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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (3 page)

—Soy la Muerte —dijo.

Mandeb señaló su mediocre indumentaria de pirata y declaró que era el Capitán Morgan. La figura insistió.

—Disculpe. No ha sido mi intención dar título a mi disfraz. Soy la Muerte, más allá de cualquier metáfora. Y si me permite la franqueza, vengo a llevármelo.

Manuel Mandeb entornó los ojos y levantó el índice, como quien se apresta a una refutación. Después dio media vuelta y salió corriendo por avenida La Plata en dirección a Rodríguez Peña. Al cabo de una cuadra y media de persecución, la figura lo alcanzó.

—Déjese de payasadas —dijo jadeando—, venga conmigo. Lo único que falta es que me haga un escándalo en plena calle.

—Me va a tener que arrastrar —gritó Mandeb, muerto de miedo— Además, me parece que usted no es más que un sifonero, o quizás un ferroviario disfrazado.

La Muerte alzó un brazo y Mandeb quedó helado. Quiso moverse, pero no pudo.

Tal como suele ocurrir en estos casos, pasaron por su mente los episodios principales de toda una vida. Mandeb advirtió, sin embargo, que esa vida no era la suya. Se atrevió a una objeción desesperada.

—Me parece que usted está buscando a otra persona.

—Yo busco al que encuentro. Nadie es otra persona.

—¿No podría ir a morirme a un lugar más discreto? Aquí está lleno de gente y si hay algo que no soporto es estar muerto en medio del corso de avenida La Plata, frente a una muchedumbre de curiosos.

—¡Basta! No trate de ganar tiempo.

En ese momento apareció una muchacha deslumbrante vestida de ángel. Era Beatriz Velarde, el amor imposible de Mandeb, la novia ausente, la mujer que lo había amado sólo por un rato. Lucía unas alas de color celeste y un antifaz de plata ocultaba sus ojos. Mandeb la reconoció por las tetas.

—¿Qué es lo que pasa? —dijo el ángel.

—Soy la Muerte y vengo a llevarme a este caballero.

El ángel se acercó a Mandeb y lo besó en la boca.

—Muy bien. Ahora no te lo podrás llevar. Si un ángel besa a un moribundo, la Parca debe retroceder.

La Muerte miró largamente a Beatriz Velarde. Era difícil no confundirla con un ángel. Sin decir una palabra, dio media vuelta y desapareció detrás de una murga. Mandeb quiso tomar la mano de Beatriz, pero ella le tiró una serpentina y salió corriendo.

Durante el resto de la noche, el pensador de Flores buscó infructuosamente al ángel por todo el corso. Se asomó a la pizzería «Los ases», revisó los palcos, entró en la heladería «Pololo», preguntó a sus amigos. Ya era de día cuando llegó a su casa.

Después, durante toda su vida, siguió buscando a Beatriz. Pero ella no volvió a besarlo nunca más.

CONVERSIONES

E
n el siglo XIII, Danubio abajo, mucho más allá de Hungría, vivían unos gitanos cuyo caudillo se llamaba Anguil. Adoraban a Itoga y otras confusas divinidades de los Tártaros. Vivían en tiendas de cuero y basaban su economía en la caza, las ovejas o el saqueo de caravanas.

Un día llegó hasta allí Giovanni Di Pian Carpino, un franciscano que se dirigía a la China, por pedido expreso del Papa Inocencio IV.

Los hombres de Anguil lo tomaron preso y como Giovanni se negara a honrar aquellos dioses montaraces, resolvieron quemarlo vivo.

No sin cierta dificultad se completó una pira. La región era muy árida y la vegetación escasa. Giovanni fue amarrado a un poste y el propio Anguil puso fuego a las ramas secas que lo rodeaban. En ese momento, sin permitir siquiera que el misionero empezara a calentarse, un súbito aguacero apagó las llamas.

Hubo un gran estupor de los presentes, pues en aquella región no llovía casi nunca. Anguil juzgó aquel hecho como milagroso. Desató a Giovanni y le preguntó en qué consistía exactamente la religión que predicaba, para ordenar a todos sus hombres que se convirtieran a ella. Por fin, después de unas breves explicaciones de Giovanni Di Pian Carpino, todos se hicieron cristianos y prometieron construir una iglesia, no bien pudieran hacerse de los materiales indispensables.

Giovanni dio misa al pie del mismo poste al que lo habían atado, bautizó apresuradamente a los que pudo y partió hacia la China, llevando las alforjas llenas de obsequios y alimentos.

Diez años más tarde, pasó por allí Abdel El Salim, virtuoso embajador del Califa de Bagdad, que se dirigía a la China para unirse a un grupo de musulmanes que se proponían instalar allí el Islam.

Anguil y sus hombres lo recibieron amistosamente y lo invitaron a rezar en el modesto templo que habían construido. Como Abdel El Salim se negó terminantemente a hacerlo, lo condenaron a ser decapitado.

