó caer en una banqueta, con la cabeza entre las manos. La cárcel de Santos Lugares... Nadie salía con vida de allí.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó por fin.

—Eliseo llevó hoy al patrón a Buenos Aires y trajo la noticia. Dice que Rosas está furioso. La familia de ella también. Nadie se anima a hablar en su favor. Ni su madre, ni su padre.

—¡Malditos sean! ¡Malditos cobardes! —Fiona dio un puñetazo sobre la mesa y se puso súbitamente de pie.

—Vamos, Fiona, no te pongas así. Ya verás que todo va a solucionarse y...

—¿Con Rosas de por medio? ¡Ni lo sueñes, Maria! Ése... ése... Jamás los perdonará. —Hizo una pausa y volvió a sentarse—. ¿Quién es él para perdonar o no a alguien que no ha causado ningún daño? ¡Dios mío! ¡Se cree el dueño de nuestras vidas!

—Fiona, por favor, cállate —rogó Maria, mientras se aseguraba de que no hubiese ninguna sirvienta cerca. Era más que sabido: ellas y los lacayos y criados eran los espías más eficaces del gobernador. Por eso, siempre estaba enterado de todo.

—¿Sabes algo mas?

—No, mi niña.

—¿Dices que de Silva está en Buenos Aires?

—Sí. ¿Él no te dijo que hoy se marcharía a la ciudad? —le preguntó incrédula.

—No. Jamás me dice lo que va a hacer.

Fiona se levantó con presteza. Estaba decidida a hacer algo. Era obvio, se le notaba en los ojos.

—Vamos, María, iremos a Buenos Aires. Necesito hablar con el gobernador. Si nadie intercede por Camila, yo lo haré.

—¡No, Fiona! ¡Por lo que más quieras, no lo hagas! Lo pondrás furioso, y quién sabe con qué cosas te saldrá. —La criada la sujetaba del brazo, con pánico en la mirada.

Fiona la observó unos instantes, tiempo suficiente para comprender que debía reflexionar acerca de sus arrebatos. Muchas veces había tenido que arrepentirse de ellos; esta vez, el asunto era demasiado delicado. Si actuaba por impulso Rosas sabría rebatirla hábilmente. No, esperaría y pensaría.

—Está bien; vamos a ver qué sucede.

Transcurrieron varios días que estuvo como loca. Hacía casi una semana que Juan Cruz había partido a la ciudad y no regresaría aún. Necesitaba hablar con él. ¿Qué esperaba para regresar? Deseaba consultarlo, preguntarle cuál era exactamente la situación de Camila y Ladislao, qué podían hacer. Estaba inquieta, afligida, y nada la calmaba. Trataba de pasar las horas leyendo, pero no podía concentrarse. Los paseos tampoco surtían efecto. Fue a visitar a Catusha, como siempre, pero no quiso contarle nada. Temió perturbarla más de lo que estaba. Después de todo, la historia de su amiga con el cura era tan clandestina como lo había sido la de ella, treinta años atrás. De todas formas, Catusha consiguió hacerla reír con sus ocurrencias y comentarios, entre inteligentes e infantiles.

Cuando dijo que quería ir a Santos Lugares, donde aún los mantenían presos, Eliseo le advirtió que no lo hiciera: no dejaban entrar a nadie. Armó varios paquetes con ropas limpias y comida fresca. Su imaginación la torturaba; pensaba en el estado lamentable en el que se encontraría su amiga, en medio de una celda fría e inmunda, alimentada con comida de presidiarios, y se desesperaba. Eliseo llevó los paquetes, pero volvieron intactos. La O'Gorman y Gutiérrez tenían prohibido recibir nada.

Finalmente se decidió: iría a Buenos Aires para hablar con de Silva. Ya no podía seguir perdiendo un minuto más; además, la espera terminaría con su cordura.

