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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (5 page)

Drummond comprende que va a morir y, con la mayor premura, cumple sus deberes heroicos. Pronuncia unas palabras que evitan cuidadosamente la queja; entrega a su amigo, el capitán Coe, el anillo nupcial para Elisa y alcanza a mantenerse vivo hasta la llegada del propio almirante, en cuyos brazos muere.

Lo velaron en la comandancia de marina y lo enterraron con honores en el cementerio protestante. Elisa recibió la noticia sin derramar una sola lágrima. Algunos dicen que la envolvió una silenciosa demencia.

Pasaron los meses. Una tardecita de diciembre, se puso un inexplicable traje de novia y se metió en el río, cuyos juncales llegaban hasta el fondo del parque. Ella se ahogó, por suicidio o por accidente.

El almirante Brown nunca pudo reponerse de aquella tragedia. Guillermo Enrique Hudson lo vio muchos años después, vestido de negro y parado en la puerta de su casa, mirando fijamente a la distancia. Le pareció un fantasma.

Cuando Hudson escribió sus líneas, la pena de Brown ante el recuerdo de su hija era ya otro recuerdo y otra pena. Hoy, el propio Hudson es un fantasma. La quinta de Brown, con sus sauces, sus álamos y los dos cañones de Garibaldi adornando la puerta, forma parte del más perfecto olvido.

En su lugar se alza la plazoleta Elisa Brown, pálido homenaje municipal a su memoria. Completan esta sustitución la fiambrería
Il Parmigiano
, el bar El remanso y El emporio de la fruta y la verdura. El río, ahuyentado por tanto progreso, ha retrocedido diez cuadras. La dicha de Francis Drummond y Elisa Brown duró tan poco que casi podríamos decir que fue una mera preparación de la pena, la pena incesante que fue de Brown y de Hudson y es ahora nuestra y será mañana de otros corazones sensibles, cuando adviertan que somos sombras y que nuestras vidas son tumultos sin sentido.

MAGOS

H
su Tang y Chao Ping tenían el poder de obrar prodigios. Una mañana se encontraron a orillas de un arroyo, en la región de Mingchong.

En el primer recodo de la conversación, Hsu Tang enfatizó un pensamiento ordenando al arroyo que dejara de fluir. El agua se detuvo inmediatamente. Chao Ping le retrucó entonces disponiendo el inmediato florecimiento de un sauce. El árbol se apresuró a cumplir. Los dos magos se entusiasmaron con aquel contrapunto y entre risas y vino siguieron demostrando su poder durante todo el día.

Al llegar la noche, la región de Mingchong se había transformado enteramente. Los lugareños no reconocieron su propia tierra y pensaron que alguna fuerza mágica los había alejado de ella. Inmediatamente, emigraron en busca de su hogar. Sólo algunos, deseosos de experiencias nuevas, permanecieron allí.

El maestro Wu Chang contó esta historia a sus alumnos. Al terminar el relato, les preguntó si habían entendido algo.

Uno respondió que la vida era un sueño de cambios vertiginosos y que nadie era nadie.

Otro, mientras se alejaba al galope, gritó que sólo podía regresarse hacia adelante.

El más joven recitó:

—Quien quiera volver al primer amor deberá buscarlo en otras mujeres.

Wu Chang dijo entonces:

—Me voy para siempre. —Y se sentó en silencio.

EL BAR II

P
uede decirse que los Hombres Sabios no son más que una vana multiplicación del Narrador. Recorren los salones del bar recitando máximas, pensamientos y nociones de toda índole para pedir a cambio una moneda.

Son insistentes y violentos, y no se marchan ni siquiera después de haber recibido limosna.

Casi todos llevan un loro en el hombro. La función de estas aves es repetir las palabras de su dueño, para enfatizarlas o para facilitar su comprensión. Algunos, sin embargo, opinan que no hay tal repetición y que los loros se limitan a pronunciar unas palabras confusas, que se parecen lejanamente a las que acaban de oír. Es el entendimiento turbio de los parroquianos, que no prestan atención ni a sabios ni a loros, el que da por idénticos a ambos discursos.

ORGÍAS

E
n la ciudad de Benares, que es el centro del mundo, hay una construcción subterránea en cuyas ocultas instalaciones se celebra una orgía incesante. No se sabe cuál fue el principio de esta saturnalia. Cuando llegaron los ingleses ya hacía más de mil años que había empezado. Los hombres sabios declaran que sólo finalizará en el último día de los tiempos.

El aspirante que logre ingresar a la sala de placeres encontrará —cualquiera sea la hora del día o la época del año— centenares y centenares de personas anhelantes, rugientes, enloquecidas y entregadas a los goces más asombrosos.

A lo largo de la historia, generaciones de adeptos se han ido sucediendo pero la fiesta no se ha interrumpido jamás.