Muy pronto prepararon una piedra para que el embajador apoyara su cabeza y se designó a un veterano guerrero para que cumpliera el trámite con un hacha muy filosa. Pero en el instante mismo en que el golpe final iba a caer sobre el condenado, el verdugo quedó inmóvil, petrificado con los brazos en alto, como si fuera una estatua. Durante largos minutos trataron de moverlo, o de separar el hacha de sus manos, pero fue inútil. Finalmente, Anguil declaró que aquel milagro era muy superior al que había fundado su fe cristiana y resolvió que todos se convirtieran al islamismo. Recién entonces el verdugo recuperó el movimiento.

Pasaron diez años de fe musulmana. Al cabo de ese lapso, llegó a la aldea el rabí Esdrás Gaon que, expulsado reiteradamente, se dirigía a la China —o quizás a Sumatra— en busca de tolerancia y tranquilidad. Pensaba establecer allí un yeshivot, es decir, un lugar de estudio. Convidado por Anguil a reverenciar a Alá, se rehusó con firmeza. De inmediato resolvieron precipitarlo desde una roca cercana, que se abría ante el abismo.

El propio Anguil empujó al rabí que, después de caer unos metros, se detuvo en el aire y regresó volando a la roca. Rápidamente, todos se convirtieron al judaismo.

Transcurridos otros diez años, vino a dar en aquellos andurriales el matemático y arquitecto Luiggi De Fosca, que marchaba hacia la China, creyendo que de allí provenían los conocimientos matemáticos que los árabes habían llevado a Venecia.

De Fosca era ateo y despreciaba por igual a todas las religiones. Los hombres de Anguil le propusieron cumplir con los rituales establecidos. El matemático se negó y, sin perder tiempo, lo condenaron a morir lapidado.

A tal fin, lo instalaron junto a una cantera a la salida del pueblo. Las piedras fueron cayendo sobre él y muy pronto un certero adoquín le destrozó la cabeza.

Luiggi De Fosca murió. Anguil se paró sobre el cadáver y declaró que aquella muerte era el más prodigioso de los milagros que habían presenciado.

Presa de una frenética inspiración, ordenó a todos que dejaran de creer y, desde entonces, ninguna divinidad es reverenciada en aquella aldea.

LOS ÁRBOLES DEL AZUL

A
pesar de los exasperantes testimonios de los traficantes de yuyos y de los recitadores criollos, puede afirmarse enérgicamente que la gran mayoría de los árboles del pueblo de Azul no presenta ninguna singularidad.

El interés de los botánicos y de los supersticiosos proviene del comportamiento heterodoxo de unos pocos ejemplares.

Sería absurdo creer que todos los árboles del pueblo caminan de un lado para otro. A decir verdad, un árbol peregrino es un fenómeno excepcional y hasta algunos incrédulos se atreven a negar de plano su existencia. Yo mismo tengo en el fondo cuatro fieles naranjos, de lo más sedentarios, que permanecen en su puesto llueva o truene. Hay un dato central que dificulta la certeza: los árboles se mueven en secreto, cuando nadie los ve. Peor aún, se dice que los involuntarios testigos pierden la razón o la memoria.

Los primeros indicios fueron más bien confusos: plátanos que desaparecían de sus veredas; sauces llorones que cruzaban el arroyo; tilos inconstantes que emigraban hacia el norte. No había en realidad pruebas concluyentes de que los árboles caminaran. Nadie estaba seguro de que el nogal aparecido en un baldío fuera el mismo que faltaba en la plaza. Después de todo, la identificación de un árbol se realiza principalmente señalando el lugar donde está plantado y es raro que se puntualicen sus rasgos y particularidades morfológicas.

El primero en denunciar un traslado comprobable fue un enamorado. El farmacéutico Heraldo Barcalá dibujó su nombre y el de una clienta en un álamo del parque bajo el cual habían intercambiado las caricias más vulgares. Tiempo más tarde vino a encontrar el álamo y la inscripción en la calle Rivadavia, a casi seiscientos metros del emplazamiento original.

Debo admitir que el farmacéutico fue prolijo: tomó fotografías, convocó a un escribano y publicó un pequeño artículo en el diario
El Tiempo
.

Ya sabemos que la superstición es contagiosa. Algunos vecinos empezaron a contar historias de árboles inquietos que venían manteniendo en secreto por temor al ridículo.

El famoso automovilista Cacho Franco me juró que, durante una carrera, marchó casi cien kilómetros detrás de un pino que siempre estaba en el horizonte.

Los guardianes del parque registraron siete árboles sobrantes cuyo origen resultaba inexplicable.

La señora Esther Cristaldo, viuda de Montanari, denunció que la higuera que siempre había tenido en el fondo de su casa aparecía ahora, del modo más ilegal, en el terreno de su vecino, sin que se despertaran en éste intenciones resarcitorias de ninguna clase. La viuda de Montanari aprovechó para recordar que el citado vecino ya comía los frutos de aquella higuera en tiempos de su locación anterior.

Tengo para mí que estos relatos, sin ser enteramente falsos, pueden ser hijos del cansancio visual, de errores de recuento o de viejos resentimientos contiguos.

Poco después, el farmacéutico Barcalá y su clienta terminaron su romance. Quien conoce los procedimientos conjeturales de la ignorancia no se caerá de la silla al saber que muchos indoctos creyeron que la razón de aquella ruptura estaba en el influjo maléfico del álamo.

