—No me divierto posando sola, Bucky. Venga.
Pero él se encogió de hombros y dijo:
—¿Qué interés iba a tener en mirarme a mí mismo?
Después, Bucky quiso tomar fotos de Norma Jeane en la intimidad del dormitorio. Fotos de «antes» y «después».
«Antes» era Norma Jeane como siempre. Primero completamente vestida; luego, parcialmente desvestida, y por fin desnuda. Desnuda en la cama con una sábana sugestivamente echada sobre los pechos, una sábana que él iría retirando poco a poco hasta tomar fotografías de Norma Jeane en posturas incómodas y pícaras.
—Vamos, muñeca, sonríe a papá. Ya sabes cómo.
Norma Jeane no sabía si debía sentirse halagada o turbada, excitada o avergonzada. Le dio un ataque de risa y se tapó la cara. Cuando recuperó la compostura, Bucky seguía esperando pacientemente, enfocándola con la cámara.
¡Clic!, ¡clic!, ¡clic!
—Ven, papá. Ya es suficiente. Me siento sola en esta cama tan grande.
Pero cuando abrió los brazos a modo de invitación, Bucky se limitó a retratarla una vez más.
Cada
clic
del disparador era una astilla de hielo clavándose en su corazón. Como si al mirarla a través del objetivo no la estuviera viendo a
ella
.
Pero el «después» fue peor. Fue humillante. Para las fotos de «después», Norma Jeane debía usar una peluca cobriza, al estilo de Rita Hayworth, y la ropa interior de encaje negro que Bucky le había comprado. Ante su alarma, él fue más allá aún y la maquilló, exagerando las cejas y la boca, «realzando» incluso los pezones con un pintalabios rojo cereza que aplicó con un pincel pequeño, haciéndole cosquillas. Norma Jeane resopló, incómoda.
—¿Ese maquillaje es de la funeraria? —preguntó.
Bucky frunció el entrecejo.
—No —respondió—. Lo compré en una tienda de artículos de broma en Hollywood.
Pero el maquillaje tenía el inconfundible olor del líquido de embalsamar con una nota dulzona a ciruelas demasiado maduras.
Bucky no pasó mucho tiempo tomando fotos de «después». Enseguida se excitó, dejó la cámara y se desnudó.
—Ay, nena. Muñeca. Se-ñor.
Estaba tan agitado como si acabara de nadar en las aguas de Topanga. Quería hacer el amor, quería hacerlo de inmediato, y manipulaba torpemente un condón mientras Norma Jeane lo miraba con la inquietud de un paciente que observa a su cirujano.
Tenía la impresión de que su cuerpo entero se había sonrojado. La voluminosa peluca de ondas cobrizas que caía sobre sus hombros desnudos, las bragas y el sostén de encaje negro que no eran más que minúsculos retazos de tela…
—Esto no me gusta, papá. No me parece bien.
Nunca había visto en la cara de Bucky Glazer una expresión como la de ahora. Parecía la célebre foto de Valentino en el papel de jeque. Norma Jeane prorrumpió en sollozos y Bucky preguntó con brusquedad:
—¿Qué pasa?
—Esto no me gusta, papá —respondió ella.
Bucky acarició el pelo de la peluca y le pellizcó un pezón rojo y tumescente a través del tejido transparente del sostén.
—Claro que sí, pequeña. Te gusta.
—No. No es lo que quiero.
—Vamos. Apuesto a que tu cosita está lista. Apuesto a que está mojada.
Sus dedos ásperos e indiscretos hurgaron entre los muslos de la joven, que dio un respingo y lo empujó.
—No, Bucky. Me haces daño.
—Venga ya, Norma Jeane. Nunca te ha hecho daño. Te encanta. Admítelo.
—Ahora no me gusta. No me gusta nada.
—Es divertido.
—No lo es. Me da vergüenza.
—Por Dios, estamos casados —se exasperó Bucky—. Llevamos un año casados. Una eternidad. Los hombres hacen muchas cosas con sus esposas y no hay nada de malo en ello.
