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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (29 page)

—Creo que me encuentro un poco mejor —dijo.


Miracolo!
—exclamó Ezio, aliviado.

—La verdad es que no —replicó el médico—. No debió de tomar demasiado porque, por desgracia, tengo bastante experiencia con víctimas de cantarella. Gracias a eso, me ha sido posible desarrollar un antídoto muy efectivo. Ahora —continuó juiciosamente— te pondré unas sanguijuelas, que harán que mejores del todo. Puedes descansar aquí, hijo mío, y muy pronto estarás como nuevo.

Trajinó un poco más, cogió un bote de cristal lleno de unas criaturas negras, que se retorcían, y sacó un puñado.

—No sé cómo darte las gracias —le dijo Pietro a Ezio—. Yo...

—A mí se me ocurre cómo —respondió Ezio enérgicamente—.

Dame la llave de la puertecita que usas para tus citas en el Castel Sant'Angelo con Lucrezia. ¡Ahora!

El rostro de Pietro reflejó recelo.

—¿De qué estás hablando? Yo no soy más que un pobre actor, una víctima de las circunstancias... Yo...

—Escucha, Pietro, Cesare sabe lo tuyo con Lucrezia.

El recelo fue sustituido por el miedo.

—¡Oh, Dios!

—Pero puedo ayudarte. Si me das la llave.

En silencio, Pietro hurgó en su taparrabos y se la entregó.

—Siempre la llevo conmigo —dijo.

—Muy inteligente por tu parte —contestó Ezio, que se guardó la llave en el bolsillo, pues le garantizaría la entrada en el castillo siempre que le hiciera falta.

—Mis hombres irán a buscar tu ropa y te llevarán a un lugar seguro. Le he ordenado a un par de ellos que te echen un ojo, pero tú desaparece del mapa por un tiempo.

—Pero... ¡mi público! —gimió el actor.

—Tendrán que arreglárselas con Longinos hasta que vuelva a ser seguro para ti mostrarte ante ellos. —Ezio sonrió con sorna—. Yo no me preocuparía. No tiene ni punto de comparación contigo.

—Oh, ¿de verdad lo crees?

—Sin duda.

—¡ Ay! —gritó Pietro, cuando la primera sanguijuela procedió.

En un abrir y cerrar de ojos, Ezio había desaparecido y afuera les dio las órdenes necesarias a sus hombres.

—Quitaos esos disfraces en cuanto podáis. Las Termas de Trajano —añadió— no están lejos. Con un poco de suerte, vuestra ropa de calle aún estará donde la dejasteis.

Se marchó solo, pero no se había alejado mucho, cuando advirtió la presencia de una figura que trataba de pasar desapercibida entre las sombras. En cuanto el hombre notó que Ezio le miraba, salió corriendo. Pero no antes de que Ezio hubiera reconocido a Paganino, el ladrón que decidió quedarse atrás en el saqueo a Monteriggioni.

—¡Eh! —gritó Ezio y fue tras él—. ¡Un momento!

Era evidente que el ladrón conocía aquellas calles. Se escabullía con tanta facilidad que Ezio le perdió en la persecución y más de una vez tuvo que subir a los tejados para echar un vistazo a las calles de abajo y volver a localizar al hombre. En ese momento se dio cuenta de lo sorprendentemente útil que resultaba el guante mágico de Leonardo.

Por fin logró dar con su presa e interrumpió su huida. El ladrón fue a sacar su puñal, una cinquedea con muy mal aspecto, pero Ezio se la arrebató de inmediato y repiqueteó sin peligro en el pavimento.

—¿Por qué corres? —preguntó Ezio mientras inmovilizaba al hombre.

Entonces vio que una carta salía de la bolsa de cuero que llevaba atada al cinturón. El sello era inconfundible: ¡era del Papa Alejandro VI, Rodrigo, el Español!

