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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (54 page)

Esta nueva guerra, cuando estallara, tendría lugar sobre suelo púnico, y estaría acompañada por nuevos levantamientos en Libia e Iberia. Los romanos se habían hecho fuertes en Sicilia. Dado el poderío de la flota romana, no había ninguna posibilidad de enviar tropas a la isla. Italia misma era completamente inatacable. La grande y rica Massalia, aliada y punto de apoyo de los romanos en caso de guerra, podía cerrar los caminos costeros, y más allá de Massalia bastaban pocas legiones para bloquear las delgadas franjas de tierra llana que se extendían entre el mar y las montañas; además, los barcos de Roma podían desembarcar tropas en cualquier parte.

Así, pues, no quedaba más que la pobre esperanza de la paz y la gran probabilidad de emprender una guerra defensiva contra un enemigo superior que podía decidir el escenario, la prontitud y la forma del enfrentamiento.

—Por eso quiero la paz a cualquier precio, meteco. —Hannón sonreía casi con bondad; poco faltaba para que estirara la mano y acariciara el brazo que Antígono aún podía retirar de la mesa.

La
Gruta de los Placeres Amargos
se encontraba a la misma distancia del
tofet
que del puerto, un poco al norte de ambos, cerca de la Calle Mayor. A primera hora del mediodía no había mucha gente en la taberna: otras cuatro mesas con clientes, en total once hombres y tres mujeres. La luz de las antorchas que iluminaban el frío sótano se reflejaba en los recipientes de cristal y en las pulidas superficies de madera tratada con resina y cera. Una parte de los pensamientos de Antígono estaba perdida en las montañas de col rehogada con vinagre de vino, jugo de cebollas y rodajas de limón, en los puerros remojados en salsa amarga, el pescado salado, el asado de caballo escabechado con vinagre y acompañado por algas cocidas en agua salada, el muslo de perro cebado, con pepinos y aros de cebolla como guarnición, y todas las otras cosas que Hannón había devorado o todavía tenía en la mesa.

Antígono se limitó a tomar vino con cinamomo y agua caliente, pan y un asado un tanto frío y sin vinagre.

—Sólo verlo ya me causa ardor de estómago —dijo haciendo un movimiento de desdén con la mano.

Otra parte de sus pensamientos estaba con los romanos, que habían hecho una larga escala en el sur de Italia y en Sicilia y no habían llegado a Kart-Hadtha hasta la noche anterior. El resto de sus pensamientos estaba en Iberia, con Aníbal, y en un intento de adivinar las razones que había tenido Hannón para concertar este encuentro.

—¿Ardor? Ah, eso siento yo en el espíritu cuando escucho el nombre de Aníbal.—Hannón se secó la boca con el dorso de la mano y se limpió los restos de comida del anillo del dedo mayor. La piedra era azul oscuro.

—En cierta manera estoy de acuerdo contigo en lo que se refiere a la situación inicial de la guerra, si es que estalla alguna. Pero, gran Hannón, ¿qué sucedería si siempre pagas el precio que nos piden por la paz? ¿Qué precio tienes en mente ahora?

El púnico se reclinó un momento y se acomodó la gorra de fieltro. La barba, antes blanca, estaba teñida de castaño.

—Eso depende.

—¿De qué?

—Del precio que exijan nuestros amigos romanos.

—Tus amigos. Yo elijo a los míos con más cuidado.

Hannón dejó escapar una risa suave. Hundió la mano en el plato de mijo sazonado con especias picantes, formé una bolita y se la metió en la boca.

—Es igual. No estamos hablando de amistad —dijo de forma casi ininteligible—. Tratándose de nosotros, creo que sería un tema equivocado. Estamos hablando de precios. De muchos precios.

Antígono arrugó la frente.

—¿Muchos precios? ¿Cuáles?