Los brujos de las sierras y las Organizaciones Supersticiosas de la región vieron en el caso la confirmación de un disparate que siempre habían sostenido: existen precisas conexiones entre los árboles y los destinos humanos. Es posible averiguar el diseño de esas regularidades descifrando las claves que la naturaleza esconde hasta en los más humildes sucesos cotidianos.

Según estos obtusos criterios, todo árbol que camina tiene un mensaje que dar o una misión que cumplir. Los astrólogos de la Municipalidad hablaban de la existencia de un árbol del amor, bajo el cual nadie se resistía a nadie. Al parecer, las fragancias o el polen de aquel vegetal operaban como un formidable afrodisíaco, de modo que los caminantes que pasaban bajo su sombra entraban en un estado de escandalosa lujuria. No decían los astrólogos cuál era ese árbol. Recomendaban, eso sí, no buscarlo, sino más bien esperarlo. Si uno era sincero en sus pasiones, el árbol se acercaría tarde o temprano. Debo decir que algunas parejas ansiosas se revolcaban a la sombra de frondas indiferentes y eludían de este modo la responsabilidad de sus excesos venéreos.

Muy pronto los charlatanes perdieron todo pudor. Instituyeron árboles del olvido y del recuerdo. El olmo del rechazo aseguraba una negativa a cualquier ruego formulado bajo su influencia. El menos interesante era quizás el árbol del aburrimiento: bastaba con recostarse contra su tronco durante cuatro o cinco horas para que el tedio se apoderara de uno.

Las viejas contaban que había en la plaza un caldén en cuyas hojas estaba escrito el porvenir. Cada habitante del pueblo tenía una hoja asignada y la escritura era sólo visible para él. Quien examinara hojas ajenas no vería más que nervaduras sin sentido.

Nadie pudo jamás encontrar la hoja que le correspondía pero, otoño tras otoño, las muchachas del pueblo pasaban las horas buscando una palabra reveladora. Algunos poetas incrédulos afirmaron que todas las hojas decían lo mismo.

El anciano Nereo Fuentes, que adivina la suerte por dos pesos, me dijo una tarde, a los gritos, que los árboles del Azul tenían un plan y que ese plan era malvado y fatal para los habitantes de la ciudad. Yo preferí no creerle, por pereza. Pero algunas noches más tarde, Inés, una criolla que a fuerza de trayectos repetidos llegué a considerar mi novia, me confesó que tenía miedo de los árboles y me pidió que en lo sucesivo camináramos siempre por el medio de la calle. De todos modos, ella empezó a tornarse distante. Cada vez nos veíamos menos, nuestra pasión iba amainando y he de reconocer que la mayoría de las veces yo prefería quedarme en casa.

Una mañana, demasiado temprano para mi gusto, recibí la visita del viejo Nereo.

—Váyase —me dijo—, váyase del Azul, usted que es empleado del ferrocarril. Los ómnibus ya no circulan. Se acerca la catástrofe y la gente ni siquiera tiene espíritu para huir.

—¿Por qué no me explica qué es lo que sucede? —alcancé a decir medio dormido.

—No me diga que usted no se ha dado cuenta. Son esos árboles. Ahora caminan sin pudor. Anoche, yo mismo me crucé con una tropilla de paraísos que andaban a paso redoblado por el balneario. Y nadie hace nada. Los vigilantes ya ni salen de la comisaría, los vecinos miran todo el día la televisión, los negocios están cerrados. Algo pasa, se lo juro. Yo me iría a pie, pero no tengo fuerzas. Vayamos a la estación y colémonos en el primer tren.

Lo despedí casi sin palabras. Y volví a la cocina, a la silla de paja que empecé a preferir en los últimos días. Por la radio me enteré que las clases estaban suspendidas. Después, tuve que escuchar emisoras de Buenos Aires, las de aquí estaban silenciosas. Ayer se cortó la luz.

A veces trato de extrañar a Inés, pero no puedo. Hace rato que no tengo noticias de ella, ni en verdad de nadie. Por suerte no tengo hambre ni sed. Ya casi no escribo. El viejo Nereo está loco... Yo no me muevo de Azul. Éste es mi pueblo, ésta es mi casa, ésta es mi silla. El lugar exacto en que ha de transcurrir mi vida. Mi cuerpo saluda al amanecer inclinándose hacia la ventana. Frente a ella pasan mis cuatro naranjos, soberbios, agitados, chúcaros, galopando rumbo al centro.

LA ESCUELA DE LA PIEDRA
DE LOYANG

N
o resulta sencillo indagar en el pasado de la Escuela de la Piedra de Loyang. Los libros apenas si la mencionan. Los sinoístas prefieren desconfiar de su existencia y suelen arrojarla hacia otra dinastía cada vez que se la llevan por delante.

Los actuales funcionarios de la institución suelen resistirse a mostrar los archivos y, vencida esa resistencia, casi siempre se encuentra uno con escritos contradictorios, escasos y más cercanos a la leyenda que al registro.

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