—Yo creo que sí. Te digo que me duele.
—Ya te he dicho que otros también lo hacen —replicó Bucky perdiendo la paciencia.
—Nosotros no somos otros. Somos nosotros.
Con la cara encendida, Bucky empezó a tocar de nuevo a Norma Jeane, esta vez con más fuerza; cuando habían discutido y él la tocaba, ella, casi siempre se ablandaba al primer roce, sometiéndose como un conejo capaz de entrar en trance en cuanto comienzan a acariciarlo rítmicamente y con firmeza. Bucky la besó y ella le devolvió el beso. Pero cuando quiso quitarle el sostén y las bragas, Norma Jeane lo apartó. Arrojó al suelo la espectacular peluca, que olía a fibra sintética, y se frotó la cara para quitarse el maquillaje hasta que sus labios quedaron pálidos e hinchados. Hilillos de lágrimas y rímel se deslizaban por sus mejillas.
—Ay, Bucky. Estas cosas me dan mucha vergüenza. Hacen que no sepa quién soy. Creía que me querías.
Empezó a temblar. Bucky se acuclilló a su lado, con la cosa grande bamboleándose ahora a media asta, el condón arrugado en la punta, y la miró como si la viera por primera vez. ¿Quién coño se creía que era esa chica? En esos momentos, con la cara húmeda y manchada, ni siquiera le parecía guapa. ¡Una huérfana! ¡Una niña abandonada! ¡Una más entre los miserables hijos adoptivos de los Pirig! Su madre había sido declarada oficialmente loca y no tenía padre, así que ¿de dónde sacaba esas ínfulas? ¿Cómo se atrevía a sentirse superior a él? De repente, Bucky recordó lo mucho que lo había irritado unas noches antes en el cine, mientras veían a Abbott y Costello en
Pardon My Sarong
: él había estado a punto de mearse de risa, había hecho vibrar la fila entera de asientos con sus carcajadas, pero Norma Jeane, que tenía la cabeza apoyada sobre su hombro, se había puesto rígida y con esa vocecilla suya de niñata había dicho que no les veía la gracia a esos actores. («¿No crees que el gordo es retrasado? ¿Está bien reírse de un retrasado?») Bucky estaba furioso, pero se limitó a hacer oídos sordos a su pregunta. Aunque habría querido gritar:
¡Caray, la gracia de Abbott y Costello es precisamente que tienen gracia! ¿Es que no oyes al público reír como hienas?
—Puede que esté cansado de quererte. Tal vez necesite un cambio de vez en cuando.
Furioso, con su orgullo masculino herido, Bucky se bajó de la cama, se puso apresuradamente los pantalones y la camisa y salió del apartamento dando un portazo para que lo oyeran los fisgones de los vecinos. En el piso de al lado vivían seis mujeres de soldados, mujeres hambrientas de sexo que lo miraban con coquetería cada vez que se cruzaban con él y que con toda seguridad en ese momento tendrían la oreja pegada a la pared. Estupendo; que escucharan. Norma Jeane se asustó y lo llamó:
—¡Bucky! ¡Vuelve, cariño! ¡Perdóname! —pero en el tiempo que tardó en ponerse la bata y correr tras él, Bucky había desaparecido.
Conducía el Packard sin rumbo. El depósito de gasolina estaba casi vacío, pero le daba igual. Habría ido a ver a Carmen, su ex novia, de no ser porque le habían dicho que se había mudado y no tenía su nueva dirección.
Sin embargo, las fotografías fueron toda una sorpresa. ¿
Ésa
era su mujer, Norma Jeane? Pese a que mientras Bucky la fotografiaba ella parecía a punto de morir de vergüenza, algunas de las fotos mostraban a una chica osada y coqueta con una sonrisa pícara y provocativa; aunque Bucky sabía que su mujer se había sentido verdaderamente incómoda, se convenció de que, al menos en algunas de las fotografías, daba la impresión de haber disfrutado «exhibiendo su cuerpo como una puta cara».
