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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (47 page)

Antígono torció el gesto.

—¿Qué reglas sigue esa supervisión?

Bostar volvió a aparecer bajo el arco, se acercó al escritorio de Antígono y apoyó la cintura en el borde de éste.

—Las reglas que permiten hacer todo a Hannón y los suyos, y prohíben todo lo posible a los demás. Está claro.

—¿Y qué pensáis hacer contra eso? ¿Himilcón, Cartalón, Adérbal y los demás?

—Hasta donde yo sé, han sostenido correspondencia con Asdrúbal y preparan algo. Pero no sé exactamente de qué se trata. —Arrugó la nariz—. Probablemente es algo tan secreto que sólo su ineficacia puede ser más grande que todos los cuchicheos que llevamos hasta ahora.

Antígono rió.

—Debes tener la espalda muy mal. Te convierte en un verdadero filántropo.

Bostar resopló.

—Cuando valía la pena portarse bien con esa chusma… Pero, además de todo lo que los «Viejos» han hecho en las últimas lunas…

—¿Podrías terminar alguna de las próximas diez o doce frases, para que un meteco alcornoque pueda comprender lo que quieres decir?

Bostar intentó esbozar una sonrisa; luego su rostro se descompuso, el púnico se llevó las manos a la espalda.

—¡Bosta de caballo, mierda de rata! —dijo en voz baja—. ¡Si no tuviera esta maldita columna!

—Encontrarías un agradable recibimiento entre la gente de Hannón. Continúa.

—Si. Hannón afirma que nuestros amigos de Mastia (Kart-Hadtha en Iberia) han construido treinta trirremes y veinte penteras. En el excelente puerto construido por Asdrúbal. Por eso podemos reducir a la mitad la flota que tenemos aquí. Dice Hannón. Y, en Iberia, siempre según las fuentes de Hannón, hay un ejército permanente de más de cuarenta mil hombres.

Antígono sonrió con ironía.

—Las fuentes de Hannón son turbias: Asdrúbal siempre las está agitando para que no brote agua limpia.

Bostar reemprendió su caminata.

—De tus palabras se desprende que las fuerzas de Iberia son mayores. Da igual: Asdrúbal es estratega de Libia e Iberia, y si tiene tantos soldados, los grandes gastos que hace Kart-Hadtha para la defensa Libia son superfluos. Dice Hannón. Asdrúbal, como estratega de Libia e Iberia, debe asumir todos los gastos.

—Ya, claro. De su propio bolsillo, ¿no? ¿Y qué dice Hannón sobre Roma?

Bostar enrolló el papiro, lo cogió con la mano derecha y siguió hablando sacudiendo el rollo.

—Roma es nuestra amiga y socia. Dice Hannón. Roma sólo tiene cuarenta barcos de guerra. Dice Hannón. Los otros ciento sesenta están siempre anclados en no se sabe qué puertos, y no cuentan.

—Correcto. En caso de guerra tampoco zarparán, sino que seguirán en los puertos. ¡Ojo rojo de Melkart!

—Exacto. Y Roma sólo tiene cuatro legiones, que no llegan ni a veinticinco mil hombres. Dice Hannón.

—Y cuatro legiones de aliados que trabajan unidas a las legiones romanas. Y hombres aptos para la milicia con los que se podrían formar por lo menos cuarenta legiones, y que serian reclutados de inmediato en caso de guerra.

—Ts, ts, ts. —Bostar miraba al heleno casi con repugnancia—. Cómo se pueden tener pensamientos tan perversos? Hannón estaría espantado. ¡Los romanos son amigos nuestros! Diría. ¡Oh desconfiado meteco! Diría. ¡Qué asco! Añadiría.

—Claro. Amigos que caen sobre nosotros apenas damos la menor señal de debilidad. Ya tienen Sicilia y Sardonia. La próxima vez querrán Iberia, Libia y todo lo demás. —Antígono enseñó los dientes—. Eso ya lo hemos superado. Diría Hannón. Dime, ¿ha terminado esa historia de los sacerdotes de Tanit?

