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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (51 page)

—Has olvidado algo.

—¿Qué, Tigo?

—Kart-Hadtha. Hannón.

El rostro de Aníbal se ensombreció.

Pero Hannón pasó unos cuantos años ocupado exclusivamente en sus negocios. Parecía haberse resignado al estratega Asdrúbal, a la empresa ibérica, al río de riquezas que llegaba de Iberia, incluso a los bárcidas, si dejamos de lado ocasionales provocaciones en el Consejo.

Antígono también estaba muy ocupado. Un intento de introducir en Kart-Hadtha las fiestas taurinas ibéricas —evolución de influencias de la antigua Creta mezcladas con ritos egipcios— resultó un costoso fracaso; por lo demás, los negocios marchaban casi demasiado bien, sobre todo gracias a la expansión pacífica del imperio bárcida. El estratega Asdrúbal y sus tres hombres más importantes, Aníbal, Asdrúbal Barca y Asdrúbal el Cano, fortificaban y daban orden al país. El joven Asdrúbal aliviaba un tanto el trabajo del estratega en cuestiones de administración y distribución de tropas; y, un año después del Tratado del Iberos, el líder del partido bárcida nombró subestratega a Aníbal. Con este nombramiento sólo estaba dando carta de naturaleza a una situación que hasta entonces había regido tácitamente. Ahora Aníbal era el comandante de todos los ejércitos y barcos de Iberia, a los que, sin embargo, muy pocas veces tenía que poner en combate. Para su boda con una princesa íbera que adoptó el nombre de Himilce, Antígono le trajo un regalo muy especial: cincuenta grandes elefantes de las estepas y un elefante hindú joven pero ya desarrollado.

La manada de elefantes llegó a Kart-Hadtha, procedente del sur de Libia, poco antes de la partida de Antígono hacia Iberia. Los animales llegaron traídos por arrieros negros y mercaderes púnicos. Eran un regalo hecho por un joven príncipe negro de un pueblo del sur —Aristón—. El joven elefante hindú procedía de un coto de la ciudad portuaria seléucida de Laodicea, había sido bien entrenado desde pequeño, y acudía cuando uno gritaba «Surus».

Antes de viajar a Iberia para asistir a la boda de Aníbal, Antígono había escrito una larga carta a Memnón, quien se encontraba en Alejandría y había dado algunas muestras de empezar a aburrirse de trabajar como médico en la capital del imperio de Ptolomeo. Cuando Antígono regresó a Karjedón, allí lo estaba esperando su hijo, que entretanto había cumplido veintitrés años. Viajaron juntos hacia el sur, atravesando los campos y desiertos de los garamantas; cruzaron el Gyr y pasaron varias lunas con Aristón, quien había asumido el poder en el principado de su abuelo, situado en el límite entre la estepa y la jungla.

El año siguiente Memnón aceptó una invitación de su viejo amigo Aníbal, quien le escribió que en Iberia había pocos médicos buenos. Antígono pertrechó a su hijo con todo lo que un médico podía necesitar e hizo que el
Alas del Céfiro
lo llevara a Kart-Hadtha en Iberia. Desde la muerte de Mastanábal, el barco era capitaneado por Bomílcar, el hijo de Bostar, quien se había convertido en uno de los mejores capitanes de todo el mar y se daba por satisfecho con eso, a pesar de que hubiera podido poseer una flota, una casa de comercio o un templo.

Antígono viajó mucho durante esos años, la mayoría de las veces en el Alas.

Encontrarse con Argíope era siempre agradable; cuando coincidían en algún lugar pasaban varias noches y días juntos: en Creta, Delos, Rodas, en Laodicea, donde Antígono compró vino sirio y al joven elefante, en Siracusa, incluso una vez en Roma. Gracias a algunas construcciones nuevas, la capital romana había ganado algo de claridad, pero continuaba aburrida y sosa. Los templos y edificios más hermosos eran imitaciones realizadas a conciencia de las cosas que los etruscos habían copiado a los helenos: imitaciones de segunda mano. Un día Antígono creyó ver en una calleja cercana al Tíber a aquel hombre delgado de nariz aguileña al que había visto remando en la bahía de Kart-Hadtha en Iberia el día siguiente a la firma del Tratado del Iberos.

