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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (25 page)

5
Tsuniro

—U
n largo viaje por mar. ¿Soy demasiado viejo para ello? No, no lo soy. Es una idea tentadora, morir en una costa desconocida. —Lisandro balanceaba la cabeza de un lado a otro mientras hablaba.

—Pero será un viaje muy duro.

—La vida es dura, sólo la muerte es descanso, y el sueño, un adelanto. Siempre me ha gustado estar despierto.

Antígono desenrolló las listas y les eché una ojeada.

—Bien. Ahora veamos si Tsuniro es la mitad de buena de lo que dice Lisandro.

Véndale los ojos, viejo amigo.

Lisandro empezó a rodear la cabeza de la joven con una cinta de lino blanco.

Antígono hizo a un lado los rollos y se dirigió a un estante. De las numerosas cacerolas y cajitas sacó un pétalo de rosa, dos o tres granos de sésamo, una hojita de silfión y algunas otras cosas, las colocó sobre la palma de su mano derecha y regresó adonde se encontraban los otros. Puso la mano debajo de la nariz de Tsuniro.

—Señor —dijo ella sonriendo—, quita el silfión; cubre todos los otros olores.

Antígono, perplejo, obedeció. La venda que cubría los ojos de la muchacha estaba sujeta con firmeza. Era imposible que ella pudiese ver.

—¿Qué hueles ahora?

Tsuniro olfateó, pasando la cara por encima de la mano del heleno.

—Unos cuantos granos de sésamo que ya llevan algún tiempo guardados. Un pétalo de rosa fresco que has ajado un poco al cogerlo. Lavanda. Nardo. Dos gramos de pimienta; uno de ellos tiene adherido un poco de polvillo de cinamomo. Una astilla de cedro. Un trocito de resma.., de un pino epeirota. Un cogollo de alcachofa seco y rancio. Un dátil muy tierno.

Antígono solté un suave silbido. Lisandro resplandecía de orgullo.

—¿No te lo había dicho? —murmuró—. Es mejor que todos los otros ayudantes aprendices que he tenido. Tsuniro sacó la punta de la lengua.

—Señor, si apartas esas cosas que tienes en la mano, podré decirte aún más. Si deseas oír más.

Antígono dejé todos aquellos objetos sobre la mesa, se limpié la mano con un paño que encontró sobre ésta, y se volvió hacia la mujer. Ella movió la cabeza de un lado a otro, se arrodilló un instante, hinché los agujeros de su nariz, volvió a ponerse de pie.

—Señor, tu último baño fue hace tres días; desde entonces sólo te has lavado muy a la ligera. Tampoco te has cambiado de ropa desde aquel baño. Levanta otra vez la mano. Así. En… ¿es la derecha? Bien. En el dedo índice tienes tinta seca; probablemente de ayer. Ayer has estado cerca de una curtiduría; o has pasado cerca del carro de un curtidor.

Lisandro echó al heleno una mirada interrogante; Antígono asintió con un lento movimiento de cabeza, sin poder creerlo.

—Ayer por la mañana has tocado metal, un cuchillo o una espada, y te ha salido un poco de sangre. Hace unas horas —Tsuniro se inclinó hacia adelante y olisqueó el rostro de su señor— has bebido vino; vino de Rodas, mezclado en partes iguales con agua. —La muchacha reprimió una risita—. Los vellos de tu cuerpo son abundantes y oscuros. Tu miembro no ha sido circuncidado, y está excitado, lo cual me honra, señor. Desde que llevas puesto ese traje no te has acostado con ninguna mujer, ni has comido pescado, ni has montado a caballo. Ah… sebo de carnero, ¿quizá una vela? Y miel, pan ácimo untado con miel. Además…

—Para, detente. Está bien. Quítale la venda.

Lisandro desenrolló la cinta sonriendo; Antígono se apoyó contra la mesa, mirando a la muchacha. Estaba casi trastornado. Tsuniro sacudió la cabeza para quitarse de encima los últimos lazos de lino; sus ojos brillaban.

