—Bienvenida a Los Ángeles, Norma.
—Dios, no sabes cuánto te hemos echado de menos. Prométenos que no volverás a dejarnos.
Mientras Norma Jeane batallaba con las rosas llenas de espinas, Cass y Eddy G. caminaban a su lado, riendo y charlando animadamente. Hacían planes para esa noche y para la siguiente. Celebrarían por adelantado el éxito de
Niágara
.
—Walter Winchell dice que será un bombazo.
Se abrían paso entre la multitud que atestaba la terminal, llamativos y exhibicionistas como pavos reales. Norma Jeane procuraba eludir los ojos de los desconocidos que los miraban con expectación y curiosidad. La gente se detenía en seco para verlos pasar.
La joven había dejado el Cadillac verde lima a Cass y Eddy G., que lo habían aparcado fuera del aeropuerto. Al salir, vio un largo y profundo arañazo en el guardabarros trasero y pequeñas abolladuras en la parrilla de cromo. Rió y no hizo ningún comentario al respecto.
Eddy G. se puso al volante y Norma Jeane se apretujó entre sus dos amantes en el asiento delantero. La capota estaba bajada. El aire cargado de azufre irritaba los ojos de Norma Jeane. Mientras aceleraba entre el tránsito, Eddy G. cogió la mano de la chica y la puso sobre su entrepierna. Cass cogió la otra mano de Norma Jeane y la depositó a su vez sobre su abultado pene.
Pero lo cierto es que no me conocen. No me reconocieron
.
La promesa
. Sucedió de algún modo: el Château Mouton-Rothschild de 1931 resbaló entre los dedos de él, que había conseguido la botella a través de un amigo de un amigo de un amigo, en cuya amplia y cavernosa bodega de Laurel Canyon Drive podía pasar inadvertida tan misteriosa desaparición, y, maldita fuera, todavía quedaban dos tercios del contenido. El vidrio estalló. Pequeños fragmentos de cristal volaron por el suelo de madera como pensamientos demoníacos. El olor agrio y penetrante del vino se percibiría durante meses.
—¡Oh, Dios! Perdóname.
Quienquiera que fuese, fue perdonado. Pegajosos besos de ensueño. Aquellos ojos angustiados, llenos de amor. Era imposible no reír ante semejantes ojos, ante semejante belleza. Perdidos en un éxtasis interminable. Eran lo bastante jóvenes —y el Dexamyl contribuía lo suyo— para hacer el amor eternamente. No había droga más dulce que el amor. Otros colocones eran interiores, cerebrales, pero hacer el amor era una experiencia compartida, ¿no? Al menos casi siempre.
—¡Ay! Me duele. Lo siento. No pue-puedo evitarlo.
No había cortinas en las ventanas abiertas de par en par al cielo. Incluso con los ojos cerrados, uno sabía si era un día despejado, típico del sur de California, o un día nublado; si era el alba, el atardecer, una noche estrellada, una oscura noche encapotada o «el gran mediodía», como decía Cass, citando a su Zaratustra, su gran amor de la adolescencia. («Pero ¿quién es Zaratustra? —preguntó Norma Jeane a Eddy G.—. ¿Deberíamos conocerlo?». Eddy G. se encogió de hombros y respondió: «Claro. Supongo que sí. Aquí, tarde o temprano, conoces a todo el mundo. A veces los nombres cambian, pero una vez que los conoces, los conoces».) En
Hollywood Tatler, Hollywood Reporter, L. A. Confidential
y
Hollywood Confidential
publicaban fotografías de estos tres jóvenes hermosos. En las páginas de cotilleos.
T
RES JÓVENES DE JARANA
: C
HARLIE
C
HAPLIN
J
R
.,
E
DWARD
G. R
OBINSON
J
R
.
Y LA ATRACTIVA RUBIA
M
ARILYN
M
ONROE
:
¿
UN MÉNAGE À TROIS
?
