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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (21 page)

JERJES: —Habla. Tal vez luego mueras.

ESQUEDIO: —Como tú sabes, ilustre señor del Asia, los reyes de Lidia, que descienden de Heracles, gobernaron durante veintidós generaciones hasta que llegó al trono el desdichado Candaules.

Este rey encontraba placer en hacer que otros hombres vieran la desnudez de su esposa.

Un día, hizo partícipe de tales placeres a su guardia favorito, un oscuro capitán llamado Giges. Los dos hombres se escondieron tras unas cortinas en los aposentos reales y espiaron a la reina, mientras ella se cambiaba de ropa. El ánimo de Giges se vio perturbado por inquietas sensaciones de lujuria y de temor. Al día siguiente, la reina lo convocó ante su presencia y le dijo:

—Oh, Giges, tengo malas nuevas para ti. Sé que me has visto desnuda y, en consecuencia, no podré permitir que sigas viviendo. Ahora mismo daré unas órdenes y te matarán como a un perro. Pero si eres valiente, puedes eludir ese destino. Yo ya estoy harta de los vicios del rey. Tu opción es matarlo y casarte conmigo para gobernar el reino. Giges no lo pensó mucho. Candaules fue asesinado y así empezó, señor, la dinastía de los mermnadas. El pueblo se indignó ante el asesinato. Pero Giges les pidió que mantuvieran la calma y oyeran el pronunciamiento del oráculo de Delfos. Antes de consultar a la pitonisa, Giges hizo llegar al templo unos valiosos presentes. La respuesta oracular fue favorable para él, pero con una cláusula de mala sombra que aseguraba que el rey de la quinta generación sería el último de la dinastía. Los sucesores de Giges se llamaban Ardis, Sadiatas y Alyate. Entre los tres sumaron ciento dieciocho años de gobierno. Estos reyes de Lidia hicieron la guerra y extendieron el imperio. Fueron tiempos de gran prosperidad, ya que se cobraban fuertes tributos a las regiones conquistadas.

El hijo de Alyate llegó al trono en plena juventud. Se llamaba Creso. Era un hombre muy rico y muy astuto, pero encarnaba la generación marcada por el oráculo. Debe decirse que el pueblo de Lidia, encandilado por la prosperidad, no recordaba ya la profecía. Te juro, rey Xaiarxa, a quien los griegos llaman Xerxes, que Creso reinó venturosamente durante quince años. Entonces apareció tu ilustre antecesor, el gran Ciro. El imperio persa estaba extendiendo su poder y las tropas ya estaban cerca de las fronteras orientales de Lidia. Aunque te cueste creerlo, Creso resolvió confiar el diseño de su estrategia a algún oráculo. Como no sabía a cuál consultar, tuvo la idea de mandar un mensajero a cada uno de ellos para comprobar la exactitud de las profecías. Los enviados tenían orden de presentarse puntualmente en el centésimo día después de su partida y preguntar qué es lo que estaba haciendo Creso en ese momento. El rey había elegido una acción infrecuente: despedazar una tortuga y un cordero y cocinarlos en un caldero de bronce.

Al regreso de los emisarios, Creso se sorprendió al ver que uno de ellos traía la respuesta correcta. Era el que venía de Delfos, precisamente el oráculo que había prometido el final de su estirpe.

Inmediatamente, llegaron ante la pitonisa suntuosos regalos destinados a asegurar un dictamen favorable: un león de oro que pesaba más que cuatro hombres robustos y ciento diecisiete lingotes rodeándolo. Además, se ordenó que todos los habitantes de Lidia hicieran un sacrificio ritual por el oráculo.

Una vez cumplidas estas maniobras de soborno, el rey se presentó ante la sacerdotisa.

La respuesta fue la que todos conocemos: «Si atacas a Ciro, un gran imperio se destruirá».

Creso atacó y después de sangrientas batallas sucedió lo que el oráculo decía. Cayó un gran imperio. El de Lidia. El de Creso.

El rey Ciro quiso celebrar la victoria quemando vivo a Creso. Se encendió una enorme pira, que iba a servir además como ofrenda a vaya a saber qué divinidades. Cuando el fuego ya lo alcanzaba, Creso recordó a Solón, el sabio de Atenas que alguna vez le había aconsejado prudencia y gritó su nombre por tres veces. El gran Ciro sintió curiosidad y mandó a sacar al prisionero de las llamas sólo para que le explicara quién era Solón. Creso habló. Después de contar la vida de Solón, dijo que también podía revelar al rey de los persas todo lo que sucedía al otro lado del Egeo, en Atenas, en Corinto, en Áulide, en Esparta, y logró que Ciro le perdonara la vida. El glorioso rey de Lidia terminó sus días como esclavo e informante de los persas.