El destino deparó otro reencuentro al heleno, esta vez en Karjedón. Antígono estaba convencido de que, para bien o para mal, al ser humano no le estaba permitido amar realmente más de una vez, y de que al amar a Isis y luego a Tsuniro había contravenido una absurda ley del cosmos. Por eso ahora siempre se separaba de sus compañeras a las pocas lunas, antes de que pudieran surgir aquellos lazos terribles y profundos. Una graciosa púnica de ojos singularmente claros, casi como el agua, compartió su lecho durante cuatro lunas. Era propietaria de una pequeña tienda de papiros situada al norte de la Calle Mayor, donde terminaba el barrio de los tintoreros y curtidores. Antígono reconoció en ella a aquel personaje silencioso que, unos años atrás, le entregara los maliciosos epigramas sobre Hannón; pero no dijo nada al respecto. Disfrutaba de la discreción de la mujer, y de su lacónico ingenio.

Luego Memnón le escribió diciendo que quería comenzar el vigésimo sexto año de su vida quitándose de encima las malas costumbres de su padre, es decir, casándose, con una íbera. Antígono llenó de regalos el
Alas del Céfiro
y subió a bordo. El verano estaba en su segunda mitad; habían pasado cuatro años desde la firma del Tratado del Iberos.

Penteras y trirremes, así como pequeñas barcas costeras, formaban una especie de cortina ante la bahía de Kart-Hadtha en Iberia. Parecían estar revisando a conciencia a todos los barcos que dejaban el puerto. Un mercante, el Sueño de Tora, había pasado el telón de barcos y navegaba hacia mar abierto. Antígono creyó ver en la popa de la nave tarantina al hombre de la nariz aguileña, pero los barcos estaban muy separados el uno del otro. El
Alas del Céfiro
, a cuyo capitán conocía muy bien la flota ibérica, no fue detenido. Antígono sentía que una especie de tinieblas se cernían sobre la ciudad, a pesar de hacer un soleado día de verano. El Alas atracó no muy lejos del puerto militar, cuyas puertas estaban abiertas.

El cadáver de Asdrúbal estaba siendo preparado para la incineración. El asesino, uno de los sirvientes de un pequeño príncipe íbero ejecutado por traición, colgaba muerto de las cadenas que lo habían sujetado a un poste en el gran patio interior de la fortaleza durante los dos días de suplicios. El rostro del torturado mostraba una extraña, horrible, rígida sonrisa.

ANTÍGONO, HIJO DE ARÍSTIDES, KART-HADTHA EN IBERIA,

A BOSTAR, HIJO DE BOMÍLCAR, CONSEJERO DE KART-HADTHA

Y ADMINISTRADOR DEL BANCO DE ARENA

Recuerdos y abrazos, amigo: El altisonante clamor de Hannón ante la designación de Aníbal como nuevo estratega ha llegado hasta aquí, pero tu esmerado informe sobre la sesión del Consejo contenía detalles exquisitos; gracias por enviármelo. Menos graciosa es la situación en Iberia. Muchos de los tratados de amistad y alianzas firmados por el gran Asdrúbal no eran lo bastante antiguos como para sobrevivir a su muerte y prolongarse en su sucesor. Otros pueblos de Iberia se han levantado en armas para sacudirse un dominio que apenas han sentido sobre ellos. Los exploradores e informadores han capturado a muchos hombres que agitaban aún más los ánimos con sus confusos mensajes: los que se levantaran contra Aníbal podrían contar con la amistad de Roma.

El nuevo estratega actuó con la rapidez y dureza propias de un hijo de Amílcar, y con la prudencia que era de esperarse en el sucesor de Asdrúbal. Durante las dos últimas lunas se ha extendido entre la desembocadura del Iberos y las Columnas de Melkart una red de faros que permite transmitir mensajes con espejos y fuego tanto de día como de noche. Pronto esta red llegará también a la costa norte de Libia. Por otra parte, Aníbal ha dejado en libertad a todos los rehenes distinguidos de los pueblos pertenecientes a las viejas alianzas. Un ejército comandado por Asdrúbal ha marchado Baits abajo, hacia el oeste, en una expedición punitiva contra los lusitanos de más allá de Ispali; un segundo ejército, bajo el mando de Muttines, marcha hacia el norte casi bordeando la costa oriental, dirigido contra los bastetanos, lobetanos y edetanos; el tercer ejército, el más grande, capitaneado por el propio Aníbal (lleva consigo a Magón), ha marchado hacia el centro de Iberia, donde se han unido los grandes pueblos de los carpetanos, arévacos y vácceos. También entre ellos, dicen los informadores, hay enviados de Roma. A pesar de todos los tratados, el país se ha convertido en un polvorín.