Qué vulgaridad, dijo Cass. Qué falta de escrúpulos, dijo Eddy G. Marilyn es una actriz seria, observó Cass. Eddy G. comentó que detestaba sobre todo esa foto suya en la que parecía un gilipollas: salía con la boca abierta como si estuviera jadeando. Sin embargo, recortaron las imágenes más morbosas y las pegaron en las paredes. Cuando aparecieron en la portada de
Hollywood Confidential
, bailando los tres juntos en un bar del Strip, Cass y Eddy G. compraron una docena de revistas y pegaron las tapas en la puerta de la habitación de Norma Jeane. La joven rió de la vanidad de los muchachos. Ellos, por su parte, se burlaron despiadadamente de su compañera.
—¿Es ésta la rubia atractiva? ¿O ésta? —preguntaron manoseándole las nalgas y la vagina.
Norma Jeane chilló y se soltó. El solo contacto con ellos, con sus dedos firmes y hábiles, con el calor de sus caras, hacía que se derritiera. Ah, parecía un cliché, pero era la pura verdad.
Era Norma Jeane quien animaba a los muchachos cuando necesitaban que los animaran, un hecho frecuente después de sus largas noches de juerga y sus días ajetreados. O cuando Eddy tuvo un accidente con un Jaguar prestado. Cuando el número de plaquetas en la sangre de Cass descendió alarmantemente y tuvieron que hospitalizarlo durante tres días infernales. Cuando Eddy G., que interpretaba a Horacio en una producción local de
Hamlet
y había sido elogiado por la prensa de Los Ángeles, despertó una tarde «con la mente en blanco, como si se la hubieran lavado con una manguera», y no pudo trabajar en la función de esa noche ni en ninguna de las siguientes. Cuando Cass se torció el tobillo en la primera semana de ensayos de un musical de la Metro en el que había conseguido un papel en el coro.
—Fue un accidente. No me vengáis con puñeteras interpretaciones freudianas.
Norma Jeane los cuidaba y los escuchaba. A menudo pasaba por alto sus palabras hirientes. Porque lo que le decían era menos importante que el hecho de que le hablaran con sinceridad y sin subterfugios, apretándole la mano, mirándola a los ojos.
—Ah, Norma, creo que te quiero —dijo Eddy G., con su cara de niño malcriado súbitamente fruncida como la de un niño al borde de las lágrimas—. Siento celos de ti y de Cass. Siento celos de cualquiera que te mire. Si pudiera amar a una mujer, ésa serías tú.
Y allí estaba Cass, con sus maravillosos ojos, el primer amor verdadero de Norma Jeane.
Esos ojos. Ningún otro hombre tiene unos ojos tan bellos
. Los había visto por primera vez cuando era una niña, la Norma Jeane desaparecida tiempo atrás, maravillada por todo aquello que descubría, y que no tenía palabras para describir, en la misteriosa y atractiva vida de su madre.
—¿Norma? Cuando dices que me quieres o simplemente cuando me miras, ¿a quién ves en realidad? ¿Lo ves a
él
?
—No, no. ¡Te veo sólo a ti!
Qué elocuentes eran, qué ingeniosos e inspirados, qué bien se expresaban Cass Chaplin y Eddy G. cuando hablaban de sus famosos / infames padres.
—Unos padres que devoran a sus hijos como Cronos —decía Cass con la cara pálida de odio.
(«¿Quién es Cronos?», preguntó Norma Jeane a Eddy G., porque no quería que Cass se enterara de lo inculta que era. «Creo que es un rey de la antigüedad —respondió Eddy G. sin convicción—. O no, espera, me parece que es Jehová en griego. Sí, es la palabra griega para decir Dios. Estoy seguro».) En Hollywood había muchos hijos de celebridades y la mayoría parecían víctimas de un cruel encantamiento. Cass y Eddy G. los conocían a todos. Tenían apellidos ilustres (Flynn, Garfield, Barrymore, Swanson, Talmadge) que pesaban sobre ellos como si se tratara de un defecto físico. Parecían verdes e inmaduros, pero tenían ojos de ancianos. Desde muy pequeños eran expertos en la ironía. Rara vez los sorprendían los actos crueles, incluidos los propios, pero un simple gesto de cortesía o generosidad podía conmoverlos hasta las lágrimas.
—No debes ser buena con nosotros —advertía Cass.
—Desde luego —convenía Eddy G. con vehemencia—. Sería como alimentar a una cobra. Yo no me acercaría a mí mismo ni con una vara de tres metros.