Un poco a regañadientes, Maria aceptó acompañarla. Eliseo ofició de cochero, también a la fuerza. Sabía que don Juan Cruz no lo aprobaría. Pero no pudo negarse al pedido de Fiona. Además, sería mejor que la llevara él; de lo contrario, Fiona llegaría a la ciudad aunque fuera caminando.

Entraron a Buenos Aires de noche. La neblina que Botaba por las calles le daba a la ciudad un aspecto fantasmagórico que era un reflejo perfecto del estado de ánimo de Fiona. Era difícil distinguir la luz mortecina de las bujías entre la espesura de la bruma.

Asomó la cabeza por la ventanilla de la volanta. El aire húmedo y frío, que dio de lleno sobre su rostro, la obligó a cerrar los ojos. Volvió a arrellanarse en el asiento. En aquel momento, Eliseo detuvo los caballos; el relincho que soltaron fue tan estruendoso que la asustó. Estaba tan sensible que cualquier cosa la sobresaltaba o la hacía llorar. ¿Estaría volviéndose loca?

Volvió a asomarse por la ventanilla y divisó la casona que de Silva había comprado tiempo atrás, oscura y silenciosa. Parecía abandonada.

—Señora de Silva... —murmuró la sirvienta que les abrió la puerta, con expresión de sorpresa.

—¿Qué pasa, Lucía? —preguntó, enojada.

No esperaba que la recibiera haciéndole fiestas, pero tampoco que se quedara mirándola como si se tratase de una desconocida.

—No, nada, señora.

La mujer reaccionó rápidamente, apartándose de la entrada. Lo que sucedía era que la noticia de la O'Gorman había corrido por la ciudad como reguero de pólvora y todos conocían la amistad entre ella y Fiona. Por eso, cuando la vio ahí...

—¿Por qué está todo tan oscuro afuera? Haga encender los faroles ahora mismo.

Antes de que la sirvienta se dispusiera a cumplir la orden, la detuvo.

—Un minuto, Lucía. ¿Está mi esposo?

—El señor ha dicho que esta noche no regresará a la casa, señora.

La respuesta fue un golpe muy duro. ¿Cómo que no pasaría la noche en casa? ¿Dónde la pasaría, entonces?

—¿No ha dicho dónde estará esta noche? —Se sentía humillada. No soportaba tener que preguntarle a una sirvienta dónde se suponía que dormiría su esposo.

—Pasará la noche en la casa del saladero, en las barracas. Surgió un problema allí y debía estar a primera hora de la mañana.

—Está bien, Lucía. Vaya no más.

Se sintió más tranquila; después de todo, eran cuestiones de negocios las que obligaban a Juan Cruz a pernoctar en otro sitio.

Al rato, después de que hubo guardado el carruaje en la caballeriza, se presentó Eliseo por la puerta que daba al patio de la servidumbre.

—Come algo y más tarde nos llevas al saladero, Eliseo. Necesito hablar con mi esposo esta misma noche.

El olor a carne podrida comenzaba a escocerle la nariz. Sacó un pañuelo y lo colocó sobre su rostro. Maria ya había hecho lo mismo un momento antes. Fiona se lamentó por el pobre Eliseo; de seguro, se estaría descomponiendo con el aroma hediondo que inundaba el lugar.

Los tablones del puente de Márquez crujieron cuando la volanta los cruzó. Por debajo, el Riachuelo, y, más allá, el saladero más grande de toda la Confederación, el "Esmeralda". Después de que "Las Higueritas", que había pertenecido a Rosas, OSITO, el "Esmeralda" había pasado a ser el más importante. Cada día se sacrificaban allí alrededor de cuatrocientas cabezas de ganado; muchos kilos de charqui se secaban en otros tantos kilos de sal; cientos de cueros se curtían al sol; más de doscientos empleados trabajaban en sus instalaciones. Era una industria sumamente próspera, y de Silva era su dueño. Todo gracias a Rosas, que en su momento le había prestado el dinero para adquirirlo. Por aquel entonces estaba prácticamente abandonado; parecía desolado, y no había más de quince o veinte cabezas de ganado dando vueltas por el rodeo. Al cabo de dos años era lo que ahora. Lo primero que hizo de Silva fue devolverle el dinero a Rosas; más aún, le ofreció una participación en el negocio. Aunque no aceptó, el Restaurador se sintió halagado por la invitación de su protegido. Pero ya estaba demasiado comprometido con la causa federal y no quería meterse en un problema más. "El que mucho abarca, poco aprieta, Crucito", le había dicho en esa oportunidad, palmeándole la espalda.