Sin embargo, más serio es el juego sucio de una ciudad de la costa, situada a medio camino entre Mastia y el Iberos: Zakantha, llamada Saguntum por los romanos. Es una ciudad grande y bien fortificada, y se encuentra en una franja de terreno muy rica y fértil; los higos que allí crecen sólo son superados por los de Kart-Hadtha. Esta ciudad, fundada y habitada por íberos, ha sido de pronto declarada aliada de Roma: el Tratado del Iberos no contempla esta posibilidad. Además, el Senado afirma que se trata de una ciudad de origen heleno, habría sido fundada por emigrantes de Zakynthos. Los más sorprendidos por esto último han sido los propios íberos zacantinos. En la ciudad surgió un conflicto, encendido y avivado por intermediarios de Roma, entre dos partidos, de los cuales uno estaba a favor nuestro y otro a favor de los romanos. Asdrúbal tenía amigos allí, y lo mismo Aníbal. Pero éstos fueron expulsados de la ciudad. Ahora Zakantha acoge y protege a los fugitivos de todas las tribus que luchan contra los bárcidas, e incita a otras tribus para que se levanten. Ya ves hacia dónde se dirigen las cosas. Ahora Roma tiene aliados al sur del Iberos; aliados ricos y numerosos que atraen a otros a su lado, al lado de Roma. Mediante la alianza con Zakantha y el envío de intermediarios, Roma ha roto el tratado; en silencio, sin palabras formales ni actos contundentes. Si Aníbal permite que se haga eso en Zakantha, Iberia nunca volverá a conocer la paz; si castiga a la ciudad, los romanos tendrán que intervenir en defensa de sus aliados. Tampoco Asdrúbal, cuyo ofrecimiento fue rechazado por Zakantha, habría podido cambiar en algo la situación, en todo caso, si no hubiera muerto, las alianzas que firmó no se hubieran disuelto tan pronto. Era un gran hombre y sólo tenía cuarenta años y, a pesar de la distancia, la sabes mejor que yo, era él quien dirigía las maniobras del partido en Kart-Hadtha. Hoy Aníbal ya es algo más grande que su predecesor; es más rápido, evalúa las circunstancias con mayor precisión, enardece aún más a los hombres. Pero Aníbal se ha criado en Iberia, y no puede reemplazar a Asdrúbal en el juego por el poder, en Kart-Hadtha.

Se acercan malos años para nosotros, amigo, quizá peores que lo que el espíritu más pesimista pueda intuir. Sé que hay mil cosas por poner en regla, que debería volver a casa, pero también hay aquí mucho en juego, si no todo. Estoy intentando evitar que nuestros negocios en Iberia se vengan abajo; y tú sabes cuánto valen; además, me esfuerzo por ayudar un poco al representante de Aníbal, Hannón —un buen hombre a pesar del nombre—, y a los dos embajadores del Consejo de Ancianos, Myrkam y Barmokar. Volveré a Kart-Hadtha tan pronto como pueda; hasta entonces, te suplico, amigo, y te ordeno, administrador del Banco de Arena: dedica sólo la mitad de tu tiempo a nuestros negocios; la otra mitad, de momento la más importante, dedícala a intentar influir, de ser necesario con oro y plata, para que el mejor hombre, sea quien fuere (¿qué te parecería Bomílcar?), asuma la dirección del partido bárcida con el apoyo incondicional de todos los demás. Ha de ser, debe ser, tiene forzosamente que ser alguien capaz de hacer frente a Hannón cuando el alud comience a caer y se desate la tormenta de arena. Ya sabes quién ha provocado el alud —Roma—; y también sabes que el Senado ya está reuniendo arena para apilaría frente a su fuelle. Algunos dicen que nos rascamos donde no nos pica; te juro que haré ver a ésos que sólo nos quedan tres posibilidades: decadencia, si Zakantha puede incitar a la rebelión a los otros pueblos con el apoyo de Roma; paz, si Kart-Hadtha se mantiene firme y se hace fuerte; guerra, si tan sólo uno de los Señores del Consejo vacila y Roma ve una brecha.

