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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (23 page)

El maestro y calígrafo Váliabha Radhakrishnan jura que, cerca de las ruinas de Kusumapura, hay centenares de sogas enhiestas que apuntan hacia el cielo esperando que algún caminante quiera subir por ellas. Pero los hombres no ven, o no entienden su significado, o han perdido la fe en los milagros.

SOLES CHINOS

E
n algunas regiones de la China se creía que una divinidad llamada Xi He había engendrado diez hijos, que eran diez soles. Conforme a las disposiciones del Soberano del Mundo, los hermanos se turnaban en la importante tarea de iluminar a los hombres, favorecer el crecimiento de las plantas y establecer la duración de las jornadas.

Los soles descansaban en la región de Tanggu, junto a un estanque que marcaba el punto más oriental del Universo. Los hermanos acostumbraban a bañarse en aquellas aguas que, por esa razón, se mantenían siempre calientes.

Junto al estanque, se alzaba el árbol llamado Fu Sang, que según se calcula tenía una altura de varios miles de metros y cuyo tronco sólo podía ser abarcado con los brazos unidos de mil personas.
[5]
Cada hermano había elegido una rama para su descanso.

Pero los soles se aburrieron de aquel régimen y de las largas esperas. Pensaron entonces en salir todos juntos cada mañana y corretear por los cielos, formando grupos e inventando juegos.

Al día siguiente, los diez hermanos abandonaron el estanque de Tanggu y trastornaron las disposiciones del Soberano del Cielo. La Tierra se calcinó.
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Ningún objeto pudo proyectar sombra. Los ríos se secaron, los campos se incendiaron y los hombres tuvieron que correr a refugiarse en el fondo de las cavernas.

El emperador Yao era un hombre virtuoso que vivía humildemente en una cabaña rústica. Yao ordenó a los soles supernumerarios que abandonaran el cielo, pero su orden fue desoída.

Entonces, el Soberano del Cielo decidió intervenir. Convocó de inmediato a Hou Yi, el héroe celestial y le dijo las siguientes palabras:

—Los hijos de Xi He han traicionado mi voluntad y hacen alarde de su poder en la altura. Toma este arco rojo y estas diez flechas blancas y castígalos.

Hou Yi descendió a la Tierra y allí pudo apreciar las calamidades producidas por los diez hermanos y el sufrimiento del pueblo. Lleno de furor, Hou Yi le lanzó una flecha a uno de los soles. Hubo una gigantesca explosión y luego se vio caer una bola encendida. Los demás soles trataron de huir, pero Hou Yi los fue derribando uno a uno.

Cuando preparaba su flecha para bajar al último, intervino el sabio emperador y le pidió que lo dejara, después de explicarle las ventajas de un sol único y previsible.
[7]

El héroe guardó sus armas y se marchó a buscar otras aventuras.

En algunas regiones de la China se niega la gesta de Hou Yi y se sostiene la cosmología original de diez soles distintos y sucesivos.

También puede pensarse que cada sol es diferente, que todos los días amanece un astro recién nacido. Nada se repite, nadie regresará.

SOMBRAS

D
iscutir la relación entre un cuerpo y la sombra que proyecta es un asunto menos relacionado con la física que con la magia y la poesía.

Los hechiceros más ortodoxos tienden a considerar a la sombra como una prolongación del ser, de suerte que cualquier daño que se viniera a causar en ella afectaría directamente la corporeidad.

El filósofo y asceta Sankara abandonó el mundo a los ocho años y empezó a recorrer la India tratando de restaurar el hinduismo frente al avance de los budistas. Cuentan que habiendo discutido con el Gran Lama, tuvo la ocurrencia de enfatizar sus argumentos levantando vuelo. El Lama percibió la sombra de Sankara arrugándose en las desigualdades del terreno y clavó su cuchillo en ella. El maestro Sankara, achurado, cayó muerto al suelo.

En los funerales de la China, cuando llegaba el momento de cerrar el féretro, todos se alejaban unos cuantos pasos y, de ser posible, pasaban a otra habitación. Se pensaba que si una sombra quedaba atrapada por la tapa del ataúd, la salud de su titular declinaría dramáticamente.

En Arabia aseguraban que cuando una hiena pisaba una sombra humana, la persona quedaba petrificada.

La sombra de una cosa ya es la cosa. Pero también es su fantasma, su versión imperfecta, su borrador, su estado decadente.

Los Brujos de Chiclana, después de años de paciente ejercicio de las sombras chinescas, llegaron a percibir algunos casos que señalaron como prodigiosos.

El ingeniero Domingo P. Bonfante tenía la sombra retrasada, de tal manera que sus acciones se proyectaban en el suelo y en las paredes unos diez minutos después de haber sucedido.

Se trata de un caso mucho más dramático que el de los caballos sin sombra de las cuchillas orientales, que presentan esta anomalía a causa de su enorme rapidez.

Mucho más interesante es el fenómeno inverso, la sombra que se adelanta a los acontecimientos. Las personas que realizan esta clase de proyección están, naturalmente, en condiciones de profetizar.