—Por lo menos vosotros tenéis padres —señalaba Norma Jeane—. Sabéis quiénes sois.
—Ése es el problema —replicaba Cass, irritado—. Ya sabíamos quiénes éramos antes de nacer.
—Cass y yo somos víctimas de una doble maldición —observó Eddy G.—, porque tenemos el mismo nombre de unos individuos que no querían que naciéramos.
—¿Cómo sabéis que no querían que nacierais? —preguntó Norma Jeane—. No podéis fiaros de lo que os dijeron vuestras madres. Cuando el amor termina y una pareja se separa…
—¡El amor! —tanto Cass como Eddy G. resoplaron con desdén—. ¿Hablas en serio? Mira al Pescadito, hablándonos de esa patraña del amor.
—No me gusta que me llaméis Pescado —dijo Norma Jeane, ofendida.
—Y a nosotros no nos gusta que nos digas cómo deberíamos sentirnos —respondió Cass, acalorado—. Tú nunca conociste a tu padre, así que eres libre para inventarte a ti misma. Y estás haciendo un trabajo excelente, Marilyn Monroe.
—¡Es verdad! ¡Eres libre! —exclamó Eddy G. Con su característica impulsividad infantil, cogió la mano de Norma Jeane y poco faltó para que le fracturara los dedos—. No llevas el nombre del cabrón que te concibió. Tu nombre, Marilyn Monroe, es completamente falso. Me encanta. Es como si te hubieras parido a ti misma.
Hablaban con ella, pero no le hacían el menor caso. Sin embargo, Norma Jeane sabía que cuando no estaba presente, ellos no hablaban con tanta seriedad. Se limitaban a beber o fumar hierba.
—Si yo pudiera parirme a mí mismo, volvería a nacer —afirmó Cass con voz estentórea—. Me redimiría. Los hijos de los «grandes» jamás nos sorprendemos a nosotros mismos, porque todo lo que somos capaces de hacer ya se ha hecho, y mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros —no hablaba con amargura, sino con un aire de noble resignación, como un actor recitando a Shakespeare.
—¡Exactamente! —convino Eddy G.—. Si tenemos talento para algo, nuestros padres siempre tienen más —rió y dio un codazo a Cass en las costillas—. Claro que mi viejo es una mierda en comparación con el tuyo. No hizo más que dos grandes pelis de gánsteres. Cualquiera puede imitar su sonrisa. Pero Charlie Chaplin… En un tiempo, era prácticamente un rey. Y ganó un pastón.
—Joder, ya te he dicho que no hables de mi padre —dijo Cass—. No sabes una mierda de él ni de mí.
—No seas capullo, Cassie, ¿qué diferencia hay entre tú y yo? Mi viejo me gritaba cada vez que lloraba o me meaba encima. Una vez, cuando yo tenía cinco años y ya estaba chalado, me lancé sobre él porque le estaba gritando a mi madre y el cabrón me arrojó al otro lado de la habitación de una patada. Mi madre lo contó en el juicio de divorcio y lo demostró con radiografías.
—Pues yo tuve que testificar en el juicio de divorcio porque mi madre estaba demasiado borracha para presentarse.
—¿Tu madre? ¿Y qué me dices de la mía?
—Por lo menos la tuya no está loca.
—¿Hablas en serio? Tú no sabes una puñetera mierda de mi madre.
Discutían con acaloramiento y grosería, como si fueran hermanos. Norma Jeane trataba de razonar con ellos, al estilo de June Allyson en aquellas películas de los años cuarenta donde la mujer podía hacer que prevaleciera la razón si además era guapa y se indignaba.