Las fotografías de «después» intrigaron especialmente a Bucky. En una de ellas, Norma Jeane aparecía tendida de lado en la cama, el cabello cobrizo cayendo sensualmente sobre la almohada, los ojos entornados en expresión soñolienta y la punta de la lengua asomando entre unos labios que el pincel de Bucky había transformado en carnosos y lascivos.
Como un clítoris que sobresale entre los labios de la vagina
. Los pezones erectos de Norma Jeane se veían a través del transparente sostén negro y la imagen de su mano alzada delante del vientre estaba movida, como si estuviera a punto de acariciarse lujuriosamente o acabara de hacerlo. Bucky sabía que la pose había sido accidental, que la había empujado para que adoptara esa postura sensual y que ella intentaba incorporarse, pero ¿qué más daba?
—Se-ñor.
Imaginó que aquella chica exótica y hermosa era una desconocida y sintió una punzada de deseo.
Seleccionó media docena de fotos, aquellas en las que Norma Jeane estaba más
sexy
, y se las enseñó con orgullo a sus compañeros de Lockheed. Tuvo que alzar la voz para que le oyeran por encima del casi ensordecedor bullicio de la fábrica:
—Esto es estrictamente confidencial, ¿de acuerdo? Ha de quedar entre nosotros.
Los hombres asintieron con la cabeza. ¡La expresión de sus caras! Estaban
estupefactos
. Todas las fotografías eran de Norma Jeane con la peluca cobriza a lo Rita Hayworth y la ropa interior negra.
—¿
Ésta
es tu mujer? ¿Tu
mujer
?
—¿
Tu
mujer? ¡Caray, Glazer, qué suerte tienes!
Silbidos y risas cargadas de envidia. Tal como Bucky había previsto. Aunque Bob Mitchum no reaccionó como él esperaba. Bucky se quedó de una pieza cuando Mitchum miró rápidamente las fotos, hizo una mueca de disgusto y dijo:
—Hay que ser un hijo de puta para enseñar fotos como éstas de tu propia esposa.
Y antes de que Bucky pudiera detenerlo, las rompió en pedazos. Si el capataz no hubiera estado cerca, se habrían enzarzado en una pelea.
Bucky se alejó, enfurruñado. Y furioso. Mitchum le tenía envidia. Quería ser actor en Hollywood, pero jamás dejaría de trabajar en la cadena de montaje de la fábrica.
Sin embargo, yo tengo los negativos
, pensó Bucky con satisfacción.
Y tengo a Norma Jeane
.
9
Sin que Norma Jeane lo supiera, Bucky había tomado la costumbre de pasar por la casa de sus padres de camino a la suya. Su ronca voz de niño ofendido resonó entre las paredes de la cocina que tan bien conocía:
—¡Claro que quiero a Norma Jeane! Me he casado con ella, ¿no? Pero es tan absorbente. Es como un bebé que llora cuando no lo cogen en brazos. Como si ella fuera una flor y yo, el sol sin el cual no puede vivir. Es… —con la frente fruncida en una mueca de dolor, Bucky buscó la palabra adecuada—
agotador
.
La señora Glazer lo riñó con nerviosismo.
—¡Vamos, Bucky! Norma Jeane es una chica dulce y una buena cristiana. Sencillamente, es joven.
—Yo también soy joven, puñetas. Tengo veintidós años. Lo que ella necesita es un tipo mayor, un
padre
—Bucky miró con rabia las caras preocupadas de sus padres, como si ellos tuvieran la culpa de todo—. Me está exprimiendo. Acabará haciendo que me distancie.
Calló, conteniéndose para no decir que Norma Jeane quería abrazarlo y hacer el amor todo el rato. Besarlo y abrazarlo en público. A Bucky a veces le gustaba y otras veces no.