—La decisión que debe tomarse esta tarde nos concierne a todos nosotros. Y tiene muchos precios, meteco. Montañas de plata por una guerra que tenemos perdida de antemano. O, de lo contrario, dos o tres pequeños sacrificios que a nosotros, a todos nosotros, pero en especial a ti y a mí, nos permitirán seguir con el comercio y las ganancias.

—No creo que esos sacrificios puedan ser tan pequeños.

Hannón extendió los brazos.

—Eso es cuestión de la vara con que se midan. ¿Qué es grande, qué es pequeño?

—No soy inspector de pesas y medidas. ¿Qué precio estás dispuesto a pagar?

Hannón cogió la cola de una sardina en vinagre.

—Iberia. —Se metió todo el pescado en la boca y masticó.

—¿Iberia? ¿Toda Iberia?

El púnico asintió y tragó el bocado.

—Seamos honestos: los que más ganancias han sacado de Iberia son los que ahora han provocado la guerra.

—¿Los romanos? —Antígono enseñó los dientes.

—Los bárcidas —dijo Hannón impasible—. Todos nosotros hemos ganado algo, claro; pero la plata de Iberia ha servido sobre todo para poner al populacho del lado de Asdrúbal, Aníbal y el consejero Bomílcar.

Antígono rió.

—Oh gran Hannón, ambos sabemos muy bien que la adhesión del pueblo depende de regalos agradables. Estoy pensando en las numerosas fiestas que has dado en el ágora. ¿Reprochas ahora a los bárcidas el hacer lo mismo que tú?

—No se lo reprocho. El poder, meteco, sólo se posa sobre aquellos que pueden pagarlo y aplicarlo. Yo he pagado, los bárcidas han pagado. Hasta aquí es un juego antiguo y, por lo tanto, respetable. Pero ahora tendremos que pagar todos. Las piedras de Saguntum caerán sobre nuestras cabezas.

—Zakantha, Hannón. No es una ciudad latina.

—Es una aliada de Roma, meteco. Deberíamos sopesar todo.

—Sopesa, púnico, te escucho.

Hannón asintió y se inclinó hacia delante. Apoyé los codos sobre la mesa y fue levantando los dedos de la mano derecha al tiempo que hablaba.

—Primero: en lugar de que todo se destruya y se pierda en una guerra, intentaremos conservar tantas posibilidades de comercio y territorios como sea posible. Segundo: ofreceremos a Roma que se trace una línea desde el cabo del norte de la antigua Mastia hacia el Oeste. Las minas de plata se encuentran al sur de esa línea. El norte estará bajo dominio romano. Tercero: pagaremos a Roma una indemnización similar al importe del botín de Saguntum; puesto que Saguntum quedará en la parte romana de Iberia, el Senado podrá reconstruir y devolver a la ciudad a los habitantes sobrevivientes. Cuarto: reduciremos el número de nuestros efectivos en Iberia, digamos a una tercera parte. Eso no puede ser una amenaza para los romanos. Quinto: ofreceremos a Roma un nuevo tratado, amistad y una alianza. En caso de guerra, pondremos tropas y barcos a disposición de los romanos; a cambio nos dejarán que conservemos Libia para siempre.

Antígono jugaba con el cuchillo; por un momento su mano se cerró con fuerza alrededor de la empuñadura.

—¿Te hacen falta los cinco dedos de la otra mano, púnico, o ya has terminado?

—He terminado. —Hannón se reclinó en su asiento y cogió la copa de vino.

—Recuerdo que tus antepasados rechazaron una propuesta similar hecha por Marco Atilio Régulo, enviar barcos y esas cosas a las guerras de Roma. Así pues, ¿quieres convertir a tu ciudad en sierva y vasalla?

Hannón bebió y arrugó la nariz.

—El orgullo es una cosa, meteco; las ganancias y la supervivencia, otra muy distinta.