No está claro cuál es el procedimiento para ingresar a la secta de la Eterna Orgía. Los que han conocido los salones están obligados a guardar secreto. La ubicación misma de estos salones es desconocida. Algunos afirman que están a la orilla del río, no lejos de la terraza escalonada de Bachraj, donde los fieles toman baños rituales. Otros prefieren creer que la orgía se desarrolla exactamente bajo el templo de Durga, una ubicación conveniente para diseñar una simetría de austeridades superiores y disipaciones inferiores.

El periodista francés Jules Garnier afirmó haber ingresado a las dependencias orgiásticas el 10 de junio de 1923. Garnier sostuvo que la entrada está a una cuadra de la estación del ferrocarril y que unos brahamanes venales le abrieron la puerta por unas monedas. Su informe es breve y decepcionante.

Los salones están muy deteriorados y sucios. Entré desnudo y me encontré con dos cincuentones obesos que empujaban a una mujer borracha. Pregunté en perfecto sánscrito dónde estaba la orgía y me contestaron que aquélla era la orgía perpetua. Los cincuentones se alegraron de mi llegada, que les permitiría marcharse sin interrumpir la historia.

Me quedé varias horas manoseando a la mujer borracha, hasta que unos estudiantes coreanos llegaron ruidosamente y me relevaron.

El antropólogo inglés Hebert Chorley conjetura que Jules Garnier fue engañado por granujas cualesquiera, de esos que cunden en las proximidades de las estaciones del ferrocarril.

ORGÍAS II

L
a secta del Petardo de Bambú consideraba muy conveniente morir en el punto más intenso de la existencia. Sus maestros recomendaban adelantarse a la decadencia y a la enfermedad, pero también a la serenidad y al tedio. No se trataba tan sólo de morir en plenitud, sino también de hacerlo en el momento en que ésta se hacía más patente.

En la ciudad de K'ai Feng, una vez por año o quizá dos, se reunían centenares de adeptos en un rito orgiástico de increíble violencia. Por lo general, lo hacían en lujosos salones, ya que la secta del Petardo de Bambú estaba integrada por personas de las familias más pudientes.

Un maestro de ceremonias iba señalando los diferentes pasos de la reunión. Al principio, se conversaba y se bebía un vino suave. Más tarde, servían unos manjares estimulantes. Después empezaban las danzas y al rato todos probaban los afrodisíacos preparados por los maestros del Tao, unas sabias mezclas que dejaban al cuerpo en permanente disposición venérea y soltaban al espíritu a fin de que abandonara los territorios de la razón y el decoro que tanto perjudican las acciones lujuriosas.

Al comenzar las cópulas indiscriminadas, unos músicos hacían sonar intensamente unas melodías que, según sus doctos compositores, expulsaban hasta el último vestigio de discreción. Un coro, o quizá los mismos participantes, repetían a voz en cuello versos obscenos que se mezclaban con los gritos, los jadeos y las amplias solicitudes de los fornicadores.

Los salones estaban custodiados por implacables esbirros que evitaban la entrada de ajenos pero también la salida de propios. Estaba rigurosamente prohibido abandonar la orgía.

El poeta Li Wung, en 999, pudo escaparse de una de estas reuniones y dejó una descripción de lo que allí sucedía.

Egresado ya de mi conciencia, me encontraba en un nuevo estado en el que las sensaciones resultaban menos nítidas pero más intensas. Las personas iban perdiendo su identidad, o mejor dicho, la iban transformando. Invadida por mi virilidad o quizá por la de algún otro, la princesa Su Ling, sobrina del emperador Sung Chen-tsung y célebre por su castidad, acercó ferozmente su rostro y comenzó a escupirme mientras vociferaba unos insultos torpes. El maestro de ceremonias, con acento enloquecido, recitaba estos versos:

El último tramo en la montaña del placer

es la maldad.

Oh, daño.

Oh, destrucción.

Oh, envilecimiento.

Unos eunucos nos flagelaban con látigos provistos de bolas de metal. De pronto, ingresaron en aquel escenario de depravación unas fieras, acaso leopardos o tigres. Todos gritábamos de dolor, de placer, de desesperación. Supe que íbamos a morir pero no me importaba. En los abismos más desmesurados del deseo el goce vale más que la vida.

Un error en la organización de la orgía vino a salvarme. La señora Yung, estúpida y presuntuosa, había sido invitada y fingía orgasmos ante los puntapiés de un joven guerrero. Mi tensión disminuyó y me lancé al río por una ventana.

Las reuniones de la secta del Petardo de Bambú terminaban con la muerte de todos los participantes. Algunos dicen que el maestro de ceremonias iba guiándolos hacia un éxtasis de placer colectivo, en el ápice del cual él mismo se suicidaba. Ante esa señal, los esbirros degollaban a la concurrencia con la mayor velocidad, tratando de hacer coincidir la muerte con el momento cumbre del goce.

