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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (22 page)

Manuel Mandeb y sus amigos estuvieron tentados de encargar un ramo de flores con una cinta que dijera «Adela». Pero enseguida se avergonzaron de aquella extravagancia.

De todos modos, al velorio no fue nadie.

Elvira y Ema Carranza eran dos hermanas solteronas que vivían encerradas en una casita de la calle Bacacay. Les gustaba presumir de sus dolencias e incluso competían entre ellas para ver cuál de las dos estaba más enferma.

En algún momento, empezaron a creerse víctimas de alucinaciones. Se trataba en verdad de una falsa creencia, pues las hermanas percibían los objetos tal como eran. Sin embargo, desconfiaban del carácter real de todo cuanto las rodeaba. Así, empezaban a los gritos al encontrarse con un simple perchero, en la certeza de que se trataba de la creación de una mente al borde del colapso.

Frecuentemente se deshacían de muebles, libros y adornos que daban por imaginarios. Los vecinos solían inspeccionarles la basura para ver si hallaban algún objeto valioso.

Pero hay algo más extraño: cada una de ellas sostenía que la otra era una visión.

Las discusiones eran muy violentas y los argumentos se oían desde la esquina.

Una mañana, tuvieron la idea de consultar con Bernardo Salzman, el jugador de dados, que vivía enfrente. Le preguntaron sin más trámites cuál de las dos le parecía real. El ruso las miró un instante y luego declaró en tono molesto:

—Ninguna.

Las hermanas Carranza creyeron desde ese día que Salzman era una alucinación y dejaron de saludarlo.

El músico Fernando Marzán padecía alucinaciones sonoras. A veces, mientras escuchaba alguna pieza, percibía nítidamente voces, contrapuntos o armonías de violín que no figuraban en la obra.

Cuando dirigía el Coro del Hospital Pirovano siempre oía que alguien desafinaba. Pero aún tomando los recaudos policiales más minuciosos, no conseguía identificar al culpable.

Enterados de estos trastornos del maestro, algunos integrantes del coro se equivocaban a propósito e incluso cambiaban la letra, incorporando incisos de la más vulgar grosería.

Marzán tampoco podía templar la guitarra. Según su testimonio, cuando uno tensaba las cuerdas de aquel fatídico instrumento, iba de una afinación demasiado baja a una demasiado alta sin pasar jamás por el punto justo.

Una noche, un ángel se le presentó en sueños y le reveló una hermosa obra para piano. Marzán tuvo la suerte de despertar enseguida, lo que le permitió anotar aquella música del modo más prolijo. Más tarde, sus amigos no dudaron en considerarla el tango
Más allá
de Joaquín Mora.

Fernando Marzán era un pianista prodigioso, pero abandonó su carrera porque razonó que todos los malos músicos son víctimas de alucinaciones sonoras: oyen un do donde suena un mi; perciben lo horroroso como sublime; se conmueven ante lo vulgar; son indiferentes a cualquier genialidad.

CORO

La ley,

la rigurosa ley

que impide la destrucción del mundo

se escribe así:

Toda sensación es verdadera.

(Ahora sé que me amaron.)

ASTRÓLOGOS

C
omo todos sabemos, Manuel Mandeb, el polígrafo de Flores, había sido abandonado por la bellísima Beatriz Velarde. La pena le duró siempre pero el hombre resolvió abstenerse de todo suicidio. También se abstuvo de escribir poemas, de comentar el asunto con sus amigos y, ciertamente, de fastidiar a Beatriz Velarde con su presencia. Sin embargo, se atrevió a esperar en secreto, sin permitirse acción alguna pero sin resignarse a dar el asunto por terminado.

Una tarde le contaron que el astrólogo Apolonio Cordero adivinaba el futuro y, más aún, tenía el don de establecer la posibilidad o imposibilidad de un romance. Con una simple fotografía, Apolonio estaba en condiciones de dictaminar si la persona retratada se iba a entreverar o no con el consultante.

Lo malo era que Mandeb tenía una pobre opinión de los hechiceros, las brujas, los videntes y los tarotistas. Pensaba que todos ellos eran simples charlatanes y siempre se había negado a someterse a cualquier clase de atención mágica. Pero tantos años de tristeza muda lo impulsaron a acercarse al consultorio de la calle Bolivia, donde el astrólogo atendía del modo más aparatoso. La consulta no fue muy impresionante. Apolonio lo limpió de malas influencias con unos pases de manos. Después le tiró las cartas y juntos arribaron a la conclusión de que Beatriz Velarde era la sota de copas. El vidente le explicó a Mandeb que debía ponerse contento de que no hubiera aparecido tras cartón el tres de espadas y sí el caballo de oros que indicaba la posibilidad de un triunfo. Como notó que Mandeb no daba muestras de mayor entusiasmo, Apolonio le dijo que casi no podía aspirarse a una baraja mejor. Sin embargo, al rato las cartas se tornaron adversas y el tallador informó confidencialmente a Mandeb que era muy probable que Beatriz Velarde anduviera con otro. El polígrafo, malhumorado, respondió que no era necesario ser adivino para formular aquella conjetura. Acto continuo, pagó la consulta y se fue.