10
Zakanah

—P
obres cerdos. El que se fía de Roma… —Sosilos miraba fijamente a los zacantinos. Eran los supervivientes de mayor rango, quizá dos docenas de hombres y mujeres rendidos, negros de hollín, heridos.

La ciudad, que, tras ocho lunas de sitio, finalmente había caído, seguía en llamas. El viento helado del noroeste empujaba gruesas columnas de humo hacia la llanura y el puerto. El campo, saqueado y devastado, aún mostraba una especie de frutos: las tiendas y máquinas de guerra de los púnicos. Junto al atracadero y los cuatro muelles, y frente al puerto, flotaban por lo menos trescientos barcos. Buitres carroñeros; como en cualquier guerra localizada, también aquí se habían dado cita mercaderes comerciantes procedentes de todos los rincones del mar, con el objetivo de obtener ganancias a como diera lugar. Sobre todo desde las advertencias de Aníbal; desde que todo el mundo sabía qué suerte correrían la ciudad y sus habitantes. Todas las riquezas, todas las armas, todos los bienes muebles pasarían a ser propiedad del Estado púnico; los habitantes serían entregados a los soldados del ejército, los notables que sobreviviesen serían llevados a Libia.

El nuevo
Alas del Céfiro
se balanceaba ligeramente. Los sacos llenos de esparto crujían junto al muro del muelle. Antígono bostezó y se froté los ojos. No había visto aquel infierno, pero sí sus restos, durante dos largos días. Las listas solicitadas por Aníbal ya estaban terminadas. Los hombres del encargado del abastecimiento, Asdrúbal el Cano, podían haber proporcionado al estratega un cálculo correcto, pero Aníbal quería la opinión del amigo y comerciante, y Antígono se la había dado muy a su pesar. El espartano Sosilos, quien hacía ya mucho tiempo que había dejado de ser el maestro de Aníbal, para convertirse en su cronista, le había prestado una gran ayuda con los papiros, tintas y cañas.

—Sigo sin entender por qué primero arman semejante jaleo y después… —Sosilos volvió hacia arriba la palma de la mano izquierda—. Nada.

Antígono se encogió de hombros, sin decir nada. Volvió a levantar la vista hacia los restos de la gran ciudad, a trescientos pasos de distancia del puerto; ciudad construida para la eternidad y ahora destruida en gran parte. Al final los soldados íberos y libios habían tenido que allanar el camino de casa en casa. Zakantha, bastante al sur del Iberos, había sido repentinamente declarada aliada de Roma, cuatro años después de la firma del tratado. Confiando en el respaldo del poderoso ejército de sus nuevos amigos, los zacantinos habían intentado mediante intrigas, ardides, sobornos y promesas, separar a otros pueblos ibéricos de la liga púnica. Pero Roma únicamente envió a dos senadores, Publio Valerio Flaco y Quinto Baebio Tanfilo, que advirtieron a Aníbal contra un ataque a Zakantha/Saguntum. El estratega se remitió al Tratado del Iberos. «Vuestro senador Quinto Fabio Máximo no dijo nada respecto a Zakantha; según sus explicaciones, no existe ningún aliado de Roma al sur del Iberos. Zakantha está a más de siete días de marcha al sur de ese río. Además, Zakantha ha emprendido hostilidades contra nosotros, y éstas continúan; nosotros nos hemos defendido empleando únicamente palabras.» Los romanos continuaron su viaje hasta Kart-Hadtha; Bostar envió un informe exhaustivo sobre las negociaciones llevadas a cabo en el Consejo. Había sido más una exposición de derechos que una conversación. Según el tratado firmado por Amílcar y Lutacio al terminar la Guerra Siciliana, todos los aliados de cada una de las partes estaban bajo la protección de la parte respectiva, y esto valía también para Saguntum, arguyeron los romanos; eso no era así, argumentaron los consejeros de Kart-Hadtha, pues los tratados sólo pueden referirse a los aliados existentes en el momento de la firma del acuerdo, y en aquel entonces Zakantha no era aliada de Roma.

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