Read Barrayar Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

Barrayar (36 page)

Paso por paso, se dijo con firmeza. Primero debían salir de la base Tanery; eso les resultaría sencillo. Tenía que dividir el futuro infinito en bloques de cinco minutos, y luego atravesarlos de uno en uno.

Bien, los primeros cinco minutos ya habían transcurrido y un brillante vehículo para oficiales superiores apareció procedente de un aparcamiento subterráneo. Una pequeña victoria para recompensar un poco de paciencia y audacia. ¿Qué conseguirían con más paciencia y más audacia?

Bothari inspeccionó el vehículo meticulosamente, como si dudara de que fuese apropiado para su señor. El oficial de transportes aguardó con ansiedad y suspiró aliviado cuando el Hombre de Armas del gran general asintió con un gesto, aunque no sin antes haber pasado la mano sobre la cubierta y mirado con disgusto unas partículas de polvo. Bothari acercó el vehículo al portal del tubo elevador y lo aparcó, obstaculizando la vista desde la oficina.

Drou se inclinó para recoger su bolso. Allí había guardado una extraña colección de ropas, incluyendo las que Cordelia y Bothari habían usado en la montaña, junto con algunas armas ligeras. Bothari colocó la polarización en la cubierta trasera, para que se reflejase como un espejo, y la levantó.

—¡Señora! —gritó la voz ansiosa del teniente Koudelka, en la entrada del tubo elevador—. ¿Qué está haciendo?

Cordelia apretó los dientes y, después de convertir su expresión salvaje en una sonrisa de sorpresa, se volvió hacia él.

—Hola, Kou, ¿qué ocurre?

Con el ceño fruncido, él la miró a ella, a Droushnakovi, al bolso.

—Yo he preguntado primero —dijo con agitación. Debía de haberlos estado persiguiendo durante varios minutos, después de haber descubierto que las habitaciones de Aral estaban vacías.

Cordelia mantuvo la sonrisa fija en el rostro, mientras en su mente aparecían imágenes de una patrulla de seguridad saliendo del tubo elevador para detenerla, o al menos a sus planes.

—Vamos… vamos a la ciudad.

Él la miró con escepticismo.

—Ah. ¿Y el almirante lo sabe? ¿Dónde están los guardias de Illyan, entonces?

—Se han adelantado —explicó Cordelia con suavidad.

La vaga posibilidad hizo que por un momento la duda brillara en los ojos de Koudelka. Aunque por desgracia, sólo permaneció allí un instante.

—¿Pero qué…?

—Teniente —lo interrumpió el sargento Bothari—. Eche un vistazo a esto. —Señaló el compartimiento trasero del vehículo.

Koudelka se inclinó para mirar.

—¿Qué? —preguntó con impaciencia.

Cordelia se sobresaltó cuando la mano abierta de Bothari cayó sobre la nuca de Koudelka, y volvió a hacerlo cuando la cabeza del teniente golpeó contra el interior del compartimiento mientras Bothari lo introducía empujándolo con la bota. El bastón de estoque cayó al suelo.

—Adentro —dijo Bothari en voz baja y ronca, echando un rápido vistazo a la oficina distante.

Droushnakovi lanzó el bolso al interior y se introdujo tras Koudelka, apartando sus largas piernas. Cordelia cogió el bastón y subió tras ellos. Bothari retrocedió un paso, hizo la venia, cerró la cubierta y entró en el compartimiento del conductor.

Arrancaron con suavidad. Cordelia se obligó a controlar un pánico irracional cuando Bothari se detuvo en el primer puesto de guardia. Podía ver y oír con tanta claridad a los centinelas, que resultaba difícil recordar que ellos sólo veían el reflejo de sus propios ojos. Pero aparentemente el general Piotr podía desplazarse a voluntad. Qué agradable debía de ser la vida del general Piotr. Aunque en aquellos momentos difíciles, era probable que ni siquiera él hubiese podido entrar en la base Tanery sin abrir la cubierta. Los centinelas del último puesto los dejaron pasar sin detenerlos, muy ocupados en la inspección de unos transportes de carga.

