Read Blonde Online

Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Blonde (64 page)

—¿Sí, señorita? ¿En qué puedo servirle? —era una voz de tenor, melancólica pero no acusatoria.

No me culpará. No es de los que juzgan a la gente
.

—Yo… yo… yo… lo la-lamento mucho, señor Henri —dijo Norma Jeane con emoción infantil, tartamudeando—. Parece que le han roto una luna del escaparate. ¿Ha sido un robo? ¿Sucedió anoche? Vivo cerca de aquí y no había visto el agujero antes.

El cariacontecido Henri, un hombre cuya edad Norma Jeane no habría podido adivinar, aunque sabía que no era joven, esbozó una sonrisa llena de amargura.

—Sí, señorita. Fue anoche. No tengo alarma antirrobo. Me decía ¿quién va a querer robar juguetes?

Norma Jeane apretó la correa de su bolso, temblando.

—Es-espero que no se hayan llevado muchas cosas —dijo.

—Me temo que lo hicieron —repuso Henri con rabia contenida.

—Lo siento mucho.

—Se llevaron todos los juguetes que pudieron y eligieron los más caros. Un tren artesanal, una muñeca de tamaño natural pintada a mano y con pelo de verdad.

—¡Oh! Lo lamento.

—Y juguetes más pequeños, muñecos de peluche que cose mi hermana. Ella es ciega —Henri hablaba con serena vehemencia, observando con disimulo a Norma Jeane como quien mira furtivamente al público desde un escenario.

—¿Ciega? ¿Tiene una hermana ciega?

—Sí. Es una modista excelente y cose animalitos guiándose tan sólo por el tacto.

—¿Y también robaron ésos?

—Cinco, además de los otros artículos. Y de romper el escaparate. Se lo he contado todo a la policía, aunque, naturalmente, no tengo ninguna esperanza de que pillen a los ladrones. ¡Los muy cobardes!

Norma Jeane no sabía si Henri se refería a los ladrones o a la policía.

—Pero tendrá seguro, ¿no? —preguntó tras un pequeño titubeo.

—Desde luego, señorita —respondió Henri con aire ofendido—. No soy idiota.

—Bu-bueno, es una suerte.

—Sí, es una suerte. Aunque el seguro no me compensará por los nervios que hemos pasado mi hermana y yo, ni me devolverá la fe en la naturaleza humana.

Norma Jeane sacó el pequeño tigre del bolso. Tratando de pasar por alto la mirada estupefacta de Henri, se apresuró a decir:

—He… encontrado esto en un callejón, detrás del edificio donde vivo. Supongo que es suyo, ¿no?

—Pues sí…

Henri la miraba fijamente, parpadeando con rapidez. Su pálida cara se tiñó de un casi imperceptible color rojo.

—Lo he en-encontrado en el suelo. Me imaginé que se-sería suyo. Pero me gustaría comprarlo. Si no es demasiado caro.

Henri la miró largamente en silencio. Norma Jeane no podía adivinar lo que pensaba, del mismo modo que él, suponía, no podía adivinar lo que pensaba ella.

—¿El tigre? —preguntó—. Es una de las especialidades de mi hermana.

—Está un poco sucio. Por eso me gustaría comprarlo. Quiero decir que… —Norma Jeane rió con nerviosismo—, supongo que ahora no podrá venderlo. Y es tan bonito.

Sujetaba el tigre con las dos manos para que Henri lo viera. Norma Jeane estaba delante del mostrador, a unos treinta o cuarenta centímetros de él, pero Henri no hizo ademán de coger el juguete. Era varios centímetros más bajo que la chica, un hombrecillo que parecía una talla de madera con botones negros a modo de ojos, y orejas y codos puntiagudos.