Ezio soltó un suspiro mientras una serie de sospechas se aclaraban. Hacía mucho tiempo Paganino había estado en el Gremio de Ladrones de Antonio de Magianis, en Venecia. Los Borgia debieron de ofrecerle bastante dinero para que quisiera cambiarse de bando y entonces se infiltraría en el grupo de La Volpe. Los Borgia habían tenido todo el tiempo un topo en el corazón de la organización de los Asesinos.

¡Aquél era el traidor y no Maquiavelo!

Mientras Ezio estaba distraído, el ladrón se soltó y, en un abrir y cerrar de ojos, cogió el arma. Sus ojos desesperados se encontraron con los de Ezio.

—¡Larga vida a los Borgia! —gritó y se clavó la cinquedea en su propio pecho.

Ezio miró al hombre caído mientras se retorcía en su agonía. Bueno, mejor morir así que no lentamente, a manos de sus señores. Ezio sabía muy bien el precio que hacían pagar los Borgia por un fallo. Se metió la carta en su jubón y se marchó.

«
Merda
—pensó—, tenía razón. Y ahora tendré que detener a La Volpe antes de que encuentre a Maquiavelo».

Capítulo 37

Mientras Ezio cruzaba la ciudad, fue abordado por Saraghina, una de las chicas de La Rosa in Fiore.

—Tienes que venir enseguida —dijo—. Tu madre quiere verte urgentemente.

Ezio se mordió el labio. Debería darle tiempo.

—Deprisa.

En cuanto llegaron al burdel, se encontró a María esperándole, con expresión de enorme preocupación.

—Ezio —dijo—. Gracias por venir a verme.

—Tengo que darme prisa, madre.

—Hay un problema.

—Dime.

—La antigua propietaria de este establecimiento...

—¿
Madonna
Solari?

—Sí. —María recobró la calma—. Resulta que era una estafadora y una mentirosa. Hemos descubierto que estaba jugando il doppio gioco, y tenía una estrecha relación con el Vaticano. Y lo que es peor, algunas de sus empleadas que aún están aquí podrían...

—No te preocupes, madre. Averiguaré quiénes son. Enviaré a los reclutas en los que más confío para que interroguen a las chicas. Bajo la dirección de Claudia, pronto sabrán la verdad.

—Gracias, Ezio.

—Nos aseguraremos de que sólo se queden aquí las que nos sean fieles. En cuanto al resto...

El rostro de Ezio adoptó una expresión adusta.

—Tengo más noticias.

—¿Sí?

—Nos han dicho que los embajadores del rey Fernando de España y del emperador sagrado romano, Maximiliano, han llegado a Roma. Por lo visto buscan una alianza con Cesare.

—¿Estás segura, madre? ¿Por qué lo iban a necesitar?

—No lo sé,
figlio mio
.

A Ezio se le tensó la mandíbula.

—Más vale prevenir que curar. Pídele a Claudia que investigue por mí. La dejo al mando para que les dé órdenes a los reclutas que os envíe.

—¿Confías en ella para esto?

—Madre, después del asunto con el banquero, os confiaría a ambas mi vida. Me avergüenzo de no haberlo hecho antes, pero fue sólo mi preocupación por vuestra seguridad lo que...

María alzó una mano.

—No tienes que darme explicaciones. Y no hay nada que perdonar. Todos volvemos a ser amigos ahora. Eso es lo que importa.

—Gracias. Los días de Cesare están contados. Incluso aunque los embajadores consigan su apoyo, no tardarán en darse cuenta de que no sirve de nada.

—Espero que tu confianza esté justificada.

—Créeme, madre, lo está. O lo estará si logro que La Volpe deje de tener sospechas equivocadas respecto a Maquiavelo.

Capítulo 38

Ezio tomó prestado un caballo de los establos que había liberado y cabalgó de inmediato hacia El Zorro Durmiente. Era crucial que llegara allí antes de que le ocurriera nada a Maquiavelo. Si le perdía, perdería al más inteligente de la Hermandad.

