«Viajaré hasta el corazón negro de un imperio corrupto para acabar con mis enemigos. Pero Roma no se construyó en un día y no será un asesino solitario el que la restablezca. Soy Ezio Auditore da Firenze. Ésta es mi hermandad».
Roma, que una vez fue poderosa, está en ruinas. La ciudad está plagada de sufrimiento y degradación, y sus habitantes viven a la sombra de la implacable familia Borgia. Tan sólo un hombre puede liberar al pueblo de la tiranía de los Borgia: Ezio Auditore, el maestro asesino.
La búsqueda de Ezio le pondrá a prueba. Cesare Borgia, un hombre más infame y peligroso que su padre el Papa, no descansará hasta conquistar Italia. Y en una época tan traicionera, la conspiración está en todas partes, incluso dentro de la misma Hermandad…
Anton Gill
Assassin's Creed. La Hermandad
Assassin's Creed 2
ePUB v2.0
Moower17.05.12
Título original:
Assassin's Creed. Brotherhood
Anton Gill, Enero de 2010.
Seudónimo usado: Oliver Bowden
Traducción: Noemí Risco
Editor original: Moower (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
Los acontecimientos de los últimos quince minutos extraordinarios, que podrían haber sido quince horas, incluso días, por lo largos que se hicieron, pasaron, una vez más, a toda velocidad por la cabeza de Ezio mientras se tambaleaba y su mente daba vueltas, desde la bóveda de la Capilla Sixtina.
Recordaba, aunque le parecía un sueño, que en las profundidades de la cripta había visto un enorme sarcófago hecho de lo que parecía ser granito. Al acercarse, había empezado a brillar, pero con una luz acogedora.
Tocó la tapa y se abrió, ligera como una pluma. Surgió una cálida luz amarilla y del interior de aquel resplandor apareció una figura, cuyos rasgos Ezio no pudo distinguir, aunque sabía que estaba frente a una mujer. Una mujer de estatura antinatural, que llevaba un casco y en cuyo hombro derecho portaba un cárabo.
La luz que la rodeaba le dejaba ciego.
—Saludos, Profeta —dijo, llamándole por el nombre que misteriosamente le habían asignado—. Llevo diez mil millares de estaciones esperándote.
Ezio no se atrevió a levantar la vista.
—Muéstrame la Manzana.
Con humildad, Ezio se la ofreció.
—Ah. —Su mano acarició el aire por encima del fruto, pero no lo tocó. Resplandecía y latía. Sus ojos se clavaron en él—. Debemos hablar.
Ladeó la cabeza, como si estuviese reflexionando sobre algo, y Ezio, al levantar la vista, creyó ver un atisbo de sonrisa en su rostro iridiscente.
—¿Quién eres?
—Tengo muchos nombres. Cuando... fallecí, era Minerva.
Ezio reconoció el nombre.
—¡La diosa de la sabiduría! El búho en tu hombro. El casco... Por supuesto.
Inclinó la cabeza.
—Los dioses a los que adoraban tus antepasados ya no existimos. Juno, la reina de los dioses, y mi padre, Júpiter, el rey, que me trajo a la vida por su frente. Yo era la hija, no de sus entrañas, ¡sino de su cerebro!
Ezio estaba paralizado. Parecía una de las estatuas que se extendían por las paredes. Venus. Mercurio. Vulcano. Marte...
Se oyó un ruido, como un cristal que se rompía a lo lejos o el sonido que podría hacer una estrella al caer; pero era su risa.
—No... No somos dioses. Simplemente llegamos antes. Incluso cuando caminábamos por el mundo, la humanidad se esforzaba por comprender nuestra existencia. Tan sólo estábamos más avanzados en el tiempo. —Hizo una pausa—. Pero, aunque puede que no nos entiendas, debes tener en cuenta nuestra advertencia.
—No lo entiendo.
—No tengas miedo. Deseaba hablar contigo, pero también a través de ti. Eres el Elegido de tu tiempo. El Profeta.