—Puede ser. Pero yo creo que sigues teniendo una opinión equivocada sobre Roma. Si los romanos quisieran paz y amistad no hubieran empezado la primera guerra, ni nos hubieran arrebatado Sardonia y Kyrnos al terminar la guerra contra los mercenarios. Aunque aceptaran tus condiciones sin exigir nada más.., los libios no estarán seguros hasta que vean las cosas de otra manera. Firmar tratados con Roma es como intentar acuñar el rostro del viento en una moneda. O como trenzar una cuerda con arena.

—Deja a un lado la poesía, meteco.

—Ah, lo había olvidado; las comparaciones gráficas no son muy de tu agrado. Pero, fuera de que me parece estúpido y cobarde suplicar a Roma que nos deje algo que pertenece a Kart-Hadtha y donde Roma no tiene nada que hacer, me refiero a Libia, ¿de verdad crees poder conservar los yacimientos de plata de Iberia?

Hannón se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

—Porque la frontera que propones para Iberia no se puede sostener. Es una línea trazada arbitrariamente sobre un mapa, sin ríos, montañas o fortificaciones que le sirvan de apoyo. Además: aunque se pudiera trazar esa frontera, pronto habría problemas. Los íberos que quedaran al sur de la frontera no tardarían en levantarse, y el ejército empequeñecido no podría dominarlos. Perderíamos todo Iberia, y probablemente la chispa de la rebelión saltaría sobre los númidas, y si esto sucede arderá toda la parte occidental de Libia, como mínimo. O, lo que es más probable: Roma somete al norte de Iberia, y. a más tardar tres años después. los íberos del norte se dan cuenta de que bajo el dominio púnico tenían una vida más fácil, más libre y mejor; entonces se levantan contra los romanos, y el sur de Iberia no puede quedar al margen de la lucha. En lugar de evitar una guerra, lo que harás es provocarla.

—Sería otra guerra, que concluiría con la desocupación de Iberia.

Antígono comprendió de repente que el líder de los «Viejos», quien ya había cumplido sesenta y dos años, estaba desesperado; el heleno rió.

—Ahora te entiendo… El Consejo ha aceptado a los rehenes zacantinos; los bárcidas han repartido el botín entre el pueblo. Sabes que perderás en la discusión de esta tarde. ¿Y ahora quieres que obligue a los bárcidas a que laman la bota romana?

—Tú puedes hacerlo. —El rostro de Hannon no reflejaba ninguna emoción. Los ojos de serpiente miraban firmes y fríos, pero esta vez eran sólo una máscara.

—Los dos grandes adinerados —dijo Antígono—. Hannón por los terratenientes, Antígono por los comerciantes. Regateando por el futuro de la ciudad y del orbe. Si Kart-Hadtha cae, Hannón, toda la Oikumene será de Roma. ¿O acaso crees que los macedonios pueden resistir a las legiones? ¿O Atenas, Pérgamo, quien quieras?

—Roma no desea eso en absoluto.

—Sí, eso es exactamente lo que desea Roma. Kart-Hadtha es la última muralla.

Egipto sigue el juego a los romanos. Y, ¿Siria? Siria está muy lejos; los seléucidas pueden retirarse a las montañas de Bactriana. Todo el mar, Hannón, todos los países, bajo el yugo de la bota romana; ¿es eso lo que quieres?

El púnico arrugó la frente.

—No, pero es mejor que la decadencia.

—La decadencia no es segura; la esclavitud sí. No, Hannón, no instaré a los bárcidas a que se arrastren ante Fabio. Y hay algo que has olvidado al hacer tus cálculos. Un hombre: Aníbal. Y su ejército. ¿Acaso crees que, aunque el Consejo satisfaga tus deseos, Aníbal lo aceptará tan fácilmente?

—Tal vez no le quede otro remedio que aceptarlo.

Hannón tenía una idea más, pero Antígono no supo de ella hasta más tarde. El heleno alcanzó a Bostar y al líder del partido bárcida, el antiguo sufete Bomílcar, antes del comienzo de la sesión del Consejo. Les pidió que dejaran hablar a Hannón, asegurándoles que arrojaría a los «Viejos» a los brazos de los bárcidas.