En los días siguientes, anduvo coleccionando argumentos que demostraran la incompetencia de los blacamanes en general y de Apolonio en particular.

Dos meses después, en la peluquería, oyó hablar del ruso Dimitri, un señor que tenía poderes de toda índole y que recibía en sueños la visita anticipada del porvenir. Mandeb se sometió a esta segunda opinión un sábado por la tarde.

El ruso confirmó el diagnóstico de Apolonio después de enterarse de que Mandeb había nacido a las once de la mañana.

Antes de despedirlo, a modo de consuelo, Dimitri pronosticó viajes, distinciones y prosperidades. Manuel declaró que aquellos dones eran para él la mala suerte y salió dando un portazo.

A partir de entonces, comenzó una interminable peregrinación de hechicero en hechicero.

El que más le gustó fue el tuerto Barale, un hombre austero que se limitaba a profetizar poniéndose las manos sobre los ojos. El tuerto juró que Beatriz aún pensaba en Mandeb, pero unas fuerzas extrañas se oponían. Habló de la envidia de unos vecinos, de amigas que influían en las decisiones de ella y de planetas que se obstinaban en órbitas tales que venían a joder enteramente aquel romance. El enamorado escuchaba aburridísimo, hasta que algo le interesó. Barale prometió que todo cambiaría cuando un chingolo diera saltos sobre un retrato de Adolphe Menjou. Mandeb pidió inmediatamente al tuerto que le explicara qué clase de determinismo era el que vinculaba los saltos de un pajarito y las preferencias amorosas de Beatriz. Barale se excusó diciendo que él era adivino y no epistemólogo. No le resultó sencillo al polígrafo de Flores hacerse de una foto del actor francés Adolphe Menjou. El mismo astrólogo le consiguió una vieja tapa de Radiolandia que fue a parar a un balconcito, aprisionada entre dos latas de malvones.

Los meses siguientes sólo consistieron en la tediosa espera de un chingolo. Debe decirse en este mismo momento que estos pájaros baguales han sido espantados por el ferrocarril y el ruido de las ciudades, de modo que su número es muy escaso.

Unos meses más tarde, Mandeb volvió a consultar al tuerto Barale para preguntarle si la expresión «cuando aparezca un chingolo» era literal o metafórica. El hechicero contestó que toda revelación es metafórica, pero lo tranquilizó jurándole que, al menos, podía estar seguro de que no se trataba de una expresión como «cuando los sapos críen cola» u otras vulgaridades por el estilo.

Renovada su fe, Manuel Mandeb se sentaba cada tarde frente a su ventana. Se había hecho experto en el reconocimiento de toda clase de aves urbanas como el gorrión, el mixto, el jilguero, el cabecita negra, el tordo y otros bicharracos. Se hizo suscriptor de algunas revistas ornitológicas para que el instante de su dicha amorosa fuese establecido sin lugar a ninguna duda. Averiguó cuáles eran las semillas preferidas del chingolo para tentarlo adecuadamente. Cada vez salía menos. Cuando alguien llamaba a su puerta se fastidiaba y atendía a sus visitantes sin dejar de mirar la ventana.

Cada tanto, volvía al consultorio del tuerto para formular quejas impacientes. En una ocasión preguntó si no era posible cambiar de pájaro ante la escasez de chingolos. El brujo respondió irónicamente que también podía pensarse en sustituir a Beatriz Velarde por otra dama mejor dispuesta.

El polígrafo de Flores fue razonando que una espera demasiado larga era indigna. Enojado por la dilación a que era sometido, resolvió hacer una última visita de reclamo al tuerto Barale. Lo recibió la mujer. Con palabras groseras le informó que el adivino se había escapado con una prestidigitadora chilena. Le dijo además que su marido era un mentiroso y un farsante y que había que ser muy estúpido para creer en él.

El retrato de Adolphe Menjou se fue destiñendo a causa del sol y la llovizna. Mucho tiempo después, un chingolo saltó sobre él. Pero ya era tarde. Mandeb no alcanzó a verlo pues había dejado de prestar atención al movimiento de los pájaros en su ventana.

Una noche, el poeta Jorge Allen le recomendó un nuevo nigromante que se había instalado en la calle Morón. Mandeb corrió a visitarlo y se hizo tirar las cartas. No salieron ni la sota de copa ni el caballo de oros. Después, Mandeb le mostró la foto de la mujer que lo hacía penar.

Ya no era la foto de Beatriz Velarde.

EL BAR VIII

E
l Hombre Sabio se sentó en silencio. El loro dijo:

—El amor es una puerta y un beso es la llave. Eso explica el fervor amoroso de todos los parroquianos. Y el carácter efímero de todos los romances. Aquí nos amamos a paso de búsqueda. Sólo nos detenemos a mirar al otro el tiempo indispensable para saber que no es el que buscábamos. Sin embargo, cada elección incorrecta refuerza la esperanza del amante desengañado.