Ezio notó el cálido abrazo maternal que abarcaba todo su cansancio.
Minerva alzó los brazos y el techo de la cripta se convirtió en el firmamento. Su rostro resplandeciente reflejó una tristeza indescriptible.
—Escucha y mira.
Ezio apenas podía soportar aquel recuerdo: había visto la Tierra entera y los cielos que la rodeaban hasta más allá de la Vía Láctea, la galaxia, y su mente apenas comprendía dicha visión. Vio un mundo, su mundo, destruido por el hombre, y una llanura azotada por el viento. Pero entonces vio a personas deshechas, efímeras, pero impertérritas.
—Os dimos el Edén —dijo Minerva—, pero se convirtió en Hades. El mundo ardió hasta quedar reducido a cenizas. Pero os creamos a nuestra imagen y semejanza, y os creamos a vosotros, hicierais lo que hicieseis, a pesar de todo el mal canceroso que hubiera en vuestro interior, por decisión propia, para daros libertad, para que sobrevivierais. Y lo reconstruimos. Tras la devastación, reconstruimos el mundo, después de eones, y se ha convertido en el mundo que conocéis y habitáis. Intentamos por todos los medios que una tragedia semejante no volviera a suceder.
Ezio volvió a mirar hacia el cielo. Un horizonte. En él, templos y formas, escritura grabada en piedra, bibliotecas repletas de pergaminos, barcos, ciudades, música y baile. Perfiles y formas de civilizaciones antiguas que él desconocía, pero que reconocía como la obra de otros seres como él.
—Pero ahora los míos se están muriendo —decía Minerva— y el tiempo corre en nuestra contra... La verdad se transformará en mito y leyenda. Pero Ezio, profeta y líder, aunque posees la fuerza física de un mero mortal, tu voluntad está al mismo nivel que la nuestra y en ti mis palabras perdurarán.
Ezio la miró, embelesado.
—Que mis palabras también traigan esperanza —continuó Minerva—, Pero tendrás que darte prisa, porque el tiempo apremia. Protégete contra los Borgia. Protégete contra la Cruz Templaría.
La cripta se oscureció. Minerva y Ezio estaban solos, bañados en un débil resplandor de luz cálida.
—Mi gente debe abandonar este mundo. Pero el mensaje está entregado. Ahora depende de ti. Nosotros no podemos hacer nada más.
Y entonces se hizo la oscuridad y el silencio, y la cripta se convirtió de nuevo en un mero sótano subterráneo, vacío por completo.
Y aun así...
Ezio salió de allí y contempló el cuerpo retorcido de Rodrigo Borgia, el Español, el Papa Alejandro VI, líder de la facción templaría, ensangrentado mientras, por lo visto, agonizaba; Ezio no podía asestarle el golpe de gracia. El hombre parecía estar muriéndose solo. Al parecer, Rodrigo había tomado veneno, el mismo sin duda que le había administrado a muchos de sus enemigos. Bueno, que encuentre su propio camino al
Inferno
. Ezio no se apiadaría de él y le facilitaría la muerte.
Salió de la penumbra de la Capilla Sixtina hacia el sol. Una vez en el pórtico, vio que le esperaban sus amigos y compañeros Asesinos, miembros de la Hermandad, a cuyo lado había vivido tantas aventuras y sobrevivido a tantos peligros.
Verdad que no se puede llamar virtud el matar
conciudadanos, el traicionar a los amigos y el
carecer de fe, de piedad o de religión, con cuyos
medios se puede adquirir poder, pero no gloria.
N
ICOLÁS MAQUIAVELO
,
El Príncipe
Ezio se quedó de pie un momento, aturdido y desorientado. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquel lugar? Conforme iba recuperando lentamente sus sentidos, vio a su tío Mario separándose del grupo de sus compañeros Asesinos para acercarse a él y cogerle del brazo.
—Ezio, ¿estás bien?