Fiona jamás había estado en el "Esmeralda", pero había escuchado mucho sobre él. Era un lugar imponente. Más allá, casi al final de todo, las barracas. Eran varias construcciones de ladrillos blanqueados con techos de paja que parecían un caserío en medio de la pampa.

El sitio estaba bien iluminado. Las farolas enormes permitían vigilar cada centímetro del lugar. Una precaución necesaria para evitar el saqueo nocturno y el robo de animales, muy común en la época. Varios gauchos armados hasta los dientes hacían guardia nocturna apostados en distintos puntos de la propiedad.

Fiona recorrió el lugar con la mirada. A lo lejos, cerca de la barraca principal, había un grupo de peones rodeando el fogón. Vio a tres hombres sentados sobre el espinazo de una vaca, como si se tratase de una banqueta. A sus oídos llegaron los acordes de una guitarra y una voz melodiosa. Los sonidos y las voces de aquellos gauchos se fueron haciendo cada vez más audibles a medida que la volanta se acercaba al cobertizo, hasta que, al llegar allí y hacerse visible, el ruido cesó como por encanto.

Fiona se quedó en el carruaje mientras Eliseo conversaba con uno de los empleados del saladero que se había apartado del fogón para recibirlos. Por el modo caluroso en que se saludaron parecían conocerse. Al rato, Eliseo se asomó al interior de la volanta.

—Niña Fiona, el patrón está dentro de la barraca, reunido con unos hombres.

—Está bien, entremos, entonces.

Maria prefirió quedarse en la volanta, con el pañuelo en la cara.

A poco de caminar, Fiona se acostumbró al olor. Los empleados la miraban, algunos extrañados, otros con el deseo pintado en el rostro, pero ninguno se animó a dirigirse a ella; era la mujer del diablo. Fiona pasó junto a ellos como si no existieran; sólo quería llegar donde su esposo, estaba ansiosa por verlo.

Por fin, llegaron al lugar donde estaba de Silva.

—¿Qué haces aquí? —preguntó él, mientras la traspasaba con la mirada. Era evidente que estaba muy enojado—. ¿Por qué la trajiste? —le preguntó a Eliseo, que bajó la cabeza sin saber qué contestar. El criado sabía tan bien como él que era muy riesgoso llegar al saladero; más aún de noche.

—No le diga nada a él, señor de Silva. Yo le pedí que me trajera.

Fiona miró a su alrededor. El lugar era bastante confortable por dentro. Había varios catres y dos mesas enormes en el centro. En una de ellas, de Silva y dos hombres trabajaban sobre unos papeles grandes; parecían planos. El calor que daba la salamandra la reanimó.

De Silva, confundido, no le quitaba los ojos de encima, al igual que los dos hombres que lo acompañaban. Juan Cruz captó la mirada libidinosa de sus empleados.

—Espérenme afuera —ordenó en un tono acerado.

Los hombres abandonaron la barraca con la cabeza baja, conscientes de su indiscreción.

—Tú también, Eliseo.

Se quedaron solos. Fiona sintió que un escozor de placer le recoma el cuerpo. La mirada devoradora de de Silva la hizo estremecerse; sabía que lo había enfurecido yendo basta allí, pero era imperioso que hablaran. Juan Cruz no pensaba lo mismo. Se aproximó, la tomó entre sus brazos y la besó con pasión. Como siempre, la reacción de su esposo la desconcertó; finalmente, se relajó, y una vez más se entregó a él sin ofrecer la menor resistencia.