Se discute si los participantes conocían de antemano su destino. El relato de Li Wung acredita su ignorancia pero es evidente que el poeta no pertenecía a la secta y que estaba allí en carácter de colado. Quienes morían en aquellas festividades ascendían directamente al cielo de los inmortales.

Como siempre sucede, estas creencias fueron empalideciendo hasta volverse alegóricas. En el siglo XIV la muerte general era reemplazada simbólicamente por la aniquilación de una oveja, aunque algunos maestros de ceremonias seguían matándose. Ya cerca de nuestros días, en el siglo XIX, la misma orgía era metafórica y todo se reducía a unas danzas en la calle con la asistencia de niños y vendedores de golosinas.

ORGÍAS III

E
l gran festival anual de Ashtarté en Hierápolis se celebraba a principios de la primavera. Los sacerdotes eunucos de la diosa hacían ofrenda de sangre, cortaban su piel con navajas y salpicaban el altar. Pero luego, la excitación iba apoderándose de los oficiantes de categoría inferior y más tarde de la muchedumbre. La música infernal de flautas, címbalos, tambores y cuernos, junto a los licores y los hongos estimulantes, producía un estado de locura general. Muchos hombres jóvenes, enardecidos por la sangre derramada, se arrancaban la ropa y tomando una cualquiera de las muchas espadas que estaban a disposición del público, se castraban allí mismo. Sir James Frazer cuenta que estos sujetos corrían por toda la ciudad revoleando sus mutiladas partes, hasta que al fin las arrojaban dentro de una casa cualquiera. Ahora bien, el propietario de la casa debía agradecerle esa distinción obsequiándole trajes, atavíos y ornamentos de mujer que el flamante castrado llevaría desde entonces para siempre.

CORO

Hagamos algo definitivo,

no importa qué.

El acto drástico emborracha

y empuja nuestras conciencias

fuera del tedio prudente de la vida vulgar.

Hagamos algo definitivo,

repudiemos a nuestra amante,

ofendamos a quienes nos sostienen

o cercenemos nuestras partes viriles

con filos rituales.

Después vendrán los largos años del arrepentimiento

pero esta noche, por un instante,

nos sentiremos valientes.

ORGÍAS IV

U
na orgía, hijo mío, separa el placer de sus consecuencias. Allí no hay referencias a la vida pasada o a la posición social fuera de ese ámbito. Pero hay que decir que ciertos datos previos iluminan el placer de un modo delicadamente perverso: observar el desenfreno de alguien cuya castidad es pública multiplica la voluptuosidad.

De todos modos, es deseable la aniquilación de las identidades. La luz debe ser tenue; las palabras que se intercambien, impersonales. Los celos, el orgullo y la imposición de derechos adquiridos previamente están, desde luego, fuera de toda orgía. Los turnos, las simetrías, la disposición coreográfica deben limitarse. Es preferible, querido mío, una sensación de caos, aunque es sabio procurar que la lujuria de los concurrentes vaya creciendo de un modo homogéneo. Es decir, se reducirán al mínimo los estallidos precoces o tardíos. En algunas civilizaciones de la antigüedad clásica existían ocasiones especiales en las que todo el pueblo participaba de una orgía. Sin embargo, en general, se exigía la pertenencia a un determinado grupo que perseguía idénticos fines y corría idénticos riesgos.

Los partos, según el testimonio de algunos viajeros, organizaban reuniones de desenfreno que sucedían en la más completa oscuridad para no comprometer identidades, linajes o jerarquías. Algunos pensadores consideran esto un grueso error. La orgía no es imaginación ni elipsis sino justamente la realización contante y sonante de disipaciones que alguna vez soñamos.

Debo decirte que, a lo largo de la historia, se ha discutido mucho acerca del momento en que debe finalizar una orgía. Desde un punto de vista clásico, el sueño y la relajación general, la desordenada quietud en los salones y los sucesivos despertares con retiradas furtivas son señales claras. Algunas veces, conforme a ciertas regulaciones rituales, la orgía finaliza en un instante más filoso, marcado por un suceso puntual como un sacrificio, el amanecer o un incendio.

Alejandro de Macedonia consideraba como conducta criminal la continuación de las pretensiones lascivas después del fin de la orgía. El emperador Calígula solía ensañarse con los cortesanos que llegaban tarde al desenfreno, pues sentía que contaminaban de cotidianidad un estado de conciencia que a veces resultaba trabajoso alcanzar.

Los años me han enseñado a despreciar el discurso amoroso de los burgueses: «Yo siempre creí que A, hasta que B. Me prometiste que X y sin embargo, Z. Pídeme si quieres que A, A', A" o A'", pero no me pidas que C». En la orgía no hace falta la explicación del deseo para legitimarlo. Y ése es el primero de los goces.

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