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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

Barrayar (19 page)

La doncella envolvió a Cordelia en una bata y Vorkosigan se cubrió con una toalla, gruñendo al guardia:

—Ve a buscarme algo de ropa, muchacho. —Su voz era muy ronca.

En la alcoba de huéspedes, un hombre de mediana edad con el cabello despeinado, vestido con un pantalón, una chaqueta de pijama y zapatillas, estaba desembalando sus equipos médicos. Extrajo una caja presurizada y le ajustó una máscara para respirar, mirando el abdomen abultado de Cordelia y luego a Vorkosigan.

—Señor, ¿está seguro de haber identificado bien el veneno?

—Por desgracia, sí. Era soltoxina. El doctor inclinó la cabeza.

—Lo siento, señora.

—¿Esto perjudicará a mi…? —Se ahogó con la mucosidad.

—Cállese y atiéndala —gruñó Vorkosigan. El médico le colocó la máscara sobre la nariz y la boca.

—Respire profundamente. Inspire, espire. Siga espirando. Ahora inspire. Conténgalo…

El gas antídoto tenía un sabor más fresco, pero era casi tan nauseabundo como el veneno. Cordelia sintió que se le revolvía el estómago, pero no tenía nada que vomitar. Observó a Vorkosigan por encima de la máscara. Él la miraba y trataba de ofrecerle una sonrisa tranquilizadora, pero su rostro parecía cada vez más gris y extenuado. Cordelia estaba segura de que él había estado expuesto a una dosis mayor que ella, y se quitó la máscara para decir:

—¿No es tu turno?

El médico se la volvió a colocar.

—Una vez más, señora, para estar seguros —le dijo. Ella inhaló profundamente, y el hombre le retiró la máscara para colocársela a Vorkosigan, quien no pareció necesitar instrucciones sobre el modo de emplearla.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la exposición? —preguntó el médico con ansiedad.

—No estoy segura. ¿Alguien vio la hora? Usted, eh… —Había olvidado el nombre del joven guardia.

—Creo que unos quince o veinte minutos, señora.

El doctor se relajó visiblemente. —Entonces, todo debe estar bien. Ambos permanecerán en el hospital durante unos días. Haré los arreglos para que envíen un transporte médico. ¿Alguien más estuvo expuesto? —preguntó al guardia.

—Espere, doctor. —Él había guardado sus instrumentos y se estaba dirigiendo hacia la puerta—. ¿Qué… qué efectos causará la soltoxina sobre mi bebé? Él no la miró a los ojos.

—No puedo saberlo. Nadie ha sobrevivido a ello sin recibir tratamiento inmediato con el antídoto.

Cordelia sintió que el corazón le golpeaba en el pecho. —Pero si he recibido el tratamiento… —No le gustaba la expresión compasiva de su rostro, y se volvió hacia Vorkosigan—. ¿Qué puede…? —Se detuvo paralizada ante su expresión de dolor y de ira. Era el rostro de un desconocido con la mirada de un amante, y sus ojos finalmente buscaron los de ella.

—Dígaselo —le susurró al médico—. Yo no puedo.

—¿Es necesario que la perturbemos…?


Ahora
. Terminemos con esto.

—El problema es el antídoto, señora —informó el médico de mala gana—. Es un violento teratógeno. Detiene el desarrollo normal de los huesos en el feto. Los huesos de usted son adultos, y, por lo tanto, no se verá afectada. Tal vez comience a sufrir cierta tendencia a la artritis, pero en ese caso podremos tratarla… —Se detuvo al ver que ella cerraba los ojos, dejándolo fuera—. Debo ir en busca de ese guardia —añadió.

—Vaya —le respondió Vorkosigan. El hombre dejó paso al guardia que traía las ropas del regente, y se marchó.

Ella abrió los ojos, y los dos se miraron. —Esa expresión en tu rostro… —susurró él—. No es… Llora. ¡Grita! ¡Haz algo! —gritó con voz ronca—. ¡Al menos ódiame!