—Dios mío... —musitaba de Silva—. No había reparado en cuánto te extrañaba, mi amor...

Mientras acariciaba todo su cuerpo, desbordado por el deseo, su boca arremetía contra la de ella. De pronto, comenzó a hundir el rostro en su cabellera, como si quisiera embriagarse con el perfume de su piel. El perfume de su piel... ¿Había algo más excitante para él que el aroma de la piel de Fiona? Esa delicia en su nariz hacía desaparecer como por arte de magia la podredumbre que lo rodeaba. Ella era su solaz, el recreo más deseado después de la faena, el mejor premio después de la lucha.

—Por favor... Señor... Yo...

Sabía que no debía olvidar el motivo que la había llevado hasta ese sitio, pero no lo lograba; no podía deshacerse de la atracción de Juan Cruz. Unos minutos más y de Silva le habría hecho el amor en uno de los catres del cobertizo; pero era imposible, se dijo; sus hombres estaban afuera, junto a Eliseo. Y Maria estaba aguardando en el carruaje. Debía controlarse.

—¿Qué haces aquí? —susurró sin apartar los labios de los de ella.

—Necesitaba hablar con usted... señor.

Tenía las manos alrededor del cuello de de Silva y sentía las de él ajustándole la cintura. Poco a poco, Juan Cruz la fue apartando.

—¿Qué sucedió? —preguntó preocupado.

—¿Cómo, señor? ¿No sabe usted lo que pasó? Camila... Camila O'Gorman, mi amiga.

—Sí, ya me enteré —afirmó Juan Cruz.

—Tenemos que hacer algo, señor. He venido hasta aquí para pedirle que hable con el gobernador.

De Silva se echó bruscamente hacia atrás y la miró con dureza.

—Debes saber una cosa, Fiona... —Miró al suelo antes de continuar—. Camila está embarazada.

Fiona ahogó un gemido, aterrada. De Silva se acercó otra vez a ella.

—Vamos. Fiona —dijo con pesadumbre—. Mejor será que te lleve a casa.

Juan Cruz entró en el dormitorio de Fiona y la encontró llorando. Estaba sentada en un taburete y su cabeza se movía al ritmo desigual de sus sollozos.

La llamó desde la puerta. La vio girar sobre sí y mirarlo. Entre suspiros, le indicó que pasara.

De Silva se acercó lentamente, como si temiera espantarla, y se acuclilló delante de ella.

—Vamos, Fiona, no llores. Algo haremos por ella.

Fiona lloró con más ganas aún. Juan Cmz le corría los mechones y le secaba las lágrimas con la punta del dedo.

—Es que... Es que... No deseo que... que nada malo... le suceda... Ella es mi mejor amiga, señor.

Por fin, pareció comenzar a calmarse. Juan Cruz la tomó por los hombros, atrayéndola hacia él.

—Vamos, pequeña. Ven; recuéstate e intenta descansar.

No podía verla así. Le rompía el corazón. La recostó sobre el lecho, y le quitó la bata y los escarpines. La tapó con la colcha y la arropó.

Fiona, más tranquila, lo contemplaba absorta. Le gustaba sentir el roce de las manos ásperas de Juan Cruz sobre su cuerpo. Le gustaba observarlo. Le gustaba su expresión cuando le sacaba la bata o la cubría con el rebozo. Le gustaba contemplar sus ojos, perdidos en alguna cavilación que, como siempre, ella no podía descubrir. Le gustaba... Le gustaba su esposo como jamás pensó que le gustaría.

—Mañana mismo hablaré con el gobernador por Camila —dijo él, mientras se sentaba en el borde de la cama—. Ahora, trata de domiir.

La besó en la frente. Fiona sintió que se le erizaba la piel.

—Señor... —lo llamó con la voz congestionada.

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