—¿Cuáles? ¿Los sacerdotes para el templo de Asdrúbal en Mastia? No, ¿cómo podría terminar? Si el bárcida quiere una Kart-Hadtha propia, con flota propia y templos propios, que tenga la amabilidad de hacer él mismo de sacerdote. Dice Hannón; o al menos algo parecido.

—Espléndido. Será una sesión importante del Consejo, espero que ninguno de los vuestros espere que me comporte particularmente bien.

Bostar se detuvo, dando la espalda a una de las ventanas del lad0 del puerto.

—Al contrario. Hay una cierta… si, una cierta amargura. Casi todos los consejeros bárcidas tienen que besar los pies a Hannón por cortesía y defensa propia; pero en realidad les gustaría arrancarle las piernas a mordiscos. Ninguno de ellos es lo bastante fuerte para oponerse realmente a los viejos retrógrados. Yo podría hacerlo, teniendo el respaldo de tu…

—… nuestro…

—…banco. Somos un hueso duro, incluso para Hannón. Pero, fuera de nuestros pequeños negocios, yo soy un hombre sin influencia, un pequeño consejero bárcida. En el mundo hay muchos hombres a los que Hannón odia, pero desde la muerte de Amílcar sólo hay dos a los que teme. Uno está muy lejos de aquí: Asdrúbal. Él no puede hablar mañana en el Consejo. El otro eres tú, amigo. Por eso mi corazón da saltos de alegría al saber que te han invitado al Consejo.

La intensa luz de la mañana se extendía sobre el ágora. Era día de mercado; por eso la sesión extraordinaria del Consejo no se realizaría al aire libre. La sangre de terneras, carneros y aves de corral formaba charcos entre rojos y parduscos sobre los cuales se amontonaban excrementos de animales y restos de verduras. Millones de moscas cubrían todo con una capa negra y susurrante. Los carniceros no cesaban de espantar a esas pequeñas parroquianas, los vendedores de frutas y verduras tenían menos trabajo. Gaviotas y palomas se disputaban los desechos; perros y gatos merodeaban por la plaza. Los chillidos de los pájaros eran amortiguados por los gritos de los vendedores y los regateos de los clientes.

El viejo edificio del Consejo, de ciento cincuenta pasos de fachada y casi cien de fondo, había sido limpiado y pintado hacía poco; índice de la paz y prosperidad reinantes. Bajo el sol de la mañana, el edificio reflejaba un brillo amarillento, como de ámbar; las grotescas figuras de demonios, estatuas de dioses y representaciones de la larga historia de la ciudad, habían sido limpiadas y cubiertas con matices de mil colores. Estaban brillantes, resplandecientes.

Himilcón detuvo a Antígono y lo llevó a una taberna contigua al mercado. El armador, uno de los consejeros bárcidas más importantes, entregó un rollo de papiro al heleno. Bebieron cerveza de cebada fría. A su alrededor se agolpaba una multitud de púnicos vestidos con trajes multicolores. Antígono observaba el mercado a través de la puerta abierta de la taberna. Consejeros vestidos de blanco o de gris claro cruzaban de tanto en tanto aquel torbellino y entraban al edificio de tres plantas donde tenía su sede el Consejo.

—¿Qué es esto?

Himilcón echó un vistazo por encima de su vaso de cerveza.

—Una carta de Asdrúbal. Llegó anoche, en un velero rápido. Deberías leerla antes de entrar en batalla.

Antígono arrugó la frente y desenrolló el papiro. Echó una ojeada a la carta y soltó un suave silbido. Además de dar la indicación de discutir con el banquero Antígono todos los asuntos importantes, el escrito de Asdrúbal daba al heleno carta blanca para el esperado choque con Hannón. Y: los bárcidas debían intentar a cualquier precio que Antígono pudiera hablar en su nombre y en nombre de Asdrúbal en la sesión decisiva.