—Aún no puedo sentir nada —murmuró Cordelia—. Mañana tal vez. —Sentía una llamarada en la respiración.

Murmurando una maldición, Vorkosigan se vistió con su uniforme verde.

—Puedo hacer una cosa.

Era el rostro del desconocido, tomando posesión otra vez. Las palabras resonaron en la memoria de Cordelia.
Si la Muerte vistiera un uniforme verde, se vería exactamente como él
.

—¿Adonde vas?

—A ver qué ha atrapado Koudelka. —Cordelia lo siguió—. Quédate aquí —le ordenó.

—No.

Vorkosigan le dirigió una mirada iracunda, pero ella ignoró su expresión.

—Iré contigo.

—Entonces, ven. —Dio media vuelta y se dirigió a la escalera con la espalda muy erguida.

—No matarás a nadie delante de mí —dijo ella furiosamente, bajando la voz.

—¿Eso crees? —replicó él—.
¿Eso crees?
—Murmuró de nuevo. Sus pies descalzos pisaban con fuerza los peldaños de piedra.

El gran vestíbulo de entrada era un caos, lleno de sus guardias, los hombres del conde y varios médicos. Un hombre con el uniforme negro de los guardias nocturnos estaba tendido en el suelo, asistido por un doctor. Ambos estaban empapados por la lluvia y sucios de barro, rodeados por un charco de agua ensangrentada.

El comandante Illyan, con el cabello mojado por la lluvia, acababa de entrar por la puerta principal junto a un ayudante.

—Avísenme en cuanto lleguen los técnicos con el detector —decía—. Mientras tanto, que nadie se acerque a ese muro ni al callejón.

»¡Señor! —exclamó al ver a Vorkosigan—. ¡Gracias a Dios que se encuentra bien!

Vorkosigan emitió un gruñido y no dijo nada. Rodeado por varios hombres, el prisionero tenía el rostro contra la pared, con una mano sobre la cabeza y la otra en una postura extraña, junto al cuerpo. Droushnakovi se hallaba junto a él, sujetando una ballesta metálica de brillo perverso. Evidentemente, el arma había sido utilizada para lanzar la granada de gas a través de la ventana. Drou tenía una marca amoratada en el rostro y le sangraba la nariz. Su bata de noche tenía varias manchas. Koudelka también se encontraba allí, apoyado sobre su espada, arrastrando una pierna. Llevaba puesto un uniforme húmedo y fangoso, con unas zapatillas, y en su rostro había una expresión amarga.

—Lo hubiera atrapado —estaba diciendo—, si no hubieras aparecido gritando…

—¡Oh, vamos! —replicó Droushnakovi—. Bueno, discúlpame, pero yo no lo veo de ese modo. Más bien me parece que él te había atrapado a ti… te había derribado de un golpe. Si no hubiera visto sus piernas tratando de escalar el muro…

—¡Basta! ¡Vorkosigan está aquí! —susurró otro guardia. Los hombres se volvieron hacia él y retrocedieron.

—¿Cómo logró entrar? —comenzó Vorkosigan, y entonces se detuvo. El hombre vestía el uniforme de fajina perteneciente al Servicio—. No será uno de sus hombres, ¿verdad, Illyan? —Su voz sonaba como metal sobre piedra.

—Señor, debemos llevarlo con vida para interrogarlo —dijo Illyan con inquietud junto a Vorkosigan. Parecía hipnotizado por la misma mirada que había hecho retroceder a los guardias—. Es posible que haya otros en la conspiración. Usted no puede…

Entonces el prisionero se volvió hacia sus captores.

Un guardia se dispuso a empujarlo nuevamente contra la pared, pero Vorkosigan se lo impidió. Cordelia no podía ver el rostro de su esposo ya que en ese momento se encontraba detrás de él, pero sus hombros perdieron la tensión asesina, y la ira pareció desaparecer de su espina dorsal, dejando nada más que dolor. Sobre el cuello negro sin insignias estaba el rostro devastado de Evon Vorhalas.