El secreto está en no comprender, en no advertir que no importa cómo se repartan las parejas. Ningún amor está por encima de los demás y todas las llaves están falseadas. Pero conviene no saberlo.

SOGAS

U
na tarde, en la ciudad de Kapilavastu, donde transcurrió su infancia y su juventud, Siddhártha Gáutama enfatizó uno de sus sermones con una demostración de sus poderes milagrosos: lanzó hacia lo alto una cuerda, que se sostuvo sola. Luego trepó por ella hasta desaparecer en las alturas. Fuera de la vista de sus discípulos dividió su cuerpo en pedazos, que dejó caer al suelo. Finalmente, los fragmentos se recompusieron y el Buda, enterito, sonrió a los pasmados espectadores.

En realidad, se trataba de un milagro muy usual en la magia tradicional de la India. Los faquires y sus discípulos lo realizaban en todas las ciudades, con ligeras variantes. Algunos utilizaban hilos delgadísimos, casi invisibles. Otros prendían fuego a la cuerda. La mayoría prefería dejar los riesgos de la elevación y el desmembramiento a los ayudantes, mientras ellos permanecían al pie de la soga tocando la flauta o conversando a la muchedumbre.

Durante los siglos VIII y IX, todos los que viajaban a la India daban testimonio de aquellas maniobras. Ibn Batuta advirtió que sólo era una ilusión que los faquires producían en los testigos. El comentarista judío Simeón ben Josef hizo notar que elevarse en el aire y caer despedazado no era más prodigioso que no hacerlo y lograr que otros juraran haberlo visto.

El místico Al Hallaj, un hombre que buscaba continuamente señales de Dios, viajó a la India para que alguien le enseñara a hacer el milagro de la cuerda. Cuando llegó, le contaron que había una mujer que podía revelarle el secreto. Al Hallaj se encontró con ella en la orilla del mar. La mujer lanzó al aire una cuerda con nudos y trepó hasta desaparecer. Después, tiró de la soga y dejó al místico en completa soledad. La mujer no bajó jamás. Desde entonces, Al Hallaj ya no esperó señales de Dios sino de aquella dama. Pasaba días enteros mirando al cielo, por si una cuerda se descolgaba. A veces, arrojaba él mismo sogas al aire que, sin engancharse en ningún sitio, caían pesadamente sobre su cabeza.

Según las creencias arcaicas de la India y el Tíbet, hace mucho tiempo el cielo y la tierra estaban comunicados. Los dioses bajaban con frecuencia y los reyes, después de haber cumplido sus misiones terrenales, ascendían por medio de sogas, árboles, escaleras o montañas. Pero hubo una catástrofe: la caída, que es común a tantas civilizaciones. Aquel cataclismo modificó la estructura del cosmos y la condición humana: la comunicación entre la tierra y el cielo se cortó y el hombre se hizo mortal. Su cuerpo se separó de su alma.

Después de aquel episodio, sólo algunos seres privilegiados —como los hechiceros y los religiosos— pudieron subir al cielo gracias al milagro de la cuerda.

Un sabio de la Antigüedad, llamado Jáimini, desplegaba su cuerda hacia las alturas y luego, en lugar de elevarse, recibía a una criatura celestial que descendía de entre las nubes. Los glosadores posteriores consideran este milagro muy superior al clásico ascenso del hechicero, toda vez que el recién llegado puede aportar noticias o descripciones de un mundo superior que no conocemos.

El faquir de Flores Devendranáth Baccaro realizaba en los teatros un número que consistía precisamente en trepar por una gruesa soga de cáñamo que previamente se elevaba a los sones de una ocarina.

Los asistentes no dejaban de advertir que la cuerda ascendía tirada desde las alturas por un hilo delgado y transparente que iban enrollando unos empleados desde la parrilla. Intuían también que la punta de la soga se colgaba de un gancho y que el faquir no llegaba al cielo, sino apenas a un andamio oculto tras los volados del telón. Sin embargo, todos aplaudían y ése era el verdadero prodigio.

Devendranáth explicaba que una soga, un hilo, un cordel, es metáfora de lo religioso, de lo que está ligado, de lo que no está solo. El acto de la cuerda es un intento de unirse con Dios y también con los otros hombres. Pero es evidente que para lograr unos pocos instantes de comunión, hace falta un milagro. Casi nadie puede subir por la soga, casi nadie puede ser entendido.

Los discípulos del faquir no le prestaban mucha atención y le aconsejaban que reemplazara aquel número por una cama de clavos o la ingestión de un sable.

En la India, las imágenes del hilo, de la ligadura y del tejido expresan al mismo tiempo el privilegio de estar unido a Dios y la tragedia de la predestinación.

Entre los hinduistas, el demonio Vritra y el antiguo dios Váruna eran dueños de los nudos y estaban encargados de mantener sujetos a los muertos. Tal como en los afanes griegos de las parcas, vivir equivalía a ser tejido por los dioses. Pero en la India esa trama no se detenía con la muerte del individuo, sino que prolongaba sus diseños saltando de vida en vida.

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