—Usted es una buena persona, señorita. Tiene buen corazón. Le dejaré el tigre por… —Henri hizo una pausa y sonrió, esta vez con sinceridad, acaso imaginando que Norma Jeane era más joven de lo que era en realidad, una chica de poco más de veinte años, estudiante de teatro o de baile, bonita pero vulgar con su cara redonda e inocente y una piel demasiado pálida sin maquillaje. Con zapatos bajos parecía a un tiempo tetona y varonil. Tan falta de presencia y seguridad en sí misma que jamás triunfaría en el mundo del espectáculo— diez dólares. Costaba quince.

Henri pareció olvidar que el tigre tenía una etiqueta con la cifra 8,98 $ escrita a lápiz.

Rápidamente, aliviada, Norma Jeane sonrió y sacó la cartera.

—No, señor Henri. Gracias. Pero el juguete será para mi primer hijo y quiero pagar el precio íntegro.

La visión

Norma Jeane lo recordaría siempre.

Habían salido a dar uno de sus paseos nocturnos en coche. Un paseo romántico en una noche de primavera en el sur de California. Iban en el Cadillac verde lima, con su ancha rejilla cromada y sus alerones estriados. Como la proa de un barco, la rejilla cromada y el guardabarros delantero navegaban sobre las olas de un oscuro mar salpicado de luces. Cass Chaplin, Eddy G. y su querida Norma. ¡Tan enamorados! El embarazo convirtió a Norma en una mujer aún más hermosa: su bonita piel resplandecía, sus ojos se veían brillantes, claros, lúcidos e inteligentes. El embarazo también había embellecido a los de por sí bellos hombres, haciéndolos más misteriosos, más reservados. Porque nadie conocería su secreto hasta que ellos decidieran hacerlo público. Hasta que Norma Jeane decidiera hacerlo público. Los tres parecían abstraídos, ausentes, como si pensaran en el inminente nacimiento. Reían con ganas, mirándose a los ojos. ¿Era verdad? Sí, era verdad. Verdad, verdad, verdad.

—No es una película —advertía Cass—, sino la vida real.

Eddy G. se había apuntado a Alcohólicos Anónimos y Cass estaba considerando la posibilidad de acompañarlo. ¡Dejar de beber era un paso importante! Pero si le quedaban las drogas… ¿O eso sería hacer trampa? Eddy G. decía sabiamente que éste era el mejor momento para dejar de beber, como había hecho su padre no una, sino muchas veces.

—No me hago más joven. Ni más sano.

El médico de Norma Jeane había calculado que estaba embarazada de cinco semanas, desde mediados de abril.

Le aseguró que su estado de salud era excelente. Sus únicas dolencias eran las que acompañaban las abundantes menstruaciones, pero ahora no tendría la regla durante una temporada. ¡Qué bendición!

—Eso sólo ya es una suerte. No es sorprendente que me sienta tan feliz.

Dormía bien sin tomar somníferos. Hacía ejercicio. Hacía media docena de comidas frugales al día, apurando con voracidad sobre todo cereales y fruta, y muy de vez en cuando tenía náuseas. No podía comer carnes rojas y le daban asco las grasas.

Los muchachos la llamaban «mamaíta» en lugar de «Pescadito» (al menos a la cara). ¡Estaban encantados con ella! La adoraban. Era el vértice femenino del indivisible triángulo. Había pasado miedo; sí, se le había cruzado por la cabeza la posibilidad de que sus amantes la abandonaran, pero no lo habían hecho y era evidente que no tenían intenciones de hacerlo. Porque hasta ahora no habían estado enamorados de las mujeres a las que habían dejado embarazadas, o que les habían hecho creer que las habían dejado embarazadas. Tampoco ninguna de las mujeres que habían mantenido relaciones íntimas con ellos se había negado a abortar. Norma Jeane era diferente; no se parecía a las otras.

Puede que también le tuviéramos miedo. Empezábamos a pensar que no la conocíamos
.

Cass conducía, llevando el coche por calles casi desiertas bajo la luz de la luna. Norma Jeane, acurrucada entre sus apuestos amantes, nunca se había sentido tan contenta. Tan feliz. Cogió la mano de Cass y la de Eddy G. y apretó las palmas húmedas sobre su vientre, donde crecía el bebé.