—Oh, no —susurró Cordelia—. Los
dos
no. La respiración de Vorhalas se aceleró de odio al ver a Vorkosigan.

—Asqueroso tirano. Tienes la sangré fría como una víbora. Sentado allí, como una piedra, mientras le arrancaban la cabeza. ¿Sentiste algo? ¿O fue un placer para ti, mi querido regente? En ese momento juré que me vengaría.

Se produjo un largo silencio y entonces Vorkosigan se acercó a él, apoyando un brazo contra la pared.

—Fallaste conmigo, Evon.

Vorhalas le escupió en el rostro. Su saliva estaba sangrienta por la herida que tenía en la boca. Vorkosigan no se movió para limpiarse.

—Fallaste también con mi esposa —continuó con una cadencia lenta y suave—. Pero lograste lastimar a mi hijo. ¿Soñabas con vengarte? Lo has logrado. Mírala a los ojos, Evon. Cualquier hombre podría ahogarse en esos ojos grises como el mar. Yo tendré que mirarlos cada día durante el resto de mi vida. Por lo tanto, disfruta de tu venganza, Evon. Acaríciala. Utilízala para abrigarte en las noches frías. Es toda tuya. Te la dejo como testamento. En cuanto a mí, me he hartado de ella hasta el punto de sentir náuseas, y me ha revuelto el estómago.

Entonces Vorhalas alzó la vista y, por primera vez, sus ojos se posaron en Cordelia. Ella pensó en la criatura de su vientre, en los delicados huesos cartilaginosos que tal vez en ese mismo instante comenzaban a pudrirse, a retorcerse, a desintegrarse, pero aunque por un momento intentó odiar a Vorhalas, no lo consiguió. Ni siquiera logró encontrarlo desconcertante. Tuvo la sensación de que podía ver claramente a través de su alma herida, así como los médicos veían el interior de un cuerpo herido con sus instrumentos de diagnóstico. Cada desgarro y desgaste emocional, cada pequeño cáncer de resentimiento que crecía en ellos, y, por encima de todo, la gran cuchillada que había causado la muerte de su hermano.

—Él no lo disfrutó, Evon —dijo Cordelia—. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Lo sabes?

—Que tuviera un poco de compasión humana —replicó él—. Podría haber salvado a Cari. Hasta el último momento tuvo esa posibilidad. En un principio pensé que ése era el motivo de su presencia.

—Oh, Dios —dijo Vorkosigan. Pareció aún más enfermo al comprender las falsas esperanzas que había suscitado—. ¡Yo no realizo representaciones teatrales con las vidas humanas, Evon!

Vorhalas alzó su odio frente a él como un escudo.

—Vete al infierno.

Vorkosigan suspiró y se apartó de la pared. El médico los aguardaba para trasladarlos al Hospital Imperial.

—Lléveselo, Illyan —dijo Cordelia—. Necesito saber… necesito preguntarle una cosa.

Vorhalas le dirigió una mirada sombría.

—¿Éste era el resultado que buscabas? Quiero decir… al elegir esa arma en particular. Ese veneno concreto.

Él apartó la vista de ella y habló mirando a la pared opuesta.

—Fue lo que pude coger de la armería. No creí que lograsen identificarlo y trajeran el antídoto a tiempo desde el Hospital Militar.

—Me has aliviado de una carga —susurró ella.

—El antídoto provino de la Residencia Imperial —le explicó Vorkosigan—. Se encuentra mucho más cerca. En la enfermería del emperador hay de todo. En cuanto a la identificación… yo estuve allí, en la destrucción del motín de Karian. Tenía aproximadamente tu edad, o tal vez era un poco más joven. Ese olor me lo hizo recordar todo: los muchachos tosiendo sangre con los pulmones deshechos… —Pareció sumirse en el pasado.