Antígono enrolló el papiro, pero se quedó con él a pesar de la mano extendida de Himilcón.

—¿Sabes tú y tu gente lo que dice Asdrúbal en esta carta?

Himilcón asintió y retiró la mano.

—Así pues, ¿estáis dispuestos a dejar hablar a un meteco? ¿En vuestro nombre? Himilcón volvió a asentir.

—Naturalmente… hay unos cuantos púnicos algo reacios, pero la mayoría de nosotros te conoce desde hace bastante tiempo, Tigo. Y sabemos que tú eres el único en quien Asdrúbal confía ciegamente, como antes de él lo hizo Amílcar.

—Si, ya, ciegamente… —Antígono yació su vaso—. Ven. Vamos a ver qué catapultas ha traído Hannon.

Al atravesar el mercado, Antígono chocó con dos o tres personas, caminaba como un sonámbulo. Dos cosas ocupaban su mente: la excelencia del servicio secreto de Asdrúbal, y la falta de excelencia entre los consejeros bárcidas. Pero luego se dijo que los «Viejos» sólo tenían un Hannón, mientras que el bando opuesto tenía a tres hombres prominentes en las figuras de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. O no; Amílcar estaba muerto, Aníbal aún no había cumplido veintiún años, y éste y Asdrúbal estaban demasiado lejos. No obstante…

Una figura delgada se abrió paso dando codazos al heleno. El hombre —¿o era una mujer? — tenía el cuerpo y la cabeza envueltos en una tela de lino de color claro; de la cara sólo podían vérsele los ojos. La mano de Antígono se cerró automáticamente alrededor del rollo de papiro que le entregó este personaje. Luego la extraña figura desapareció en el tumulto. Antígono retuvo la impresión que le causaran esos ojos increíblemente claros.

Al tacto, el rollo parecía estar formado por un gran número de pequeños trozos de papiro, enrollados uno dentro de otro. Una vez en el más alto de los siete escalones que llevaban al edificio del Consejo, Antígono desenrolló el papiro y leyó. Entró en la sala de sesiones soltando una carcajada.

El salón blanco, iluminado por varias docenas de pequeñas ventanas abiertas en lo más alto de las paredes, estaba más que lleno. En los seis semicírculos concéntricos de piedra estaban sentados, de pie, y acuclillados, no sólo los trescientos miembros del Consejo; Antígono reconoció a algunos hombres que pertenecían al Tribunal de los Ciento Cuatro, además de los sumos sacerdotes de la mayoría de los templos. Sobre las paredes y también en parte de los zócalos de mármol claro lucían regalos de ciudades tributarias y piezas de botines de guerra. Hannón, en la primera fila, estaba semioculto por la sombra de un espolón de bronce que había sido empotrado en esa pared doscientos cincuenta años atrás; había sido parte de un trirreme de Siracusa capturado durante las crueles guerras de Sicilia. Otro Hannón lo había traído como botín.

Antígono apenas se inclinó ante los sufetes, ambos de las filas de los «Viejos». Éstos presidían la sesión desde un elevado trono de madera oscura colocado frente a los semicírculos de piedra. Junto a ellos se sentaban doce escribas, flanqueados por esbirros de la guardia ciudadana que hacían las veces de ujieres.

Antígono cambió algunas palabras con Himilcón y Cartalón, hizo un guiño a Bostar y se acercó al asiento de Hannón. Lo saludó con un movimiento de la mano y se sentó entre dos consejeros de los «Viejos», que lo miraron perplejos.

Uno de los sufetes puso fin a los murmullos de sorpresa y abrió la sesión. Recitó la habitual evocación a los dioses y concedió la palabra a uno de los «Viejos».

El correligionario de Hannón se enfrascó en una extensa explicación sobre la necesidad de tomar ciertas medidas para proteger el bienestar y la seguridad de la ciudad y del interior. Sobre todo, se debían supervisar las grandes empresas que comerciaban con ciudades, Estados y regiones no púnicas.