Al fin, Cordelia y Droushnakovi lograron acomodar bien a Koudelka entre las dos. Su primer desmayo alarmante estaba pasando. El teniente parpadeó y gimió. La cabeza, el cuello y los hombros eran las únicas partes que no habían sido sometidas a intervenciones quirúrgicas. Cordelia confiaba en que no hubiese sufrido la rotura de nada inorgánico.

La voz de Droushnakovi estaba tensa de preocupación.

—¿Qué haremos con él?

—No podemos dejarlo tirado por el camino. Correría de vuelta a avisar —dijo Cordelia—. Aunque si lo atamos a un árbol en algún lugar escondido, existe la posibilidad de que no lo encuentren… Será mejor que lo atemos, comienza a despertar.

—Yo puedo controlarlo.

—Me temo que ya ha tenido bastante de eso. Droushnakovi inmovilizó las manos de Koudelka con un pañuelo que guardaba en el bolso; era muy hábil haciendo nudos.

—Tal vez nos sea útil —reflexionó Cordelia.

—Nos traicionará —objetó Droushnakovi con el ceño fruncido.

—Quizá no. Cuando estemos en territorio enemigo. Cuando la única forma de escapar sea seguir avanzando.

Koudelka empezó a enfocar la mirada. Cordelia se sintió aliviada al comprobar que las dos pupilas tenían el mismo tamaño.

—Señora… Cordelia —murmuró. Sus manos luchaban contra el pañuelo de seda—. Esto es una locura. Tropezaréis directamente con las fuerzas de Vordarian. Entonces Vordarian tendrá dos rehenes para presionar al almirante, en lugar de uno. ¡Y tanto usted como Bothari saben dónde está el emperador!

—Donde estaba —le corrigió Cordelia—. Hace una semana. Estoy segura de que desde entonces lo habrán trasladado. Y Aral ha demostrado su capacidad para resistir a las presiones de Vordarian. No lo subestime.

—¡Sargento Bothari! —Koudelka se inclinó hacia delante, hablando por el intercomunicador. Ahora la cubierta delantera también estaba polarizada.

—¿Sí, teniente? —respondió la voz grave y monótona de Bothari.

—Le ordeno que regrese con este vehículo.

Una breve pausa.

—Ya no me encuentro en el Servicio Imperial, señor. Estoy retirado.

—¡Piotr no le ordenó esto! Usted es un hombre del conde Piotr.

Una pausa más larga; un tono más bajo.

—No. Soy el perro de la señora Vorkosigan.

—¡Ha perdido la chaveta!

Cómo consiguió transmitir semejante expresión por el intercomunicador, Cordelia nunca lo supo, pero una sonrisa canina pendió en el aire ante sus ojos.

—Vamos, Kou —dijo Cordelia—. Ayúdeme. Tráiganos suerte, colabore. Deje fluir su adrenalina.

Droushnakovi se inclinó hacia su oído con una sonrisa en los labios.

—Míralo de este modo, Kou. ¿Quién más te brindaría la oportunidad de combatir en el campo de batalla?

Él miró a derecha y a izquierda, sentado entre sus dos captoras. El zumbido del coche terrestre llegó hasta ellos, mientras avanzaban cada vez más rápido por la creciente oscuridad.

16

Verduras y frutas ilegales. Con expresión risueña, Cordelia contempló los sacos de coliflores y las cajas de bayas entre las cuales estaba sentada, mientras el viejo camión se zarandeaba por el camino. Productos del sur que viajaban a Vorbarr Sultana por un camino tan furtivo como el de ella. Estaba casi segura de que bajo la pila se encontraban algunos de los mismos sacos de coles con los que había viajado un par de semanas antes, migrando de acuerdo con las extrañas presiones económicas de la guerra.