Debemos reconocer, sin embargo, que no se trata de asuntos muy corrientes. La enorme mayoría de los hombres apenas si puede percibir la sombra de lo que está haciendo en ese momento. Pero aun en los vulgares casos de simultaneidad puede encontrarse alguna heterodoxia: Manuel Mandeb aseguraba que su cuerpo seguía a su sombra. La distinción no es temporal sino lógica. Para Mandeb, su sombra decidía y su cuerpo obedecía servilmente. Más aún, el pensador de Flores creía que a todos les pasaba lo mismo, pero que casi nadie tenía la capacidad de establecer el lugar del que provenían sus decisiones.

La separación de cuerpos y sombras es un asunto literario de relativo éxito cuyo punto culminante es la figura de Peter Pan. Pero si es raro que un hombre busque su sombra, mucho más exótico es encontrar una sombra en busca de su cuerpo. Cerca de los baños del bar La Academia, hay una solitaria oscuridad sentada que anda rastreando a alguien. No tiene el menor dato sobre lo que busca ni sobre lo que es.

Los mozos suelen confundirse al señalarla y los poetas billaristas que cunden en ese lugar afirman que todos somos esa oscuridad.

El guerrero Tukaitawa tenía un poder directamente proporcional a la longitud de su sombra. Amanecía invencible y se debilitaba progresivamente hasta el mediodía, momento en que quedaba exánime. Después, a la tardecita, su fuerza volvía a crecer. Nadie explica lo que sucedía a la noche, tal vez para evitar un verdadero caos de fortalezas y flojedades entreveradas. Alguien descubrió el secreto del vigor de Tukaitawa y lo mató con el sol en lo más alto.

Los Brujos de Chiclana juran que la sombra del pájaro que se llama saviá restituye a los hombres provectos el entusiasmo venéreo. Sólo hay que correr bajo la sombra del pájaro en vuelo, sin que ninguna parte del cuerpo quede expuesta al sol. No es un asunto fácil, ya que el saviá es un ave pequeña y veloz. Además, hay que cuidarse mucho de no confundirlo con el benteveo, que según todos sabemos, produce un efecto exactamente opuesto.

El que pisa la sombra de la estatua de Florencio Sánchez atrae sobre sí una credulidad patológica que lo convierte en víctima de los gandules del barrio.

Se dice que un cierto duraznero de Sáenz Peña produce unos frutos cuya sombra puede comerse. Los Brujos previenen sobre la necesidad de asegurarse de no comer la sombra de duraznos verdes, que causan penurias que van desde el desengaño amoroso hasta el apurón digestivo.

Si alguien se acuesta desnudo a la sombra de la señora Herminda C. de Fitz, será casi inevitable que su cuerpo se coloque en disposición lujuriosa.

El músico Ivés Castagnino ha insistido en que ciertas músicas proyectan sombra. Algunos han querido ver en esta animación una astuta alegoría de la armonía y el contrapunto. Sin embargo, Castagnino aseguraba a sus discípulos que si uno cantaba con fe, era posible protegerse del solazo de enero bajo el fresquito benéfico del estilo El tirador plateado.

Se cree en algunos cafetines que las sombras de las novias fugitivas suelen regresar a sus antiguos amores. Algunos piensan que estos regresos parciales son anticipos de la reanudación total del tráfico afectivo. Otros conjeturan que en estos casos la sombra es símbolo de las cenizas, de los restos, del oscuro excipiente del fuego amoroso. Una noche de mayo, se presentó en la pieza de Manuel Mandeb la sombra de su novia Beatriz Velarde, que lo había abandonado, según se dice, en otra vida o en el mismo momento de nacer, ya que Mandeb no recordaba haber vivido un solo instante que no estuviera teñido de pesar por la ausencia de Beatriz.

La sombra se hizo repetir antiguas confesiones, lloró un rato y luego admitió que una Beatriz Velarde contante y sonante se hallaba en ese mismo momento en compañía de otro señor. Después, enfatizó el poder poético de los recuerdos, la dignidad de lo caduco, la perfección de lo que no está.

Mandeb, con un pretexto cualquiera, fue hasta el patio y después de saltar unos alambrados pudo escapar a toda velocidad por el terreno de un vecino. No volvió a su casa hasta varios días después. La sombra ya se había ido.

El gigante Gorrindo, como se sabe, arrebata la sombra de los peregrinos cortándolas con un facón luminoso. Otros ladrones de sombras son los Enanos Pelirrojos. Según la leyenda, estos diminutos seres roban fragmentos de sombras. Lo hacen del modo más impune, pues casi nadie tiene el escrúpulo de comprobar periódicamente que su sombra esté completa. Los enanos van guardando estos retazos en una enorme cueva subterránea cuyo emplazamiento se discute. En el final de los tiempos, que no está lejano, los enanos zurcirán los fragmentos robados y producirán una larga y extensa noche en la que ocurrirán toda clase de desgracias.

Los perversos Pelirrojos ven facilitada su tarea cuando una sombra presenta regiones peninsulares. Así, las personas que llevan objetos en la mano o sombreros puntiagudos o bufandas al viento, no hacen más que acercar el fin del mundo.