—Bien —dijo Antígono agotado—. Increíble e incomprensiblemente bien. Puedo creer a Lisandro cuando me dice que sabes mezclar perfumes. ¿Sabes hacer alguna otra cosa? ¿Leer los pensamientos, tal vez?

Ella sonrió.

—No, señor. Pero mi lengua es mejor que mi nariz. —Dejó ver la punta de la lengua.

Lisandro cerró los ojos.

—Cuando olfatea con la boca abierta puede reconocer más aromas que los que yo reconocía con la nariz en mis mejores épocas. Hace unos días, un imbécil que tengo por ayudante vertió en el mismo vaso pequeñas porciones de treinta y tres aguas perfumadas distintas. El aroma resultante era maravilloso, pero el muchacho había olvidado qué perfumes había mezclado. Tsuniro se llevó dos o tres gotas a la boca y nos dijo todos los componentes de la mezcla.

—Y aún hay más posibilidades —dijo Tsuniro, casi sin interés—. Mi lengua puede reconocer varias enfermedades con sólo rozar la piel de una persona. Otras enfermedades las detecto en la sangre. Y el semen me permite reconocer otras, y también lo que un hombre ha comido y bebido en los últimos diez días.

Lisandro enarcó una ceja.

—Ah —exclamó—, oh.

Antígono se separé de la mesa.

—Una prueba interesante.

Tsuniro lo miró a la cara.

—Tú eres el amo, la esclava tiene que obedecer.

Antígono sacudió la cabeza y levantó los rollos de papiro.

—Puesto que has trabajado tres años como maestra de aprendices y sólo has cobrado la paga de una esclava, eso no es así. Ya has repuesto las cinco minas que costaste años atrás. Incluso te debemos algo: cuarenta y seis
shiqlus
. Pondré al corriente a la administración. Eres libre.

Ella se quedó observándolo un instante, desconcertada, luego respiré profundamente y levantó los brazos.

—¿Libre? Libre. ¡Libre! —Aplaudía y parecía querer bailar.

—Se plantea, pues, la pregunta: ¿querrá Tsuniro, ahora que es libre, seguir elaborando perfumes en Kart-Hadtha? Y si es así, ¿bajo qué condiciones?

—Todo sucede muy de prisa. Quizá. No lo sé. ¿Dónde?

Antígono enrolló las listas.

—Mañana al atardecer acércate a la puerta de Tynes. Te estaré esperando. Hay algunos edificios muy cerca de allí en los que pronto se instalarán viviendas y talleres.

Los íberos capitaneados por el príncipe Mandunis habían recibido de Antígono una suma de dinero que liberaba a Kart-Hadtha de lo que les debía por la guerra. Ahora alborotaban en las casas. Quinientos soldados contestanos, diez unidades de combate; entre sus acompañantes se contaban unas doscientas mujeres, al menos quinientos niños y una cantidad indeterminada de sirvientes. Todas estas personas se habían mudado al bloque de casas cercano a la puerta de Tynes, llevando consigo sus trastos, vestidos, sacos de víveres, colchones de paja y junco, todas sus armas y algunos caballos para los jefes. Los íberos no sólo defenderían los edificios de otros mercenarios, sino que además arreglarían un poco las casas. Entre ellos había hijos de pescadores, cazadores y campesinos; pero Mandunis también podía emplear a algunos obreros. Más tarde partirían hacia Iberia con los emigrantes esperados, y hablarían bien de Kart-Hadtha. A Antígono le parecía un buen negocio.

Antígono echó un breve vistazo a algunos de los patios. Madera de construcción y leña ya habían sido entregadas, así como también los carneros, bueyes y gallinas que habían encargado. Cambió algunas palabras con Mandunis, a quien encontró mandando llevar odres de vino a un sótano e impartiendo ásperas órdenes a sus generales.