Aunque no era tan tarde, se alarmó al ver que la taberna estaba cerrada. Tenía su propia llave, así que entró por la portezuela.

La escena con la que se encontraron sus ojos le dijo que había llegado con el tiempo justo. Estaban presentes todos los miembros del Gremio de Ladrones. La Volpe y sus principales tenientes estaban juntos, muy ocupados, hablando de algo que parecía de gran importancia y por lo visto tomaron una decisión, puesto que La Volpe, con una mirada torva en su rostro, se acercó a Maquiavelo, con una eficiente daga suiza en su mano derecha. Maquiavelo, por su parte, parecía indiferente, como si no tuviera ni idea de lo que estaba sucediendo.

—¡Para! —gritó Ezio, irrumpiendo en la escena, con la respiración entrecortada tras su carrera precipitada.

Todos los ojos se volvieron hacia él, mientras La Volpe se quedaba clavado en su sitio.

—¡Detente, Gilberto! —le ordenó Ezio—. He descubierto quién es el traidor.

—¿Qué? —dijo La Volpe, sorprendido, acompañado del murmullo de su gente, alborotada.

—Es, era, uno de tus hombres: ¡Paganino! Estaba presente en el ataque a Monteriggioni y ahora me he dado cuenta del daño que ha hecho en muchas de nuestras recientes desgracias.

—¿Estás seguro de eso?

—Él mismo confesó su culpa.

La frente de La Volpe se oscureció y enfundó su daga.

—¿Dónde está ahora? —gruñó.

—Donde nadie le tocará nunca más.

—¿Está muerto?

—Por su propia mano. Llevaba esta carta encima.

Ezio levantó el pergamino sellado y le pasó la carta a La Volpe. Maquiavelo se acercó cuando el líder de los ladrones rompió el sello para abrirla.

—¡Dios mío! —exclamó La Volpe mientras leía rápidamente las palabras.

—Déjame ver —dijo Maquiavelo.

—Claro —accedió La Volpe, alicaído.

Maquiavelo le echó un vistazo a la carta.

—Es de Rodrigo para Cesare. Son detalles de los planes que tenemos para el general francés, Octavien; entre otras cosas.

—¡Uno de mis propios hombres!

—Son buenas noticias —le dijo Maquiavelo a Ezio—. Podemos sustituir esta carta por otra que contenga información falsa y así les despistaremos...

—Sí, son buenas noticias —respondió Ezio, pero su tono era frío—. Gilberto, deberías haberme escuchado.

—Estoy de nuevo en deuda contigo, Ezio —dijo La Volpe con humildad.

Ezio se permitió una sonrisa.

—¿Qué deuda va a haber entre amigos que confían, que deben confiar el uno en el otro?

Antes de que La Volpe pudiera contestar, Maquiavelo intervino:

—Y felicidades, por cierto. Hace tres días me encontré con tu Cristo resucitado.

Ezio se rio al pensar en el rescate de Pietro. ¿Cómo se enteraba Maquiavelo de las cosas tan rápido?

La Volpe miró a los hombres y mujeres del Gremio que estaban reunidos a su alrededor.

—Bueno, ¿qué estáis mirando? —dijo—. Estamos perdiendo el tiempo. ¡A trabajar!

Más tarde, después de que Maquiavelo se marchara para encargarse de la carta interceptada, La Volpe llevó a Ezio a un lado.

—Me alegro de que estés aquí —dijo— y no sólo porque hayas impedido que quede como un completo imbécil.

—Más que eso —dijo Ezio sin darle mucha importancia—. ¿Sabes qué te habría hecho si llegas a matar a Nicolás?

La Volpe resopló.

—Ezio... —dijo.

Ezio le dio una palmada en la espalda.

—No pasa nada. Ya no hay más discrepancias. En la Hermandad no podemos permitírnoslas. Bueno, ¿qué es lo que querías decirme? ¿Necesitas mi ayuda?