Pero la revelación más siniestra de los Brujos se escribe así: nuestro destino es convertirnos en nuestra propia sombra. El universo se va ensombreciendo a cada instante. Nuestros cuerpos de tres dimensiones serán cada vez más insignificantes y, en cambio, crecerán nuestras proyecciones oscuras. Al cabo, no habrá en Flores ni en ninguna otra parte, otra cosa que sombras.

Para algunos, ese día ya ha llegado. En ciertas cuadras de la calle Membrillar ya viven únicamente sombras, cada vez más tenues, cada vez menos perceptibles, arrastrándose hacia la ausencia absoluta.

LA CONVERSIÓN
DE LOS DESCREÍDOS

E
ntre tantos amoríos como tuvo, el poeta Jorge Allen solía encontrarse con Adriana, una muchacha silenciosa y apasionada, con amplia vocación de clandestinidad. Ella jamás proporcionaba ninguna clase de información mundana. Allen nunca supo su apellido, ni conoció a ninguna de sus amistades. Tales lejanías entusiasmaron al poeta, de modo que sus citas se hicieron cada vez más frecuentes. Pero no puso en ellas más que una pasión violenta. No sentía celos ni interés por lo que Adriana hiciera más allá de sus encuentros. Él creía saber que ella estaba de novia con un escribano o tal vez con un esgrimista.

Una noche cualquiera, la hermosa muchacha le dijo:

—A partir de ahora nos veremos menos. Tengo un novio.

Allen no se alarmó. Pero lo cierto fue que jamás volvieron a verse. Cuando comprendió el carácter definitivo de aquel abandono, el poeta reparó en unas tristezas nuevas, que no había experimentado nunca, ni siquiera ante la ausencia de sus novias más clásicas. Por un instante, sintió la tentación de escribirle o de llamarla por teléfono para revelarle un amor que nunca se había verbalizado. Pero no lo hizo. Largos años de sabiduría amorosa le decían que las personas que abandonan no desean oír declaraciones del abandonado. Se dispuso entonces a sufrir el silencio sin molestar a nadie con esperanzas.

Hubiera sido conveniente para esta historia que Adriana también descubriera un amor profundo que no había podido ser percibido entre los apurones del furor erótico. Tal cosa no sucedió. Nadie supo más de ella. Jorge Allen era poco propenso a la confidencia. Sin embargo, un año después, aburrido por el retraso de unos trenes, le contó a Manuel Mandeb los pormenores de su desventura. Mandeb se subió a uno de los bancos de la estación y gritó:

—¡Milagro, milagro!

Después abrazó a Allen y le dijo:

—Hasta hoy no poseía la fe, pero al oír esta historia, he comprendido que es inevitable que el cielo exista o que volvamos a nacer de algún modo. Hace falta otra vida, amigo Allen, sólo para que esta mujer sepa que ha sido amada de un modo irrenunciable por el hombre menos constante. No hay nada superfluo en el universo. Y una pasión como la suya no puede incendiarse sola, sin producir consecuencias, sin que se caigan algunos imperios. Esta noche, cuando llegue a su casa, vaya escribiendo un poema. No cometa la torpeza de buscarla para entregárselo. Guárdelo para el día en que todos nos encontremos otra vez. Eso sí, recuerde que ella tampoco lo amará en esa nueva existencia. Seguramente, encontrará un paraíso junto al escribano o al esgrimista. Usted sufrirá, en esta y en todas las vidas. Pero piense que, gracias a ese sufrimiento, hemos venido a saber que el mundo tiene un sentido.

En ese momento llegó el tren y los amigos ya no volvieron a hablar del asunto. Jorge Allen sólo escribió una línea del poema:

Por dentro y por fuera, tu cabeza ardía...

Manuel Mandeb mantuvo su fe hasta unos meses más tarde, cuando otros amores y otros desengaños lo hicieron regresar a su viejo escepticismo.

OJOS

E
l pensamiento de los siglos XV y XVI giraba alrededor de la semejanza. Allí donde las cosas se parecían, era posible descifrar alguna ley de la naturaleza. En la filosofía, en la cosmología, en la física y en todas las ciencias, existía una complicada red de similitudes que todo pensador debía tener en cuenta. En aquel entonces, casi no podía mencionarse una cosa sin que otra resonara por simpatía. El universo era un enorme jeroglífico.

Los oculistas de hoy profesan convicciones prácticas, aunque banales, acerca de lo que es un ojo. Los cabalistas, en cambio, aseguraban que el globo ocular se componía de diez partes que correspondían a las diez numeraciones o sephiroth. Los alquimistas hablaban de un Ojo del Mundo, que en cierto modo lo creaba y que acaso era el mundo mismo. La pupila de aquel ojo cósmico simbolizaba el caos macroscópico de los cuatro elementos y el nervio óptico representaba nada menos que el tetráktys pitagórico. Robert Fludd aseguraba que el ojo humano estaba hecho a imagen del universo y que los colores estaban en él y no fuera.

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