Los edificios eran sólidos, aunque estaban algo deteriorados. Todos disponían de sótanos abovedados. Los cimientos, de pesados sillares, sostenían hasta cinco plantas; las paredes de las plantas inferiores eran de piedra tallada, las de las plantas superiores, de ladrillo. Los grandes patios interiores, empedrados con irregulares piedras de cantera, poseían cisternas, y algunos incluso pozos rodeados de un muro bajo.

Antígono señaló a unos hombres que trabajaban en toscos caballetes de madera y ya había empezado a fabricar los muebles.

—¿Necesitan algo más?

Mandunis se encogió de hombros.

—Más herramientas. Hachas, sierras, martillos. Clavos. Cuerdas. Cosas de ésas.

—Bien; me ocuparé de ello. Dame a diez entendidos que además puedan cargar. En una calle secundaria, el Callejón de los Herreros, los íberos se aprovisionaron de todo lo que necesitaban. Antígono pagó; lo deduciría de la suma que Mandunis y su gente aún tenían que recibir. El hijo del rey íbero se encargaba de distribuir a los obreros y materiales entre los diferentes patios; mientras él daba instrucciones, hombres robustos pasaban cargando una amplia cama —un marco de madera que sostenía una cubierta de cuero—, mantas, una mesa, tres sillas, varias esteras de junco, un ánfora de vino sirio y algunas jarras porosas llenas de fresca agua de pozo, y llevaban todo eso a la casa que Antígono había guardado para si: una casa que hacía esquina en la planta más alta del edificio situado inmediatamente detrás de la puerta de Tynes. El tejado quedaba a varios hombres de altura por debajo de las almenas de la puerta y la muralla del istmo. Desde la terraza podía divisarse la muralla marítima, los cañaverales y las pequeñas embarcaciones pesqueras que flotaban sobre el lago de Tynes. Cuatro grandes habitaciones —dos daban al patio interior y dos a la muralla marítima— un largo corredor y un corto pasillo que unía la casa a la galería y la escalera; Antígono estaba satisfecho. La pobreza de las habitaciones vacías podía arreglarse, y, de algún modo, envuelto en la circunstancia de aquel instante, Antígono pensé que sería muy sensato mudarse él mismo a una de esas casas.

Cuando salió de la casa de baños ya el sol empezaba a caer. Antígono entró en la posada de uno de los últimos «cebaderos de dioses». Los patios que daban a la parte trasera del edificio bullían de ladrillos. Antígono comió lomo de perro con salsa de miel, queso y una masa poco consistente.

Tsuniro lo esperaba en la puerta de Tynes. Llevaba puesto un mantón gris y zapatos de cuero calado. Sus ojos brillaban.

En el abarrotado patio del primer edificio, Antígono explicó cómo esperaba que fuesen los talleres una vez se hubieran marchado los íberos. Ella hizo dos o tres buenas preguntas, observó a la luz del crepúsculo a las figuras erguidas frente al fuego del asador, y, finalmente, dijo a media voz:

—Bien. Veo que has pensado en muchas cosas. ¿O quizá en todo?

Antígono sonrió, la cogió de la mano y se dirigió a la escalera.

—En todo, naturalmente.

Cuando llegaron arriba, Antígono sacó del bolsillo de su amplia túnica un frasquito de aceite y un pequeño candil, una cajita con yesca —trozos de lino y hojas secas—, un clavo de acero y un trozo de pedernal.

—Casi todo —dijo Tsuniro.

—Todo. —Antígono, con las manos llenas, empujó la puerta con el hombro y entró. Una tenue luz crepuscular entraba aún por las ventanas del lado del mar. Antígono dejó todo sobre la mesa y se dio la vuelta. Desde la puerta le llegó el rechinar del cerrojo.

Tsuniro apareció en el corto pasillo, se detuvo en el rincón y miró al heleno.

—¿Todo?

Antígono asintió y señaló la segunda de las habitaciones que daban al mar.

—Todo. —Se desabrochó el cinturón de la túnica superior.