Tú, venerable Xaiarxa, has venido a suceder a Ciro en sus victorias y conquistas. Yo también tengo deberes de sucesión. Soy Esquedio, hijo de Mirón, que era nieto de Creso, la octava generación de los mermnadas. Y si bien es tarde para que yo sea rey, no lo es para recuperar algo de la legendaria prosperidad de mi bisabuelo. Yo también conozco los secretos militares de los griegos y te los ofrezco a cambio de una ínfima parte del oro que los persas tomaron de mi patria, oh, victorioso Xaiarxa.

JERJES: —Tus antepasados eran gente demasiado supersticiosa. Giges creía en las palabras huecas del oráculo de Delfos. Creso presumía de astuto y puso a prueba a los farsantes para ver por cuál se dejaría embaucar. Pero la mayor estupidez es sobornar a los clarividentes. Eso es creer que el futuro es hijo de la profecía y que el profeta construye el porvenir con sus palabras.

Ahora llegas tú, Esquedio, y te juro que podrás ser el continuador de tu bisabuelo. Yo seré un nuevo Ciro y tú serás un nuevo Creso.

Pero no te molestes en contarme los secretos de los griegos, porque ya me pertenecen. Además, los persas no damos a los traidores riquezas, sino la muerte. Haremos una nueva pira y tú arderás en ella, como bisnieto, reemplazante y sucesor de Creso, último rey de Lidia.

Telón

BRISAS DEL PLATA

E
l verdadero Hormiga Negra, anciano ya, despreció el libro de Gutiérrez que lo había hecho inmortal con una frase en la que vindicaba su condición de homicida: «Una cosa es matar un hombre en el papel y otra es matarlo de endeveras».

El dictamen no es —como podría pensarse— un extravío entre el mundo real y la invención artística, sino más bien una contundente degradación de la segunda.

El teatrista Enrique Argenti discrepaba abiertamente con los conceptos estéticos de Hormiga Negra. Él creía que la realidad era notablemente inferior y que el arte era la rebelión del hombre ante la malvada estupidez de los sucesos cotidianos.

Para defenderse de quienes consideraban al teatro como una mera imitación subalterna, Argenti se divertía siguiendo unos procedimientos que confundían ambos mundos. Como muchos otros directores, buscó espacios alternativos en donde espectadores y actores se hallaban en estrecha y equívoca vecindad.

La más audaz de sus invenciones a ese respecto fue la compañía «Brisas del Plata». Los actores eran sometidos a un riguroso adiestramiento y, sin duda, debían estar dispuestos a abandonarlo todo por el arte.

«Brisas del Plata» era un grupo preparado para una sola e interminable función. La obra se llamaba
Vidas.

La representación comenzó el 6 de octubre de 1964, frente a la boletería de la estación Villa del Parque. Los actores eran doce.

Los primeros diálogos eran un intercambio de recuerdos de juventud. Muy pronto, los personajes empezaron a involucrarse con el público, pero también con pasajeros del ferrocarril y caminantes desprevenidos. Uno invitó a una señorita a tomar un café en una confitería de la calle Cuenca. Otro, discutió largamente con el diariero acerca de la demencia de los poderosos del mundo. La actriz principal se subió al tren con un señor de bigotes que vivía en San Miguel.

Todos estaban actuando y componían personajes, aunque los seres reales con los que se conectaban no lo sabían.

El escaso público se retiró enseguida, pero la función continuó durante años, en distintos foros y arborizando su argumento hasta lo inconcebible.

César del Prato, el actor más importante, cometió homicidio y estuvo muchos años preso. Ni siquiera ante los jueces desmontó su actuación y pagó sin chistar las culpas de un personaje.

La bella Inés Sotelo se casó con un canalla con el que cada noche mantenía los más vigorosos diálogos. El galán maduro llegó a ministro. La talentosa Celia Codoro tuvo que ser reemplazada en 1970.

Periódicamente, todos se comunicaban con Argenti, le referían los progresos del personaje y las tramas que a su alrededor se urdían. Argenti trabajaba entonces con sus amigos dramaturgos y les hacía llegar nuevos parlamentos y sugerencias para seguir adelante con la representación.

Un día de 1972, Argenti los convocó a todos para el gran cuadro final, otra vez en Villa del Parque. Allí, los sobrevivientes del grupo «Brisas del Plata» contaron sus aventuras, presentaron a sus nuevos familiares y amigos y juraron que el mundo no estallaba de puro milagro.

El último parlamento: «Vieja, vamos a tener que agrandar la mesa», fue recitado por el ya veterano César del Prato.

Hubo pocos aplausos, ya que casi nadie sabía que se trataba de una obra teatral. Estaban presentes Enrique Argenti, unos pocos directores amigos y el crítico oriental Wilson D. Pessano, que también había asistido al estreno.

Al finalizar la función, algunos actores preguntaron dónde estaban los camarines, con la evidente intención de regresar a las personas que eran en su vida anterior. Pero a los pocos minutos comprendieron que el propósito artístico de Argenti se había cumplido inexorablemente: los compromisos tomados por los personajes debían ser honrados por el actor.