—Con ese objetivo —dijo volviéndose un tanto hacia Antígono—, hemos invitado a esta sesión al dueño del importante Banco de Arena, a pesar de que Antígono, por ser meteco, no disfruta de ningún derecho en el Consejo.

Antígono se inclinó sin levantarse de su asiento.

—Aunque carezco de derechos, sé que estoy bien protegido —dijo en voz alta—. ¿No estoy acaso rodeado por los previsores y probos hombres del gran Hannón? ¿Por qué, si no, me iba a sentar entre ellos?

Hannón lo miró de soslayo.

—Apreciamos tu infinita confianza, meteco. —Señaló al orador.

—Esto no significa de ninguna manera —continuó el hombre de los «Viejos»— que estemos acusando de haber cometido actos fraudulentos a uno de los comerciantes más respetados de la ciudad. Lejos estamos de ello. Pero con la benéfica expansión del comercio en esta grandiosa y espléndida paz que disfrutamos desde hace ya mucho tiempo, crecen también, obviamente, las posibilidades de los comerciantes de todas las cosas imaginables. Y, entre éstas, algunas que quizá podrían acarrear perjuicios a la ciudad. Aunque, probablemente, los respetables comerciantes no se den cuenta de eso.

—Sin duda, sin duda —dijo Bostar—. Los comerciantes, la mayoría de los cuales pertenecen al así llamado partida bárcida, agradecen esta vindicación de parte de los terratenientes y funcionarios.

Una suave risita surcó la sala; también entre los «Viejos» hubo algunas sonrisas.

—Pero ni siquiera el comerciante más inteligente puede siempre prever si un negocio realizado por él afecta a los intereses de la ciudad. Por eso proponemos la institución de una Oficina de Supervisión que tenga como misión asesorar, sobre todo, a bancos y casas de comercio con el exterior. Esta oficina pondría al servicio de los propietarios y administradores de las empresas en cuestión a expertos previamente seleccionados que podrían considerarse como un Consejo de Vigilancia. Ahora bien, nos gustaría saber qué opina Antígono al respecto; puesto que él, con el Banco de Arena y todas sus empresas subsidiarias, representa el sector más amplio de los negocios dirigidos hacia el exterior, su opinión seria muy importante e iluminadora para todos nosotros.

Antígono levantó la mano. Tras recibir la señal de los sufetes, se puso de pie, inclinó la cabeza ante el orador anterior, que entretanto se había sentado, y carraspeó.

—Un proyecto excelente —dijo sonriendo—. Si pudiera dar mi voto en el Consejo, sin duda lo daría a favor de esa propuesta.

Vio algunas caras conturbadas entre los bárcidas; la gente de Hannón parecía más bien sorprendida.

—Sin embargo, la propuesta me parece incompleta. Por eso quiero proponer algo que me parece muy sensato y necesario, y que ha de complementar la propuesta anterior. Los banqueros y comerciantes, por su parte, han de formar una comisión que desde ahora mismo tenga la obligación de vigilar cómo desempeñan su cargo los funcionarios de mayor rango de la ciudad y el interior.

Risas estridentes y pataleos entre los bárcidas. Los «Viejos» permanecían inmóviles en sus asientos.

—Este tipo de Consejos de Vigilancia —continuó Antígono imperturbable— sólo tienen sentido cuando poseen ciertas mínimas posibilidades de intervención. O de imponer sanciones. Por ejemplo, supongamos que se demuestra que algún consejero de los así llamados «Viejos» comete ciertos actos fraudulentos: digamos que de cada cien
shiqlus
que recauda sólo entrega cincuenta, o incluso veinte, a la ciudad de Kart-Hadtha. En un caso así el titular del cargo debe considerar las cantidades retenidas como un empréstito a devolver de inmediato, más unos intereses de un uno por ciento, digamos. Evidentemente, para evitar futuras tentaciones haría entrega de su cargo y, como hombre probo que es, renunciaría a su escaño en el Consejo.

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