—No tenía la intención de matarla. Usted sólo se encontraba en el camino entre él y yo. —Vorhalas agitó una mano en dirección a su vientre—. No era el resultado que buscaba. Yo quería matarlo a él. Ni siquiera sabía con certeza si compartían la misma habitación por las noches. —Ahora miraba en todas direcciones, pero nunca hacia su rostro—. Nunca pensé en matar a su…

—Mírame —gimió Cordelia—, y pronuncia la palabra en voz alta.

—Hijo —susurró él y, de pronto, rompió a llorar.

Vorkosigan dio un paso atrás y se situó junto a ella.

—Lamento que hayas hecho eso —le murmuró—. Me recuerda a su hermano. ¿Por qué soy el símbolo de la muerte para esta familia?

—¿Todavía quieres que disfrute su venganza?

Él posó la frente sobre su hombro unos momentos.

—Ni siquiera eso. Tú nos dejas sin nada, mi querida capitana. Pero, oh… —Posó la mano sobre su vientre, pero la retiró al recordar que todos los ojos los observaban. Vorkosigan enderezó la espalda—. Presénteme un informe completo por la mañana, Illyan. En el hospital.

Entonces la cogió por el brazo y ambos salieron tras el médico.

Cordelia no supo si había sido para ofrecerle su consuelo o para apoyarse en ella.

En el Hospital Militar Imperial, Cordelia se vio rodeada de profesionales que la llevaban como por un río. Médicos, enfermeras, guardias. La separaron de Aral en la puerta, y Cordelia se sintió muy inquieta y perdida entre tanta gente. Sólo pronunció algunos saludos automáticamente, esperando que la conmoción le produjese un estado de inconsciencia, de aturdimiento, de locura negadora, de alucinación, de cualquier cosa. En lugar de ello, sólo se sentía cansada.

El bebé se movía en su interior; evidentemente, el antídoto teratógeno era un veneno de acción muy lenta. Todavía les quedaba algún tiempo para estar juntos, y ella lo amó a través de su piel, deslizando los dedos en un lento masaje sobre el abdomen.

Bienvenido a Barrayar, hijo mío, la morada de los caníbales; en este lugar ni siquiera esperan los acostumbrados dieciocho o veinte años para devorarte
. Planeta voraz.

Cordelia fue alojada en una lujosa habitación privada en el ala VIP, la cual había sido preparada a toda prisa para su uso exclusivo. Se sintió aliviada al descubrir que Vorkosigan se había instalado al otro lado del pasillo. Vestido con su pijama militar, él se acercó a su cama para arroparla. Cordelia logró esbozar una pequeña sonrisa para él, pero no trató de sentarse. La fuerza de la gravedad la estaba hundiendo hacia el centro del mundo. Lo único que le impedía sumirse era la rigidez de la cama, el edificio, la corteza del planeta, no su propia voluntad.

Vorkosigan fue seguido por un enfermero ansioso. —Recuerde, señor. No debe tratar de hablar demasiado hasta que el médico le haya irrigado la garganta. La luz gris del amanecer empalidecía las ventanas. Él se sentó en el borde de la cama.

—Estás fría, mi querida capitana —murmuró con voz ronca mientras le frotaba la mano. Ella asintió con la cabeza. Le dolía el pecho, tenía la garganta irritada y le ardían los senos paranasales.

—Nunca debí dejarme convencer cuando me ofrecieron este trabajo —continuó él—. Lo siento tanto…

—Yo también ayudé a convencerte. Tú trataste de advertirme. No es culpa tuya. Parecías la persona adecuada. Eres la persona adecuada.

Vorkosigan sacudió la cabeza.

—No hables. Se forman cicatrices en las cuerdas vocales.

—¡Ja! —exclamó Cordelia con amargura, y posó un dedo sobre sus labios cuando él comenzó a hablar otra vez. Vorkosigan asintió con la cabeza, resignado, y permanecieron mirándose el uno al otro un buen rato. Él apartó el cabello de su frente con suavidad, y ella buscó el consuelo de su mano contra la mejilla. Al fin llegó una cuadrilla de médicos y técnicos que se lo llevaron para iniciar el tratamiento.

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