—¡Cass! ¡Eddy! No os entiendo a ninguno de los dos. Tú eres un actor excelente, Eddy; te he visto trabajar. Te inspiran los papeles serios y el lenguaje poético: Shakespeare, Chéjov. Lo tuyo no son las películas sino el teatro. Y allí es donde se demuestra el verdadero talento para la interpretación. Pero te rindes enseguida; esperas demasiado de ti mismo y finalmente te das por vencido. Y tú, Cass, eres un bailarín extraordinario —hablaba cada vez más rápido mientras los hombres la miraban en un silencio desdeñoso. Sus caras estaban tan vacías de expresión como las efigies de los monumentos funerarios—. ¡Tú eres la música en movimiento, Cass! Igual que Fred Astaire. Y tus coreografías son preciosas. Los dos sois…
De repente se sorprendió de la vacuidad de sus palabras, aunque sabía que eran veraces. ¡No exageraba! En ciertos círculos, los hijos de Charlie Chaplin y de Edward G. Robinson tenían fama de «superdotados», aunque también de «malditos». Porque el talento no sirve de nada sin otras cualidades: valor, ambición, perseverancia y fe en uno mismo. Por desgracia, los dos carecían de estos atributos.
—¿Así que yo tengo condiciones para la interpretación? —preguntó Eddy G. con sarcasmo—. ¿Y qué es la «interpretación», bonita? Una mierda. Todos los actores son una mierda. Su padre, mi padre, los malditos Barrymore, la puta de la Garbo. Son caras, nada más. Un público lleno de gilipollas mira estas caras y se produce una especie de puñetera magia. Cualquiera que tenga la estructura ósea adecuada puede actuar.
—Eh, Eddy —interrumpió Cass—. Eso sí es una gilipollez. ¡Una gilipollez como una catedral!
—Te digo que cualquiera puede actuar —repitió Eddy G. con vehemencia—. Es una farsa. Un chiste. Te subes ahí arriba, sigues las instrucciones del director y recitas tu texto. Eso lo hace cualquiera.
—Claro —convino Cass—. Pero no cualquiera lo hace bien.
Eddy G. se volvió hacia Norma Jeane y con súbita crueldad dijo:
—Díselo, nena. Tú eres una «actriz». Es una estupidez, ¿verdad? Sin ese culo y esas tetas, no serías nada y lo sabes.
No esa noche, sino otra. Esta noche. Cuando celebraban su llegada de las cataratas del Niágara. En el lugar que había sido su apartamento «nuevo» y que ahora estaba desordenado y olía mal incluso antes de que el Château Mouton-Rothschild se rompiera en el suelo del salón y lo dejaran tal cual porque era demasiado trabajo limpiarlo. Pero tenían una botella de champán francés, y Cass insistió en abrirla él. Llenó las copas hasta el tope, de modo que las burbujas de champán les hacían cosquillas en los dedos. Cass y Eddy G. levantaron galantemente las copas en honor a Norma Jeane:
—Nuestra Norma ha vuelto con nosotros, donde debe estar.
—Nuestra Marilyn, que es preciosa.
—Y que sabe actuar.
—Oh, sí. ¡Y también follar!
Los hombres rieron, aunque sin maldad. Norma Jeane bebió y rió con ellos. Ella infería que no la consideraban gran cosa en el aspecto sexual. Quizá todos los hombres preferían a otros hombres, o lo harían si tuvieran la opción; naturalmente, los hombres sabían lo que les gustaba a otros hombres, mientras que Norma Jeane no tenía idea. De modo que rió y bebió. Era más sensato reír que llorar. Más sensato reír que no reír. Los hombres la adoraban cuando reía, incluso Cass y Eddy G., que la veían de cerca y sin maquillaje. El champán era su bebida favorita. El vino le daba dolor de cabeza, pero el champán le aclaraba la mente y la animaba. ¡A veces se sentía tan triste! Aunque se había entregado en cuerpo y alma a Rose Loomis y parecía saber (sin vanidad, sin euforia) que
Niágara
sería un éxito gracias a ella, que la lanzaría en su carrera, de todos modos se sentía tan triste a veces… Bueno, el champán era la bebida de su boda. Describió la boda a Cass y Eddy, que la escucharon y rieron. Ellos, que eran contrarios al matrimonio, que detestaban las bodas, disfrutaban con sus anécdotas. El traje prestado, que se había manchado dos veces. El dolor que había sentido en su primera «relación sexual». Su joven y enardecido marido moviéndose de arriba abajo, sacudiéndose, sudando, gimiendo, resollando y jadeando. En el transcurso de su breve matrimonio, el olor a medicina de los resbaladizos preservativos. Y el viejo Hirohito, con su macabra mueca, sobre la radio.