Después de algunas vacilaciones, todos optaron por permanecer en su mundo ficcional, junto a sus mujeres teatrales o en el ejercicio de sus nuevas profesiones.

La crítica de Wilson D. Pessano en
El País
de Montevideo lamentó el final de la obra Vidas: «La función debió prolongarse indefinidamente, sin telones de clausura».

Argenti se indignó ante aquella opinión: «Los artistas modificamos la realidad y triunfamos sobre ella. Si tomamos un palo y queremos que sea una espada, será una espada. Si le decimos al público que estamos muertos, la gente nos tendrá por finados, por muchos saltos que demos. Las obras terminan cuando nosotros queremos. La vida, en cambio, sigue más allá de lo bello y de lo bueno y termina en el momento menos conveniente, deshilachada, incompleta, prosaica».

Años después vino a saberse que Pessano formaba parte del grupo oriental «La Virazón», que con parecidas bases ideológicas se había fundado en Montevideo. Más aún, Pesano no era un crítico sino un actor que representaba ese papel en la obra
El interminable fluir del destino,
dirigida por el señor Nelson Covarrubias. Esa función todavía no ha terminado.

ALUCINACIONES

L
a alucinación o percepción de un objeto que no existe es un asunto que asegura la controversia perpetua. Elegir entre varias captaciones de la realidad no es tan sencillo como parece. Es clásica la terquedad del alucinado para desconocer su carácter de tal. Y clásica es la desconfianza del filósofo ante las herramientas del hombre para enfrentar el conocimiento. Después de todo, el solipsismo, más que una convicción verdadera, es el ejercicio de un derecho, reclamado por quienes advierten que muchas de nuestras creencias cotidianas se sostienen en la conjetura, en la comodidad, o en el engaño. Creer que el vecino de al lado es una creación de nuestra mente no es menos novelesco que considerarlo un ser real.

Tal vez, toda la gnoseología no sea sino una polémica entre víctimas de alucinaciones diferentes.

Manuel Mandeb relataba al borde del desmayo esta simple historia, que para él era la tragedia central del mundo: un hombre ve lo que todos ven, pero le asigna una importancia, una naturaleza y un sentido diferentes. El lenguaje impide comprender estas discrepancias, que son verbalizadas como coincidencias. Por otra parte, Mandeb vivía desconfiando de todos los episodios de su vida, sospechando que podían ser alucinaciones.

Para algunos, la irresponsabilidad del hombre de Flores ante sus compromisos económicos y sentimentales, encontraba sostén filosófico en la duda precitada.

En una carta que alcanzó alguna difusión como prosa poética y que era en realidad la negativa a solventar unas cuotas del crédito Devoreal, Mandeb escribió: «Nos vemos a nosotros mismos como seres reales, pero quizá somos nuestro propio y engañoso espejismo. Yo, que me veo ahora denso y palpable, soy, sin embargo, alucinación de mí mismo».

Ixión era un traidor tesalio que había asesinado a su suegro. Según se dice, fue precursor en esta clase de crímenes: nadie antes había matado a un familiar. Zeus se apiadó de él cuando todos en la Hélade se negaban a purificarlo. El príncipe de los dioses le permitió probar la ambrosía, que garantizaba la inmortalidad.

Pero Ixión fue ingrato. Se enamoró de Hera y una noche quiso atropellarla en un yuyal. Hubo una breve persecución y Zeus creó una nube que tenía la misma apariencia de la diosa. Ixión se unió a ese fantasma, mientras Hera, a las risas, se refugiaba en las casas.

Sin embargo, aquella cópula espectral tuvo frutos contantes y sonantes: la estirpe de los centauros nació de aquella nube. Por esta falta, Ixión fue condenado a girar eternamente atado a una rueda de fuego. La historia abre las puertas al siguiente argumento: cuando una ilusión, o un engaño, o un embeleso producen los mismos efectos que los objetos reales, entonces son reales. Para Ixión aquella nube fue Hera, tanto por su goce como por sus hijos y su castigo.

Una leyenda más rigurosa hubiera hecho ilusorias las consecuencias del acto. Pero ese rigor hubiera privado a esta historia de su más alto sentido poético.

El ingeniero Bruno Ferrantes se había vuelto loco en diciembre de 1963, cuando extravió un billete premiado.

En realidad, su conducta era vulgarmente razonable, salvo por Adela, su novia imaginaria. El ingeniero iba a las confiterías perfectamente solo, pedía dos copetines y charlaba con una silla vacía. Pagaba entradas superfluas en los teatros, compraba fiambre de más y sorprendía a los bailarines del salón La Argentina con solitarios pasos de tango.

Un día, Ferrantes empezó a pasear en silencio y con las manos en el bolsillo. Los vecinos conjeturaron que había egresado de la demencia. Sin embargo, Ferrantes le confesó a un mozo del Imperio de Chacarita que Adela lo había dejado.

Su vida continuó normalmente, pero con una enorme pena. Una pena real que lo acompañó hasta su muerte, ocurrida dos meses después.

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