—Hu... hu... hubo una pelea... Con el Papa, con Rodrigo Borgia. Le he dado por muerto.
Ezio tembló violentamente. No podía controlarse. ¿Podía ser verdad? Unos minutos antes, aunque le parecía que hacía cientos de años, había participado en una lucha a vida o muerte con el hombre que más odiaba y al que más temía, el líder de los Templarios, la sanguinaria organización empeñada en la destrucción del mundo que Ezio y sus amigos de la Hermandad de los Asesinos se habían esforzado tanto por proteger.
Pero los había derrotado. Había usado los grandes poderes del misterioso artefacto, la Manzana, el sagrado Fruto del Edén que los antiguos dioses le habían concedido para asegurar que su inversión en la humanidad no desaparecía en el derramamiento de sangre y la iniquidad. Y había surgido triunfante.
¿O no?
¿Qué había dicho? «Le he dado por muerto». Y, de hecho, Rodrigo Borgia, el vil anciano que no había reparado en medios para llegar hasta la cima de la Iglesia y convertirse en Papa sí que parecía estar muriéndose. Había tomado veneno.
Pero ahora una duda espantosa asaltaba a Ezio. Al mostrar piedad, la piedad que era el alma del Credo de los Asesinos y que debía, por lo que él sabía, ser concedida a todos aquellos cuyas vidas pusieran en peligro al resto de la humanidad, ¿había sido débil?
Si así era, nunca permitiría dejar traslucir sus dudas; ni siquiera le diría nada a su tío Mario, el líder de la Hermandad. Se irguió. Había dejado que aquel anciano se quitara la vida. Le había dejado tiempo para rezar. No le había atravesado el corazón para asegurarse de que estaba muerto.
Una fría mano se cerró sobre su corazón cuando una voz clara le dijo en su mente: «Deberías haberlo matado».
Se sacudió para deshacerse de sus demonios como un perro se seca el agua después de un baño. Pero aun así seguía pensando en su desconcertante experiencia en la extraña cripta bajo la Capilla Sixtina del Vaticano romano, el edificio del que acababa de salir hacia la intermitente y desconocida luz del sol. Todo a su alrededor le parecía extrañamente normal y en calma. Los edificios del Vaticano estaban como siempre, resplandecientes bajo aquella luz brillante. El recuerdo de lo que acababa de pasar en la cripta volvió a su memoria, una gran oleada de imágenes arrolló su conciencia. Había tenido una visión, un encuentro con una extraña diosa —puesto que no había otro modo de describir a aquel ser—, que ahora sabía que era Minerva, la diosa romana de la sabiduría. Le había enseñado tanto el pasado distante como el futuro lejano de tal manera que le había hecho detestar la responsabilidad que aquel conocimiento le cargaba sobre los hombros.
¿Con quién podría compartirlo? ¿Cómo iba a explicarlo? Todo parecía tan irreal...
Lo único de lo que estaba seguro después de aquella experiencia —más terrible que otra cosa— era que la pelea no había terminado. Tal vez llegaría un día en el que volvería a su ciudad natal, Florencia, y se pondría con sus libros, bebería con sus amigos en invierno y cazaría con ellos en otoño, perseguiría a las chicas en primavera y supervisaría las cosechas de sus fincas en verano.
Pero ese momento todavía no había llegado.
En el fondo sabía que los Templarios y todo el mal que representaban no habían terminado. Se enfrentaba contra un monstruo con más cabezas que Hidra y, como esa bestia, que ningún otro hombre salvo Hércules había podido matar, era inmortal.
—¡Ezio!
La voz de su tío era fuerte, pero le sirvió para despertarle del ensueño que le tenía en sus garras. Tenía que recuperar el control y pensar con claridad.
Había un fuego ardiendo con furia en la cabeza de Ezio. Pronunció su nombre para sus adentros como si le tranquilizara: soy Ezio Auditore da Firenze. Fuerte, un maestro de las tradiciones de los Asesinos.