Tsuniro hizo pasar el mantón por encima de su cabeza, se quitó los zapatos, dio un paso, dejó caer el mantón. Tres pasos más allá se quitó la faja que le cubría las caderas y ahora caía al suelo enroscándose como una serpiente. Las sandalias de Antígono, su túnica, el chitón. El cinturón donde llevaba el puñal egipcio tintineó al golpear el suelo. Frente a la puerta del dormitorio, Antígono hizo a un lado su taparrabo y miró hacia atrás.

—Ariadna estuvo aquí —dijo.

Tsuniro siguió el rastro de ropa hasta la habitación; tenía en la mano el ceñidor, aquellos dos anillos de tela cosidos entre sí.

—¿También el Minotauro pensaba en la cama?

Antígono estiró la mano y jaló a la muchacha a la habitación. A medias andando, a medias sumidos en un abrazo, perdieron el equilibrio, tropezaron, cayeron sobre la cama hechos un ovillo. Tsuniro se acuclillé por encima de la cabeza de Antígono, se inclinó hacia delante y acaricié sus tetillas con la punta de la lengua. Antígono volteó la cabeza, dio un suave mordisco a la pantorrilla de la muchacha y deslizó la mano hasta la parte interior de sus muslos. Ella le metió la lengua en el ombligo y enterró los dedos en los afelpados vellos de su barriga.

—Una jungla.

Antígono rió para sí.

—Y hay otra más.

Tsuniro levantó la cabeza. A media voz, y reprimiendo la risa, dijo:

—En mi país, a los jóvenes cazadores que van a iniciar su camino en la vida se les cuenta una historia. La historia habla de una fuente de agua salada en medio de la jungla; el cazador debe beber y luego mojar su lanza en ella. Para fortalecer su alegría de vivir.

—Una buena historia —dijo Antígono—. ¿Y qué les cuentan a las cazadoras?

—Ah. Presta atención.

En algún momento ella dijo a Antígono que estaba sano, pero últimamente había comido demasiada carne y pocas frutas y verduras. Antígono encendió una luz, derramó por la ventana el contenido de una jarra llena de agua hasta la mitad y llenó la jarra de vino. Ambos bebieron de la jarra. El Minotauro había olvidado los vasos.

Tsuniro era hija del rey de una tribu de cazadores que habitaba en los bosques situados más allá del Gyr. La tribu formaba parte de un gran pueblo. Otros grupos vivían en ciudades a la orilla de ríos, dedicados a la agricultura y el comercio, otros eran pastores nómadas de las estepas. Cuando tenía doce años, ella y otras mujeres y niños fueron atacadas y raptadas por garamantas en las cercanías de un riachuelo que corría por los linderos del bosque. Siguieron los caminos usuales de la humillación: aldeas de garamantas; tres mercaderes púnicos que llevaban un centro de trueque en un oasis y compartían todo; un oficial heleno (de Cirene), que escoltaba pequeñas caravanas comerciales con sus jinetes: de él aprendió el idioma y la escritura helénicos, y sus historias de dioses; un herbolario egipcio en la frontera entre Cirene, Kart-Hadtha y el imperio de los ptolomeos; un gran mercader de esclavos que la llevó a Sabrata junto con otros esclavos y pasó a ser propiedad del banco.

—¿Y ahora? Eres libre.

Tsuniro bebió agua y vino, dejó la jarra y contempló pensativa la llama del candil.

—No lo sé. Después de tanto tiempo… ¿Qué significa ser libre? ¿Son los pájaros libres de las ataduras del cielo? Todos los años vuelan hacia el mismo nidal, ¿porque quieren o porque tienen que hacerlo?

Antígono apoyé la cabeza contra la pared y levantó la manta.

—¿Ser libre? Probablemente eso sólo significa que uno puede elegir entre varias cosas, y también que tiene que elegir. Yo puedo trabajar o morirme de hambre, así que tengo que trabajar. Si soy capaz de desempeñar diferentes tipos de trabajos, entonces puedo elegir. Si soy un batidor de oro libre, y sólo sé batir oro, no tengo elección.

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