Antígono pasó la tarde en el banco. Casi no había clientes; una invisible capa de plomo se cernía sobre la ciudad. Por una ventana vio que en el puerto casi nadie estaba trabajando; por todas partes se veían pequeños grupos de mercaderes, estibadores y obreros que conversaban sentados. Todos sabían qué estaba pasando en el edificio del Consejo.

El sol del invierno ya se había ocultado cuando Bostar entró en el banco. Antígono estaba en la planta baja; había enviado temprano a casa a los empleados, pues no había nada que hacer. Una mirada al rostro de su viejo amigo fue suficiente. Bajo la luz del único candil, Bostar presentaba un aspecto gris.

—Guerra. —No era una pregunta, sino una afirmación.

Bostar asintió, suspiró, se dejó caer sobre una silla.

—Sí, guerra. Ellos no querían otra cosa.

—¿Quiénes, ellos?

—Los romanos. Quedó claro desde el comienzo.

—Cuéntamelo.

—No hay mucho que contar, Tigo. Entraron, los romanos, como si fueran dueños de todo. Los sufetes invocaron también a los dioses romanos, por cortesía. Luego se desencadenó todo.

Quinto Fabio, Marco Livino, Lucio Emilio, Gayo Licino y Quinto Baebio impidieron todo intento de hablar de la forma gentilmente descortés habitual en este tipo de reuniones. Después de que los sufetes hubieron invocado a los dioses y abierto la sesión, Fabio se puso de pie y preguntó sencillamente si Aníbal había sitiado Saguntum por decisión y orden del Consejo de Cartago. Bostar hacía una buena imitación del romano hundiendo la cabeza entre los hombros y sacando la barbilla. Antígono, que conocía al hosco y testarudo senador de las negociaciones del Tratado del Iberos, sonrió cansado.

—Bomílcar lo hizo muy bien. «Siempre calentando la cabeza, ¿eh, romano?», dijo, o en todo caso algo parecido. «¿No sería mejor discutir primero las causas del sitio y la destrucción de Zakantha, y si lo sucedido atenta contra el derecho y los tratados vigentes?» Fabio lo miró fijamente un instante; luego repitió su pregunta: «¿Sucedió por decisión y orden del Consejo de Carthago?». Todo muy entreverado, por cierto, se hablaba a veces en heleno, a veces en latín, a veces incluso en púnico. Baebio chapurreó algo en púnico. Bomílcar sólo sonreía, muy dueño de sí mismo. «Romano», dijo, «¿para qué haces esa pregunta? Tú y Asdrúbal firmasteis un tratado en el que nos cedíais las regiones situadas al sur del Iberos.»

»No.

»¿No? ¿Cuál era entonces el objeto del tratado?

»Asdrúbal se comprometió a no utilizar hombres armados al norte del Iberos.

»Eso significa que al sur del Iberos sí podía hacerlo.

»Ahora no se trata del Iberos, sino del ataque a un aliado de Roma.

»De los cuales no se habla en el tratado.

»Pero si en el tratado firmado entre Lutacio y Amílcar, púnico. Allí se establece que todos los aliados de ambas partes gozan de protección.

»Bomílcar se echó a reír. «Pero cuando se firmó este tratado Zakantha no era aliada de Roma, Fabio. Los tratados sólo tienen validez para las cosas vigentes en el momento de su firma. Además, no puedes invocar un tratado para anular el otro. Tú mismo lo firmaste.»

»Tras un breve resuello, Fabio volvió a lo mismo: «¿Hubo una decisión del Consejo respecto a Saguntum?»

»Eso no tiene ninguna importancia, romano. Zakantha está al sur del Iberos y había atacado a algunos aliados de Kart-Hadtha —a los torboletos, por ejemplo—. Por eso Aníbal tuvo que actuar, y actuó según el derecho vigente y de conformidad con todos los tratados.

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