—Pronto sentiremos los latidos de su corazón. ¡Ya veréis!

Iban hacia el norte por La Ciénaga y habían dejado atrás Olympic Boulevard y Wilshire. Al llegar a Beverly, Norma Jeane pensó que Cass torcería hacia el este para llevarlos a casa, pero continuó hacia el norte, rumbo a Sunset Boulevard. Por la radio del coche sonaba música romántica de los años cuarenta:
I Can Dream, Can’t I?, I’ll Be Loving You Always
. Hicieron una pausa de cinco minutos para las noticias, la principal de las cuales era que habían encontrado otra chica violada y asesinada, una «aspirante a modelo» desaparecida en Venice unos días antes que por fin había aparecido, desnuda y envuelta en una lona, cerca del muelle de Santa Mónica. Norma Jeane se quedó paralizada. Eddy G. cambió de emisora. No era una noticia nueva, ya la habían pasado el día anterior. Norma Jeane no reconoció el nombre de la chica; no lo había oído antes. Eddy G. sintonizó otra emisora de música pop y escucharon a Perry Como cantando
The Object of My Affection
. Silbó al son de la música, acurrucándose contra el cuerpo de Norma Jeane, que ahora parecía más cálido y reconfortante.

Era extraño: Norma Jeane nunca habló con Cass y Eddy G. de su visita a H
ENRI’S
T
OYS
, a pesar de que los Dióscuros habían prometido que entre ellos no habría secretos.

—¿Adónde nos llevas, Cass? Quiero ir a casa. El bebé tiene sueño.

—Quiero que el bebé vea una cosa. Espera.

Él y Eddy G. parecían intuir que Norma Jeane empezaba a inquietarse. Y que tenía sueño. Como si el bebé estuviera absorbiéndola, conduciéndola a su silencioso espacio oscuro que precedía al tiempo.
Antes de que el universo comenzara, yo existía. Y tú conmigo
.

Estaban en Sunset y giraban hacia el este. Norma Jeane detestaba ese barrio desde hacía años, pues había pasado por allí en tranvía rumbo a sus clases o audiciones en La Productora, hasta la fatídica mañana en la que le rescindieron el contrato. En Sunset Boulevard siempre había tráfico. Un continuo río de coches, como naves surcando la laguna Estigia. Y ahora, por encima de sus cabezas, comenzaba una sucesión de vallas publicitarias iluminadas. ¡Películas! ¡Las caras de las estrellas! Y la valla publicitaria más alta y espectacular de todas era la de
Niágara
, con su superficie de casi diez metros de ancho ocupada por la protagonista femenina, la rubia platino de cuerpo voluptuoso, hermosa y provocativa cara, sugerentes y brillantes labios rojos, una imagen tan fascinante que en Los Ángeles circulaba el chiste de que demoraba el tráfico, cuando no hacía que se colapsara por completo.

Naturalmente, Norma Jeane había visto carteles de
Niágara
. Pero se resistía a mirar aquella infame valla.

Eddy G. dijo con entusiasmo:

—¡Norma! Puedes mirar o no, pero…

—Ahí está —interrumpió Cass—: Marilyn.

Marilyn

1953 - 1958

«Famosa»

Construya mentalmente un círculo de luz y atención. No permita que su concentración vaya más allá de ese espacio. Si comienza a perder el control, reclúyase rápidamente en un círculo más pequeño.

K
ONSTANTIN
S
TANISLAVSKI
,

Un actor se prepara

Norma Jeane jamás habría imaginado este año de maravillas, 1953. El año en que Marilyn Monroe se convirtió en una estrella y Norma Jeane se quedó embarazada.

—¡Soy tan feliz! Todos mis sueños se han hecho realidad.