Y lo curioso es que no creo que físicamente sienta gran cosa. Al menos no lo que se supone que deben sentir las mujeres
.
Como si hubiera leído los pensamientos de su hijo, la señora Glazer se ruborizó con furia y dijo con ansiedad:
—Desde luego que quieres a Norma Jeane, Bucky. Todos la queremos; para nosotros no es una nuera, sino una hija. ¡Ah, qué boda tan bonita! Parece que fue ayer.
—Encima quiere tener hijos —prosiguió Bucky, indignado—. En plena guerra. Ha estallado la Segunda Guerra Mundial, el mundo se está yendo a hacer puñetas y mi mujer quiere tener hijos. ¡Señor!
—No seas blasfemo, Bucky —protestó débilmente la señora Glazer—. Ya sabes cuánto me fastidia.
—Yo sí que estoy fastidiado —replicó Bucky—. Cuando vuelvo a casa, Norma Jeane se comporta como si se hubiera pasado el día entero limpiando y haciendo la cena para mí, esperándome. Como si no existiera sin mí. Como si yo fuera Dios o algo por el estilo —dejó de pasearse, respirando con dificultad. La señora Glazer le había servido gelatina de cerezas en un plato y él empezó a comer vorazmente. Con la boca llena, añadió—: Yo no quiero ser Dios.
No soy más que Bucky Glazer
.
El señor Glazer, que había permanecido callado hasta ahora, declaró con contundencia:
—Mira, hijo, vives con esa chica. Os casasteis por la Iglesia «hasta que la muerte os separe». ¿Acaso crees que el matrimonio es un tiovivo?, ¿que puedes dar unas cuantas vueltas y luego apearte para jugar con los demás chicos? No, señor. Es para toda la vida.
Mientras comía la gelatina de cerezas, Bucky emitió un sonido semejante al que haría un animal herido.
Quizá en tu generación, viejo. Pero no en la mía
.
10
—Tengo que ir, pequeña.
Ella casi no podía oírle por encima del fuego de las ametralladoras y la música del noticiario.
The March of Time
. Estaban en el cine. Todos los viernes por la noche iban al cine. Era el entretenimiento más barato; caminaban hasta el centro cogidos de la mano como un par de colegiales enamorados. La gasolina estaba demasiado cara. Y eso si podías conseguirla. Un rumor casi inaudible, como un trueno lejano, en las montañas. Un viento árido que escocía en los ojos y las fosas nasales. No apetecía recorrer largas distancias a pie con ese aire seco e irritante. El Capitol de Mission Hills ya estaba lo bastante lejos. Puede que estuvieran viendo
Confesiones de un espía nazi
, el engreído y sofisticado George Sanders y Edward G. Robinson, con su cara de bulldog. Los vidriosos ojos de Robinson brillando de emoción. ¿Quién, aparte de él, era capaz de expresar sucesivamente dolor, odio, ira, terror y trivialidad? Aunque era un canijo, poco convincente en el papel de amante. No era lo que se dice el Príncipe Encantado. Ni un hombre por el cual una estaría dispuesta a morir. O quizá estuvieran viendo
Acción en el Atlántico Norte
, con Humphrey Bogart. Bogart, con su cara picada de viruela y sus ojos rodeados de bolsas. Siempre con un cigarrillo entre los dedos y una nube de humo cruzando su rostro demacrado. Sin embargo, Bogart era apuesto. En la pantalla gigante, vestidos con uniforme, todos los hombres eran apuestos. También es posible que aquella noche hubieran ido a ver
The Battle of the Beaches
o
Los hijos de Hitler
. Bucky quería verlas todas. O acaso vieran otra comedia de Abbott y Costello, o
El recluta enamorado
, con Bob Hope. A Norma Jeane le gustaban los musicales:
Tres días de amor y fe, Cita en Saint Louis, All About Lovin’ You
. Pero Bucky se aburría con los musicales y ella tenía que admitir que eran tontos y banales, tan falsos como el Reino de Oz.