—Sí. Este Gremio es fuerte, pero muchos de mis hombres son jóvenes y no los he puesto a prueba. Mira ese chaval que te robó la cartera. Mira al joven Claudio...

—¿Y qué quieres que haga...?

—Ahora te lo iba a decir. Generalmente, los ladrones en Roma son hombres y mujeres jóvenes, expertos en lo suyo, claro, pero jóvenes y propensos a las rivalidades. A rivalidades perjudiciales.

—¿Me estás hablando de otro grupo?

—Sí. Uno en particular, que podría representar una amenaza. Necesito refuerzos para encargarme de ellos.

—¿Mis reclutas?

La Volpe permaneció callado y luego dijo:

—Sé que rechacé tu ayuda cuando sospechaba de Nicolás, pero ahora...

—¿Quiénes son?

—Se llaman los
Cento Occhi
, los Cien Ojos. Son criaturas de Cesare Borgia y nos causan considerables problemas.

—¿Dónde está su base?

—Mis espías la han localizado.

—¿Dónde?

—Espera un momento. Están furiosos y andan buscando pelea.

—Entonces debemos cogerles por sorpresa.


Bene!

—Pero tenemos que estar preparados para las represalias.

—Atacaremos primero y luego no tendrán opción a ninguna represalia. —La Volpe, que ahora se parecía más al de antes, se frotó las manos anticipando lo que iba a suceder—. Lo principal es eliminar a sus líderes. Son los únicos que tienen contacto directo con los Borgia. Acaba con ellos y habremos decapitado a los
Cento Occhi
.

—¿Y de verdad necesitas mi ayuda para esto?

—Acabaste con el poder de los hombres lobo.

—Sin tu ayuda.

—Lo sé.

—El hombre que me ayudó a acabar con ellos fue...

—¡Lo sé!

—Escucha, Gilberto. Combinaremos nuestras fuerzas y haremos esto juntos, no temas. Luego supongo que tu Gremio será el cártel dominante de Roma.

—Es cierto —afirmó La Volpe de mala gana.

—Si te ayudo con esto —dijo Ezio despacio—, hay una condición.

—¿Sí?

—Que no vuelvas a amenazar la unidad de la Hermandad. Pues eso es lo que has hecho.

La Volpe agachó la cabeza.

—He aprendido la lección —dijo dócilmente.

—Aunque tengamos éxito en esta aventura tuya o no.

—Tengamos éxito o no —aceptó La Volpe—. Pero seguro que sí.

—¿Seguro que sí qué?

La Volpe le dedicó a su amigo una sonrisa mefistofélica.

—Que ganaremos —respondió.

Capítulo 39

Ezio destacó a un grupo de sus reclutas en aumento para ayudar a La Volpe en sus esfuerzos contra los
Cento Occhi
y se dirigió de vuelta a su alojamiento. Rellenó con veneno la ampolla que contenía en su interior la daga venenosa, que Leonardo le había preparado especialmente, y comprobó y limpió la pistola retráctil, la daga de doble filo y la nueva ballesta con los dardos venenosos.

Su trabajo fue interrumpido por un mensajero de Bartolomeo, que le pidió que fuera al cuartel de los mercenarios tan rápidamente como le fuera posible. Puesto que se olía problemas y empezó a preocuparse (Ezio esperaba que Bartolomeo y sus
condottieri
controlaran al francés), guardó en las alforjas las armas del Códice que creyó que podría necesitar y se dirigió a los establos, donde alquiló su caballo favorito y se marchó. Hacía un buen día y el camino estaba más o menos seco, ya que no llovía desde hacía una semana. El campo estaba polvoriento, pero escogió la ruta que más les costaría seguir a las tropas Borgia y tomó el atajo de los bosques a través de los campos, donde las vacas levantaron sus cabezas, despreocupadamente, e interrumpieron su pastoreo para verle pasar.

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