Precipitándose sobre ella como las violentas y urticantes olas que rompían en la playa de Santa Mónica cuando era niña. Las recordaba tan vívidamente como si hubiera sido ayer. Pero pronto sería madre y su espíritu sanaría. Pronto silenciaría aquella voz de metrónomo.

Allí donde estés, estaré yo. Incluso antes de que llegues al lugar adonde te diriges, yo estaré allí, esperando
.

—No puedo aceptar el papel. Lo lamento… Sí, ya sé que una oportunidad como ésta se presenta una sola vez en la vida, pero ocurre lo mismo con todo lo demás.

El papel era el de Lorelei Lee en
Los caballeros las prefieren rubias
, la comedia musical de Anita Loos. Una obra que llevaba mucho tiempo en cartel en Broadway y cuyos derechos había comprado La Productora especialmente para Marilyn Monroe, que desde el estreno de
Niágara
era la más rentable de las actrices en plantilla.

—¿Piensas rechazarlo? —preguntó su agente con incredulidad—. No te creo, Marilyn.

No te creo, Marilyn
. Norma Jeane esbozó la engolada frase con los labios. Era una pena que se encontrara sola, que Cass y Eddy G. no estuvieran allí para reír con ella. No respondió. Su agente hablaba con rapidez. Para él, ella era únicamente Marilyn, una mujer que no le caía bien y le inspiraba temor. A diferencia del señor Shinn, no la quería. A sus espaldas, ella lo llamaba Rin-Tin-Tin, porque era un individuo inquieto, peludo y gritón, un joven viejo ferozmente ambicioso y astuto sin ser inteligente; Rin-Tin-Tin era servil con los poderosos y déspota y prepotente con los demás, sus jóvenes empleadas, los dependientes, los camareros y los taxistas. ¿Cómo era posible que el extraordinario I. E. Shinn hubiera desaparecido y que Rin-Tin-Tin ocupara su lugar?
¿Cómo voy a confiar en ti si no me quieres?

Ahora que Marilyn Monroe se había hecho «famosa», Norma Jeane no podía fiarse de nadie que no la hubiera conocido y querido antes. Cass Chaplin le había advertido que se le pegarían como lapas.

—Uno de los dichos favoritos de mi padre es: «Quien tiene millones de dólares tiene millones de amigos».

Aunque Norma Jeane nunca tendría millones de dólares, la gente veía la «fama» como una especie de fortuna que uno podía dilapidar caprichosamente. La «fama» era un incendio que no controlaba nadie, ni siquiera los jefes de La Productora, que se atribuían el mérito de haber encendido la chispa. ¡Le enviaban flores! La invitaban a comer, a cenar, a las fiestas que celebraban en sus lujosas mansiones de Beverly Hills.
Sin embargo, siguen pensando que soy una cualquiera
.

En la fiesta que siguió al estreno de
Niágara
, Norma Jeane, que ciertamente no era Rose pero había tomado unas cuantas copas de champán, se había dirigido al señor Z con el tono suave y burlón de Rose: ¿Recuerda aquel día de septiembre de 1947? Yo era casi una niña y ¡tenía tanto miedo! Todavía no me habían cambiado el nombre. Usted me invitó al apartamento que estaba detrás de su despacho para que viera su colección de pájaros disecados, su «aviario». ¿Recuerda que me hizo daño, señor Z? ¿Recuerda que me hizo sangrar? ¿Que me obligó a ponerme a cuatro patas? ¿Recuerda que me gritó? Fue hace años. Después me rescindió el contrato. ¿Lo recuerda?

Z miró fijamente a Norma Jeane y movió la cabeza con perplejidad. No. Se humedeció los labios, incómodo, dejando entrever el brillo de su dentadura postiza. Aunque tenía cara de murciélago, la extraña textura granulada de su piel, sobre todo en la calva de aspecto ajado, era más propia de una lagartija. Ahora negaba con la cabeza, no, no. Los crueles ojos amarillentos estaban opacos.

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