Ahora los Distritos controlados por Vordarian se encontraban bajo un estricto bloqueo impuesto por los Distritos leales a Vorkosigan. Aunque todavía podían aguantar mucho tiempo sin morir de hambre, en Vorbarr Sultana los precios de los alimentos estaban por las nubes debido al acaparamiento y a la llegada del invierno. Por lo tanto, los hombres pobres se decidían a correr el riesgo. Y un hombre pobre que ya estaba corriendo el riesgo no se negaba a recoger algunos pasajeros, a cambio de un soborno.

Había sido Koudelka quien trazó el plan y se entregó a aquella estrategia casi a pesar de sí mismo. Había sido él quien encontró los almacenes de venta al por mayor en el Distrito Vorinnis, y quien recorrió los muelles de carga buscando a alguien que trabajara de forma independiente. En cambio, fue Bothari quien negoció el total del soborno, demasiado escaso según la opinión de Cordelia, pero muy adecuado para el papel de campesinos desesperados que estaban interpretando.

—Mi padre tenía una tienda de comestibles —les había explicado Koudelka mientras trataba de convencerlos de su plan—. Sé lo que me traigo entre manos.

Por unos momentos Cordelia se preguntó qué significaba la mirada cautelosa que Kou le había dirigido a Droushnakovi, pero entonces recordó que el padre de Drou era un soldado. Kou solía hablar de su hermana y de su madre viuda, pero hasta ese momento Cordelia no había comprendido que si eliminaba a su padre de los relatos no se debía a una falta de afecto, sino a que se avergonzaba de su condición social. Koudelka había vetado la posibilidad de viajar en un camión que transportaba carne.

—Es más probable que lo detengan los guardias de Vordarian para conseguir un par de filetes —les explicó. Cordelia no supo si hablaba por experiencia militar o como vendedor de comestibles, pero en cualquier caso se alegró de no tener que viajar con esas horribles bestias congeladas.

Se vistieron lo más adecuadamente posible para interpretar sus papeles, combinando las ropas del bolso con las que llevaban puestas. Bothari y Koudelka fingían ser dos veteranos recientemente licenciados, tratando de mejorar su mala fortuna. Cordelia y Drou eran dos campesinas que viajaban con ellos. Las dos mujeres se ataviaban con una combinación bastante realista de viejos vestidos montañeses y accesorios de la clase superior, aparentemente adquiridos en una tienda de artículos usados. Intercambiando sus prendas para que no pareciesen a medida, lograron el efecto deseado.

Cordelia cerró los ojos con fatiga, aunque no tenía ganas de dormir. El tiempo avanzaba en su cabeza. Habían tardado dos días en llegar hasta allí. Tan cerca del objetivo, tan lejos del éxito… Sus ojos volvieron a abrirse cuando el camión se detuvo bruscamente.

Bothari se asomó al compartimiento del conductor.

—Nos bajamos aquí —dijo en voz alta. Uno por uno fueron descendiendo a la calle urbana. Su aliento producía vapor en el frío ambiente. Aún no había amanecido, y había menos luces encendidas de las que Cordelia había esperado. Bothari hizo una seña al conductor para que se marchase.

—El hombre no consideró buena idea que llegáramos hasta el Mercado Central —gruñó Bothari—. Dice que los guardias municipales de Vorbohn acuden allí a esta hora, cuando llegan los camiones.

—¿Se esperan disturbios por la falta de alimentos? —preguntó Cordelia.

—Sin duda, pero además quieren conseguir su propia comida antes que nadie —respondió Koudelka—. Vordarian tendrá que hacer intervenir al ejército pronto, antes de que el mercado negro acapare todos los alimentos. —En los momentos en que olvidaba fingir que era un Vor artificial, Kou desplegaba unos conocimientos sorprendentes sobre la forma en que operaba el mercado negro. ¿Cómo había conseguido un tendero que su hijo recibiese la educación necesaria para ingresar en la competitiva Academia Militar Imperial? Cordelia esbozó una sonrisa y observó la calle. Era un sector antiguo de la ciudad, anterior a los tubos elevadores, de forma que no había edificios con más de seis plantas. Y bastante deteriorado también, con las instalaciones del agua y de la electricidad por encima de las fachadas.

Bothari los condujo como si supiese adonde iba. En la dirección del tránsito, el estado de los edificios no mejoró. Las calles se volvieron más estrechas y en el aire flotaba un cierto hedor a putrefacción y orines. Las luces se hicieron más escasas. Drou caminaba con los hombros hundidos. Koudelka se aferraba a su bastón. Bothari se detuvo frente a una entrada estrecha y mal iluminada, con un cartel escrito a mano que decía: HABITACIONES.

—Esto servirá. —La vieja puerta no era automática y giraba sobre bisagras, pero estaba cerrada con llave. Él la sacudió y luego la golpeó. Después de un largo rato se abrió una pequeña abertura cortada en la puerta, y unos ojos desconfiados lo escrutaron.

—¿Qué quieres?

—Una habitación.

—¿A estas horas? Ni hablar.

Bothari empujó a Drou hacia delante. La luz que se filtraba por la abertura alumbró su rostro.

—Hm —gruñó la voz al otro lado de la puerta—, Bueno… —Se oyó el ruido de cadenas y barras metálicas, y la puerta se abrió.

Todos se apiñaron en un estrecho vestíbulo donde había una escalera, un escritorio y el inicio de un pasillo que conducía a una habitación oscura. Su anfitrión protestó más cuando se enteró de que querían una sola habitación para los cuatro. A pesar de todo, no dijo nada al respecto; por lo visto la desesperación que sentían hacía que su aspecto de pobreza pareciese más auténtico. Con las dos mujeres y sobre todo con Koudelka en el grupo, a nadie se le ocurría sospechar que fuesen agentes secretos.

Se acomodaron en una habitación pequeña y barata del piso superior, y decidieron que Kou y Drou serían los primeros en dormir. Mientras el alba se escurría por la ventana, Cordelia siguió a Bothari escaleras abajo buscando algo que comer.

—Debí prever que necesitaríamos raciones en una ciudad sitiada —murmuró Cordelia.

—La situación aún no es tan grave —dijo Bothari—. Ah… será mejor que usted no hable, señora. Su acento la delatará.

—Tiene razón. Pero entable una conversación con ese sujeto, si puede. Quiero saber cómo se encuentra la situación local. —Encontraron al posadero en la pequeña habitación detrás del corredor, donde a juzgar por un par de mesas desvencijadas con sillas, funcionaba el bar y el comedor. De mala gana, el hombre les vendió unos alimentos sellados y bebidas embotelladas a precios exorbitantes, mientras se quejaba por el racionamiento y trataba de sonsacarles alguna información acerca de ellos.

—He estado planeando este viaje durante meses —dijo Bothari, apoyado en el mostrador—, y no he podido hacerlo por culpa de esta maldita guerra.

El posadero emitió un sonido alentador, de un empresario a otro.

—Oh. ¿Cuál es tu proyecto?

Bothari se humedeció los labios y adoptó una expresión pensativa.

—¿Has visto a la rubia?

—Sí.

—Es virgen.

—No te creo. Demasiado mayor.

—Oh, sí. Puede pasar por una muchacha de clase. Pensábamos vendérsela a algún señorito Vor en la Feria Invernal. Conseguir un anticipo. Pero todos se han ido de la ciudad. Podríamos intentarlo con algún comerciante rico, supongo, pero a ella no le gustará. Le prometí un verdadero señor.

Other books

Invisible Love by Eric-Emmanuel Schmitt, Howard Curtis
The Antelope Wife by Louise Erdrich
One Good Thing by Lily Maxton
Lasting Lyric by T.J. West
Vicarious by Paula Stokes
Say You Love Me by Rita Herron
Junkyard Dog by Bijou Hunter
The Road by Cormac McCarthy


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024